Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 12


Otra vez Corrales... No puedo resistir al deseo de presentar a mi condiscípulo Corrales. Es uno de esos tipos eternos del internado que todo aquel que haya pasado algunos años dentro de los muros de un colegio, reconocerá a primera vista.

Es el cabrión, el travieso, el mal estudiante, el reo presunto de todas las contravenciones, faltas y delitos.

De un espíritu lleno de iniciativa, inventando a cada instante una treta nueva para burlarse del maestro o procurarse alguna satisfacción, gritando como veinte en el recreo, dejando grabado su nombre en todas las mesas, gracioso, chispeante en la conversación, llena de la sal gruesa de colegio, es al mismo tiempo incapaz de aprender, de asimilarse una noción científica cualquiera.

Corrales inventaba trampas, aparatos para robar uvas, lazos corredizos admirables para tomar delicadamente del cuello, desde una altura de diez metros, las botellas simétricamente colocadas sobre una mesa en el patio del cura de San Ignacio, sobre el que daban las ventanas de algunos dormitorios, botellas que su dueño destinaba a festejar la fiesta del patrono.

Corrales sabía abrirse la puerta del encierro sin fractura visible, pero Corrales jamás pudo comprender ni creer que el valor de los ángulos se midiera por el espacio comprendido entre los lados, y no por la longitud de estos.

Las matemáticas, como toda noción racional por lo demás, eran para él abismo sin fondo en los que su cráneo de chorlo se mareaba. Era feísimo, picado de viruelas, con un pelo lacio, duro y abundante obedeciendo sin trabas el impulso de veinte remolinos. Sus libros, jamás abiertos, eran los más sucios y deshechos del colegio. Algunas veces, cuando la cosa apuraba, venía a que le explicáramos un teorema, con claridad, sin prisa, y dándole el derecho de preguntar sin límites. Era inútil; no tenía la noción del ángulo recto. En clase pasaba el tiempo en tallar su banco, que se iba convirtiendo en un escaño digno de Berruguete; en fumar a escondidas, a favor de su facultad envidiada de retener el humo en el pecho durante cinco minutos; en hacer flechas, cuerdas de goma de botín que, fijadas en el índice y el pulgar lanzaban al techo una bola de papel mascado que se adhería a él, sosteniendo por un hilo un retrato de perfil del profesor; en fabricar gallos perfectos, navíos primitivos, y en mil otros pasatiempos igualmente conexos con el curso.

No había casi día, en la clase de Jacques, que Corrales escapara a las vigorosas arremetidas del sabio.

Pero Corrales, familiarizado ya con ese procedimiento, había resuelto emplear en su defensa una de sus artes más estudiadas: Corrales "canchaba" maravillosamente. Un pie adelante, con el cuerpo encorvado, durante los recreos, ni los "grandes" conseguían tocarle el rostro; tenía la agilidad, la vista del compadrito y sus mismos dichos especiales.

Así, cierto día que Jacques nos explicaba que los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos, Corrales, oyendo como el ruido del viento la explicación, desde los últimos bancos de la clase, estaba profundamente preocupado en construir, en unión con su vecino, el cojo Videla, que le ayudaba eficazmente, un garfio para robar uvas de noche. De pronto, Jacques se detiene y con voz tonante exclama: "Corrales, tú eres un imbécil, y tu compadre Videla otro. ¿Cuánto valen los dos juntos?"

"¡Dos rectos!", contestó Corrales, que tenía en el oído esas dos palabras tan repetidas durante la explicación, y sin darse cuenta, en su sorpresa, de la pregunta de Jacques.

Este se le fue encima y nos fue dado presenciar uno de los combates más reñidos del año.

Corrales se echo para atrás, enroscó el cuerpo, hundió la cabeza entre los hombros, y mirando a su adversario con sus ojos chiquitos, llenos de malicia, esperó el ataque con las manos en postura.

Jacques debutó por un revés, que fue hábilmente parado; una finta en tercia, seguida de un amago al pelo, no obtuvo mayor éxito. Entonces Jacques, despreciando los golpes artísticos, comenzó lisa y llanamente a hacer llover sobre Corrales una granizada de trompadas, bifes, reveses, de filo, de plano, de punta, todo en confuso e inexplicable torbellino. El calor de la lucha enardeció a Corrales; se multiplicaba, se retorcía, y cada buena parada decía con acento jadeante: "¡Di ande!" "¡Cuando, mi vida!", y otros gritos de guerra análogos; Jacques, más irritado aún, hizo avanzar la artillería, y una nube de puntapiés cayó sobre las extremidades del intrépido agredido.

Corrales, que no sabía canchar con las piernas, se puso de rodillas sobre el banco; esta simple evolución hizo efímeros los estragos del cañón y el combate al arma blanca continuó.

Pero Corrales era un simple montonero, un Páez, un Güemes, un Artigas, no había leído a César, ni al gran Federico , ni las memorias de Vauban, ni los apuntes de Napoleón , ni los libros de Jomini . Su arte era instintivo, y Jacques tenía la ciencia y el genio de la estrategia. De idéntica manera los persas valerosos no supieron defender sus empalizadas contra los atenienses de Platea.

El banco de la batalla había sido abandonado por los vecinos de Corrales; Jacques vio la ventaja de una mirada y amagando una carga violenta, mientras Corrales en el movimiento defensivo perdía un tanto el equilibrio, su adversario, de un golpe enérgico, dio en tierra con el banco y con Corrales. Antes de que éste pudiera levantarse, Jacques le asió del cuello de la camisa, no saltando el botón correspondiente por la costumbre inveterada en Corrales de no usarlo nunca. No brilló en manos del vencedor la daga de misericordia, pero si sonó, uno solo, soberbio bofetón.

Así concluyó aquel memorable combate, que habíamos presenciado silenciosos y absortos, a la manera de los indios de Manco-Capac las batallas de Almagro y Pizarro, como luchas de seres superiores al hombre...