Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 28


La noche era oscura y amenazaba llover; encandilados aún, no sabíamos donde estábamos, ni que dirección habíamos tomado. Si nuestro raciocinio no hubiera sido alterado por causas conocidas, la seguridad impasible con que Larrea dirigía la bestia nos habría estremecido. Se me había encargado castigar, pues según las tradiciones recibidas, el foguista era siempre el del anca; hice presente que no había sujeto pasivo, por cuanto mis golpes se perdían en el aire, y propuse nos limitáramos, en las circunstancias, al sistema del talón.

Aceptado el procedimiento, seguimos la marcha en las tinieblas; yo me sentía resbalar, resbalar sin descanso; aquel animal tenía en la punta de la cola algo que me atraía. En mi desesperación me aferraba a Eyzaguirre, quien me observaba a menudo que debía limitarme a agarrarle de la ropa, no encontrando plausible, como me lo declaró terminantemente, que mis dedos apretaran, a guisa de género, una sección de la parte carnosa que la naturaleza había provisoriamente superpuesto a sus costillas. El compañero gordo bufaba, oprimido entre Eyzaguirre y Larrea; y éste, sin cesar de hablar, protestando de que nadie conocía el camino como él, aventuraba una que otra queja sobre la osteología de aquel animal.

No veíamos a dos dedos de distancia, y los compañeros del otro grupo habían desaparecido, sin duda por la sencilla razón de haber tomado el buen camino. Habíamos conseguido -¡el cielo sabe a costa de que esfuerzos y sufrimientos!- hacer tomar el trote a nuestra montura, cuando de pronto me sentí en el suelo, con todo el volumen de Eyzaguirre encima. Un choque se había producido, y jinetes y caballo habían venido por tierra. "¡No es nada; es un alambrado!"

Era la voz de Larrea, que estaba ya montado y nos invitaba a hacer otro tanto. Tratamos duramente al pobre conductor, que nos anunció estar ahora seguro del camino; y, un tanto mohinos y maltrechos, emprendimos de nuevo la marcha.

No habíamos andado media cuadra, cuando un grito sofocado de Larrea me hizo apercibir que me encontraba, literalmente a babuchas de Eyzaguirre, quién, a su vez, aplastaba al gordo, que, entre gemidos, estaba tendido a lo largo sobre algo informe que se debatía en el barro, y que un ligero examen posterior reveló ser el cuerpo de Larrea.

Habíamos caído en una zanja; el caballo, perdiendo el pie, se fue de boca; Larrea salió por sobre las orejas como una flecha del canal de una arbaleta; el gordo siguió la ley de atracción, y Eyzaguirre, no menos rápido en el descenso, me arrastró a la confusa masa. Había por lo menos dos pies de barro; cuando salí, y Eyzaguirre y el gordo se pusieron en pie, nos precipitamos todos a sacar a Larrea, que no hablaba. Todas las soluciones de continuidad de su cara estaban revocadas por un lodo espeso y negro. Fue necesario sacudirle, lavarle el rostro con la última botella de cerveza que el gordo no había soltado en la catástrofe, y sacarle el jacquet rectilíneo que pesaba dos arrobas.

Entonces emprendimos a tanteo, a pie y en el horror de la profunda noche, aquella marcha legendaria, inaudita, en la que las zanjas eran endríagos, las tunas vestiglos, y los ruidos de los insectos nocturnos coros de Korríganos y Kobolds. Puck andaba por allí; nos parecía oír su risa silenciosa entre las brumas, confundiéndonos los rumbos, y gozando a cada traspiés de la errante caravana... El caballo había quedado en la zanja para siempre. ¡Adiós las largas y melancólicas estadías en el palenque de la pulpería! ¡Adiós la marcha vacilante de la noche, cuando su dueño oscilaba como un péndulo sobre el recado! Una ligera perturbación en la línea del pescuezo le había hecho encontrar el reposo eterno. ¡ Sea leve su recuerdo en la conciencia de Larrea!

Por fin, a las primeras claridades del alba, al canto de los gallos matinales, el cuerpo exhausto y rendido, el alma agriada contra la pasión dantesca de Larrea, penetramos en nuestros cuartos, y nos ayudamos fraternalmente a sacarnos la ropa. Sólo una bota de Eyzaguirre, con una tenacidad irritante, se resistió al empuje colectivo, y es fama que diez horas más tarde solamente soltó su presa, vencida por la operación cesárea.