Lágrimas
de Fernán Caballero
Capítulo XXVIII

Capítulo XXVIII

SETIEMBRE, 1848.

En los días que siguieron a la escena que hemos referido y tuvo lugar entre la Marquesa y el millonario, notó Reina a su madre muy preocupada. Vio entrar y salir en su gabinete muchos hombres que le eran desconocidos, corredores, abogados y escribanos, pero la Marquesa guardaba silencio sobre esto, y Reina, triste es decirlo, contra el decoro virginal de una joven, contra los dulces sentimientos de amor y gratitud filial, sólo se ocupaba de su pasión. En su egoísmo de niña mimada, todo lo posponía a su ídolo por ser suyo. Dios puso un fuerte imán en el corazón de la virgen a fin de darle fuerza para abandonar el techo paterno y el regazo de su madre. Pero si la atracción de este imán traspasa sus límites, si hace a las vírgenes frías para sus más santos sentimientos, ingratas, disipadas, desatinadas, vergüenza sobre él, pues salió de sus límites como un agudo y discordante chillido en la armonía universal. Créanlo, persuádanse las jóvenes, que aun mirando las cosas de tejas abajo, un freno en los sentimientos y un velo sobre la cara, son un imán, un encanto que a lo fino y delicado reúne lo picante y seductor.

Así fue que Reina nada traslució, ni nada preguntó a su madre, contentándose con decirse a sí misma: «Cuando nada me dice, es que querrá que yo ignore lo que le apura; si hace misterio dejarla, que preguntar sería incomodarla.» ¡Cuántas transigen así con sus más íntimos deberes, teniendo aun la insolencia de hacer pasar sus faltas como méritos!

La víspera del día en que cumplía el contrato, la Marquesa había citado a su amigo D. Domingo de Osorio para una entrevista reservada.

Cuando éste entró, halló a la Marquesa sentada delante de su mesa escribiendo.

-Marquesa, -dijo acercándose-, la república se la llevó su padre; los que estaban rojos están muy amarillos. Enrique V está en Marsella, y cuanta campana hay en Francia, repicando, cuanto cañón existe, haciendo salva. Ya, si eso no podía dejar de suceder; tras el caos la luz; tras el desorden el orden; las calenturas, mientras más violentas más cortas. En Vigo, -dijo acercándose y bajando la voz-, ha entrado un barco ruso con veinte mil fusiles y cien mil rublos.

-Don Domingo, -dijo la Marquesa-, sin atender a sus noticias políticas, he deseado hablar a Vd. para participarle dos cosas: la una es el casamiento de mi hija.

-¿De Reina? Y con quién, ¿con el marqués de Navia?

-No, se casa con Genaro.

-¡Con Genaro!

-Sí. Este casamiento destruye todas mis esperanzas; pero está apasionada a lo sumo de Genaro, y decidida tarde o temprano a unirse a él. He hecho cuanto en mi mano ha estado para impedir este enlace, como corresponde a una buena madre, que en el casamiento de una hija no ve un capricho amoroso que satisfacer, sino su felicidad, su colocación en el mundo y el lugar que debe ocupar, el puesto y bienestar de los hijos que tengan; he hecho cuanto he podido como tutora que mira el casamiento de su hija con toda la gravedad que se debe mirar, cosa de que penden los destinos de sus descendientes, deseando equitativamente, que puesto que su pupila lleva ventajas, las hubiese hallado proporcionadas. Todo cuanto he hecho para disuadirla ha sido inútil; persuasión, autoridad, dulzura, rigor, todo se ha estrellado contra su constante argumento, que sobre nada podía yo fundar una oposición justa, puesto que Genaro era completo; tiene en parte razón. Genaro es todo un caballero por su clase y su comportamiento; es brillante, fino, distinguido, tiene una capacidad poco común, una conducta ejemplar; será, un buen marido y un excelente y entendido administrador de los bienes de su mujer. Así sacrifico el mayor lustre a la mayor felicidad de mi hija, a quien por desgracia mía no enseñé a ceder desde niña, primera lección que deben dar las madres a sus hijas, ahogando así la rebeldía en su germen.

-Acuérdese Vd. cuántas veces se lo aconsejé, -dijo D. Domingo, que había quedado dolorosamente sorprendido del casamiento de la niña, que tanto quería-. Vaya, vaya, -añadió-; ¡vaya con Reina si es absoluta!...

-Así será, -dijo sonriendo la Marquesa-, Reina, a su gusto de Vd. y en sus ideas.

-No me gusta, Marquesa, lo absoluto en la voluntad sino en el poder; y ese poder debe existir, no en la mano muerta de una ley escrita, sino en una mano viva y fuerte, que es la que puede hacerla cumplir, pues yace inerte en sus infolios.

-Vengamos al otro punto que anuncié a Vd., -prosiguió la Marquesa-. Mañana cumple el año vencido del contrato que hice con D. Roque.

-Sí, sí, -repuso D. Domingo-, y como Reina no se ha casado, y con el casamiento que hace no hay probabilidad alguna que lo quiera rescindir su marido, lo habrán Vds. renovado.

-No pienso hacerlo, D. Domingo.

-¿Qué no? -exclamó este señor-; pues ¿qué piensa Vd. hacer?

-Pagar.

-¡Pagar! -dijo D. Domingo estupefacto-, ¡Dios mío! -añadió inquieto-, ¿va a quedarse D. Roque con el cortijo?

-Eso quisiera ese soplado patán; pero no se mirará en ese espejo, no.

-¿Pues cómo va Vd. a pagar, Marquesa? -preguntó su anciano amigo-, ¿dónde va Vd. a encontrar con tanta premura ese dinero?

-Aquí está, -dijo la Marquesa, sacando dos letras a la vista, de su gaveta.

Don Domingo las tomó atónito y las pasó por la vista.

-Esta es de cuatrocientos mil reales y del rico fabricante F***, este es el que paga a Vd. la renta vitalicia, ¿y cómo?

-La he enajenado, -respondió la Marquesa.

-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué disparate, qué locura! -exclamó D. Domingo poniéndose en ademán desesperado las manos en la cabeza-; una renta de treinta mil reales una mujer que no tiene cuarenta años. ¡Jesús! ¡Se ha arruinado Vd. como una ciega, como una niña! Esas deudas que eran del caudal de su hija ¿qué responsabilidad tenía Vd. a ellas? ¿A qué sacrificarse así sin necesidad?

-Don Domingo, ¿no es uno mismo lo mío y lo de mi hija?

-Se puede casar y no pensar así su marido, y no reconocerle a Vd. ni el sacrificio ni la deuda.

-Genaro no es capaz de eso, D. Domingo: pero aun dado caso que eso sucediese, me queda mi viudedad con la que me sobra para mi vejez.

Don Domingo tomó la letra y leyó: doscientos mil reales a B*** joyero.

-¡Señora! ¡Señora! -exclamó desesperado-, ¿ha ido Vd. a vender sus magníficas alhajas, joyas de familia que trajo de Lima su bisabuela evaluadas en más un de millón? ¡Y eso en tristes doscientos mil reales!

-Ya he reservado un aderezo completo para Reina, -contestó la Marquesa.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -decía D. Domingo, dando vueltas por el cuarto fuera de sí-, ¡qué destrozo! ¡Qué ruina! ¿Por qué no me habló Vd.? Si es que D. Roque exigía ese dinero no habría faltado quien con tan ventajosas condiciones, como las que para sí estipuló ese tirano, hubiese dado la suma.

-¡No más! ¡No más! -exclamó con expansión la Marquesa casi estremecida-. ¡Oh! ¡No más! Las deudas carcomen como un fuego la paz de la vida; rebajan la más alta superioridad a la esfera de la más baja inferioridad; ponen en la boca del valgo el desdén y en la del rico el ultraje; y llevan razón en su soberbia, porque el noble que se endeuda pierde el derecho a levantar la cabeza; es el galeote que arrastra al pie su cadena. El primer noble que se endeudó, a no ser para servir a su rey y a su patria, fue el que derrumbó la primera almena del alto castillo que edificó la nobleza como su emblema, la cual para conservar su gloria debe dar a manos llenas y no saber lo que es tomar. El que puede pagar y no paga aun a costa de sacrificios, transige con la honradez, dejando a su descendencia voluntariamente un mal mortal que se hereda como la hetiquez. El que toma prestado con intención de pagar, es como el que peca con intención de enmendarse. Son las deudas la polilla de las nobles casas y el desdoro de sus blasones; ¡es la esclavitud de un alma elevada e independiente!... Es el azote del que a falta de dignidad tiene orgullo como se tiene a falta de oro, cobre dorado. Todo esto, D. Domingo, son lecciones de la experiencia, las deudas han amargado toda mi existencia, me han hecho cometer bajezas poniendo buena cara a quien no debí ni recibir en mi presencia, ¡y me han valido el primer insulto que he recibido en toda mi vida!... ¡Oh! ¡Yo dejaré a la hija de mi alma su caudal desempeñado! No, no pasará ella lo que ha pasado su madre.

-Marquesa, -dijo D. Domingo, al notar la exaltación y vehemencia con que ésta se expresaba-; habláis bajo la influencia de un noble sentimiento, subido de punto quizás por algún reciente disgusto que me ocultáis; y aunque en el fondo de cuanto decís lleváis razón, exageráis... Considerad que puede a veces ser el préstamo un favor en quien lo hace, y un beneficio para quien lo recibe.

-Niego el hecho, -prosiguió la Marquesa con creciente calor-, niego el hecho con alguna rara excepción. Hágase, D. Domingo, un código de honor que aprendan nuestros hijos y en el que sea ignominiosa la deuda, y se califique al usurero de infame vampiro cuyo contacto horrorice como el del verdugo, y que enseñe a honrar al noble pobre que no pide a la par que al rico plebeyo que da!... Nivelados así por sus virtudes se conseguirá esa igualdad decantada por la que claman inútilmente la soberbia y el orgullo, pues rico es el que no pide y noble es el que da. Así, D. Domingo, habrá progreso; progreso en la senda que le trazó el Evangelio, fuente primera y única de todo progreso moral.