Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 30


Es tiempo ya de dar fin a esta charla, que me ha hecho posar dulcemente algunas horas de esta vida triste y monótona que llevo: Pero al concluir me vienen al espíritu los últimos tiempos pasados en la prisión claustral, cuando ya la adolescencia comenzaba a cantar en el alma, y se abría para nosotros de una manera instintiva un mundo vago, desconocido, del que no nos dábamos cuenta exacta, pero que nos atraía secretamente. No nos lo confesábamos a principio unos a otros; la vida de reclusión, las lecturas disparatadas y sin orden, el alejamiento de la familia, de la sociedad y, sobre todo, cierto prurito de estudiantes, nos inclinaba a un escepticismo amargo y sarcástico, ante el cual no había nada sagrado. Éramos ateos en filosofía, y muchos sosteníamos de buena fe las ideas de Hobbes. Las prácticas religiosas del Colegio no nos merecían siquiera el homenaje de la controversia; las aceptábamos con suprema indiferencia.

En una confesión general, sin embargo, tuve la veleidad de resistirme. Obligado a ir al confesionario, dije abiertamente al sacerdote que estaba tras de la reja, que no creía una palabra de esas cosas, y que, por tanto, era de su deber no obligarme a mentir. El confesor dio cuenta inmediatamente; fui llamado, insistí y recogí por premio de mi lealtad de conciencia pasar en el encierro los tres días de comilonas y huelga que sucedían a la comunión.

Al año siguiente mis ideas se habían hecho más prácticas; nos reuníamos unos cuantos, y confeccionamos una lista de pecados abominables, estupendos, en que figuraba todo el repertorio de un libro de examen de conciencia que nos habían dado para prepararnos. Nos dieron penitencias atroces, como ser levantarnos a media noche en invierno y salir desnudos al claustro, arrodillarnos sobre las losas y rezar una hora; esto durante tres meses. A buen seguro que en caso de obediencia, la pulmonía habría dado bien pronto cuenta de nosotros. Pero aquí quiero hacer una declaración sincera que pinta bien esos escepticismos primaverales. Llegado el día de la comunión, que se hacía con gran pompa en el altar mayor, fui obligado a ir e hincarme con tres o cuatro compañeros, y a esperar mi turno.

Un resto de altivez intelectual, una reacción violenta apostasía de mis ideas y una burla indigna de la religión, aceptar aquello. Así, cuando el sacerdote se inclinó sobre mí, le miré bien en los ojos, y le dije quedo "Paso, padre". Hizo un ligero movimiento de sorpresa; pero cuando se reincorporó, yo ya me había dado vuelta y salido de la fila, llevando el pañuelo en la boca, como si realmente hubiera recibido la hostia. No me delató.