Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 10


Recuerdo una revolución que pretendimos hacer contra don José M. Torres, vicerrector entonces y de quién más adelante hablaré, porque le debo mucho. La encabezábamos un joven, Adolfo Calle, de Mendoza, y yo.

Al salir de la mesa lanzamos gritos sediciosos contra la mala comida y la tiranía de Torres (las escapadas habían concluido), y otros motivos de queja análogos. Torres me hizo ordenar que me le presentara, y como el tribuno francés, a quién plagiaba inconscientemente, contesté que sólo cedería a la fuerza de las bayonetas. Un celador y dos robustos gallegos de la cocina se presentaron a prenderme, pero hubieron de retirarse con pérdida, porque mis compañeros, excitados, me cubrieron con sus cuerpos, haciendo descender sobre aquellos infelices una espesa nube de trompadas. El celador que, como Jerjes, había presenciado el combate de lo alto de un banco, corrió a comunicar a Torres, plagiando él a su vez a La Fayette en su respuesta al conde de Artois, que aquello no era ni un motín vulgar, ni una sedición, sino pura y simplemente una revolución. El señor Torres, no por falta de energía por cierto, sino por espíritu de jerarquía, fue inmediatamente a buscar a M. Jacques, rector entonces del Colegio y que vivía en una casa amarilla, en la esquina de Venezuela y Balcarce. Pero nosotros creíamos que había ido a traer la policía, y empezamos los preparativos de defensa.

Recuerdo haber pronunciado un discurso sobre la ignominia de ser gobernados, nosotros, republicanos, por un español monárquico, con citas de la Independencia, San Martín, Belgrano, y creo que hasta de la invasión inglesa.

Otros oradores me sucedieron en la tribuna, que era la plataforma de un trapecio, y la resistencia se resolvió. En esto oímos una detonación en el claustro, seguidas de varias otras, matizadas de imprecaciones. Algunos conjurados habían esparcido en los corredores esas pequeñas bombas Orsini que estallan al ser pisadas. Era monsieur Jacques, que entraba irritado como Neptuno contra las olas. Desgraciadamente, no creyó que convenía primero calmar el mar, sino que puso el "quos ego"... en acción. Al aparecer en la puerta del gimnasio, un estremecimiento corrió en las filas de los que acabábamos de jurar ser libres o morir.

No de otra manera dejaron los persas penetrar el espanto en sus corazones, cuando vieron a Pallas Athenea flotar sobre el ejército griego, armada de la espada dórica, en el lleno de Maratón.

Vino rápido hacia mí y... Luego me tomó del brazo, y me condujo consigo. No intenté resistir, y echando a mis compañeros una mirada que significa claramente: "¡Ya lo veis! ¡ Los dioses nos son contrarios!", seguí con la cabeza baja a mi vencedor. Llegados a la sala del vicerrector, recibí nuevas pruebas de la pujanza de su brazo, y un cuarto de hora después me encontraba ignominiosamente expulsado con todos mis petates, es decir, con un pequeño baúl, del lado exterior de la puerta del Colegio.

Eran las ocho y media de la noche: medité. Mi familia y todos mis parientes en el campo, sin un peso en el bolsillo.

¿Qué hacer? Me parecía aquella una aventura enorme, y encontraba que David Copperfield era un pigmeo a mi lado; me creía perdido para siempre en el concepto social. Vagué una hora, sin el baúl, se entiende, que había dejado en deposito en la sacristía de San Ignacio, y por fin fui a caer sobre un banco de la plaza Victoria. Un hombre pasó, me conoció, me interrogó, y tomándome cariñosamente de la mano, me llevó a su casa, donde dormí en el cuarto de sus hijos, que eran mis amigos.

Era don Marcos Paz, presidente entonces de la República, y uno de los hombres más puros y bondadosos que han nacido en suelo argentino.

Varios enemigos de Jacques quisieron explotar mi expulsión violenta, y vieron a mi madre para intentar una acción criminal contra él. Mi madre, sin más objetivo que mi porvenir, resistió con energía, vio a Jacques, que ya había devuelto desgarrada una solicitud del Colegio entero por nuestra readmisión (Calle había seguido mi suerte), y después de muchas instancias, consiguió la promesa de admitirme externo, si en mis exámenes salía regular.

La suerte y mi esfuerzo me favorecieron; y habiendo obtenido ese año, que era el primero, el premio de honor, volví a ingresar en los claustros del internado.