Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 24


Pasábamos las vacaciones en nuestra casa de campo, como considerábamos legítimamente el punto que hasta hace poco tiempo fue conocido con el nombre de "Chacarita de los Colegiales", y que más tarde, al perder el último término de su denominación, debía adquirir tanta fama por los acontecimientos de junio de 1880.

Pocos puntos hay más agradables en los alrededores de Buenos Aires. Situado sobre una altura a igual distancia de Flores, Belgrano y la capital, el viejo edificio de la Chacarita, monacal en su aspecto, pero grande, cómodo, lleno de aire, domina un paisaje delicioso, al que las caprichosas ondulaciones del terreno dan un carácter no común en las campiñas próximas a la ciudad. En aquel tiempo poseíamos como feudo señorial, no sólo los terrenos que aún hoy pertenecen a la Chacarita, sino los que en 1871 fueron destinados al cementerio tan rápidamente poblado.

Así, nuestros límites eran extensos, y no nos faltaba, por cierto, espacio para llenar de aire puro los pulmones, organizar carreras y dar rienda suelta a la actividad juvenil que nos castigaba la sangre. A pesar de la inmensidad de nuestros dominios, teníamos pleitos con todos los vecinos, sin contar el famoso proceso con la Municipalidad de Belgrano, especie de "Jarndyce versus Jarndyce", del que habíamos oído hablar como de una tradición vetusta, cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, proceso cuyos antecedentes ignorábamos en absoluto, lo que no nos impedía declarar con toda tranquilidad que el Municipio de Belgrano era representado por una compañía de ladrones, neta y claramente clasificados. Este viejo pleito tenía para nosotros, sin embargo, algunas ventajas.

Cuando cruzábamos frente al juzgado de paz de Belgrano, a galope tendido, algunos honorables miembros de la partida de policía, viendo la traza arcaica de nuestros corceles (fuera de funciones en esos momentos, por cuanto su profesión habitual era arrastrar carradas de leña o sacar agua), abandonaban el noble juego de la taba en que estaban absorbidos, y cabalgando a su vez emprendían animosos nuestra persecución. Generalmente íbamos dos en cada caballo, lo que, como se supone, no aumentaba sus condiciones de velocidad. Pero compensábamos este inconveniente por una metódica y razonada división del trabajo, "avant-gout" de nuestros estudios económicos del futuro.

La dirección del cuadrúpedo estaba entera y absolutamente confiada al que iba delante, tarea grave y trascendental, no solo por las veleidades fantásticas de la bestia y por la necesidad de cortar campo, sino por la preocupación incesante del jinete para evitar la probable operación de la talla, practicada inconscientemente por la cruz pelada y puntiaguda, a favor del convulsivo movimiento de una manquera tradicional. El ciudadano que ocupaba el anca desempeñaba las funciones de foguista; él debía suministrar con medios a su arbitrio, los elementos necesarios para producir el movimiento. Por lo demás, se procedía siempre de acuerdo con una tabla sancionada por la estadística experimental; se sabía que el uso del rebenque firme, apoyado por el talón incansable, producía el trote: si el compañero de adelante podía distraerse hasta el punto de menear talón a su vez se obtenía un simulacro de galopito expirante; y por fin el "maximum", esto es, un galope normal, de tres cuadras exactas de duración, se alcanzaba por la hábil combinación del rebenque, cuatro talones y una pequeña picana, dirigida con frecuencia hacía aquellos puntos que el animal, en su inocencia, había dado muestras de considerar como los más sensibles de su individuo.

Se me dirá, tal vez, que con semejantes elementos era una verdadera insensatez arrostrar las iras policiales de la partida; pero esa crítica cesará cuando se sepa que los medios de locomoción de nuestros adversarios, eran de una fuerza análoga a aquellos de que disponíamos. Iniciada la persecución, oíamos un ruido confuso de latas y denuestos tras de nosotros; silenciosos, como convenía a hombres que tenían en juego, a más de sus cinco sentidos, todas sus articulaciones, aspirábamos a llegar a los terrenos ya casi neutrales del otro lado del circo; en general, según cálculo hecho y resultado previsto, rodábamos tres veces antes de llegar allí. Pero sabíamos también que el honorable miembro de la partida a quién tal fracaso sucedía, no conseguía poner en pie su cabalgadura, sino después de media hora de exhortaciones expresivas. Llegados a campo abierto, entre zanjas, arroyos y alambrados, habíamos vencido; porque echando pie a tierra abandonábamos la bestia que partía con increíble velocidad hacia la Chacarita, mientras nosotros saltábamos un cerco, detrás del cual, por medio de cascotes, rechazábamos con pérdida las cargas efímeras de la caballería enemiga. Cuando una hora más tarde el sargento de la partida osaba llegar a nuestro castillo y presentar sus quejas a las autoridades del Colegio, ya éstas habían sido informadas por nosotros de los desafueros que, a causa del proceso pendiente, se habían permitido los seides del juez de paz de Belgrano. El sargento salía corrido, y las hostilidades tomaban un carácter feroz.