XVIII

En tanto que esto ocurría en las habitaciones de la viuda de Fuentes, otras escenas se preparaban en el extremo opuesto.

Hemos dicho que la cabalgata se había detenido en la cabaña de techo pajizo, en dónde se depositó el cadáver de Hermosa.

Ismael se apartó del grupo, una vez en aquel sitio.

-Toy cavilando en cosas fieras -le había dicho Aldama al separarse, con aire aprensivo. -Los perros principian a auyar...

- el ánima del difunto, hermano...

-No creiba. A canto de gayo, ante la mañanita, vide en el cielo una estreya con cola, de la parte ayá del bañao. ¿No piensa que aiga agüero?

-A la cuenta se enmarida una bruja.

Y al decir esto Ismael, encogiéndose de hombros imperturbable, habíase dirigido a la tahona.

Cuando pasó por delante de la ventanilla de Felisa, miró de soslayo. La sombra de la criolla se dibujaba en el fondo...

Ismael se apeó a la puerta de la tahona, y ató su caballo a un arbusto, sin bajarle el recado.

Entrose luego a la pieza de que hablábamos, y sentose en una mesa colocada junto al ventanillo, apoyando la cabeza con indolencia en la pared del fondo. Quedose mirando el cielo oscuro como embebido. Su cuerpo, lleno de cansancio y laxitud, no salió en muy largo tiempo de esta inmovilidad.

La habitación no tenía más mueble que la mesa, y un cráneo de vaca por único asiento, en un extremo. Sobre este despojo blanco y lustroso, perfectamente aseado por el sol, la lluvia y el viento, veíase una guitarra cuyas clavijas estaban adornadas con pequeños moños rojos y amarillos.

Las noches estivales transcurren veloces.

Cerca de las once, Ismael sin sueño aún, algo inquieto y febril en medio de las mismas fatigas de la jornada, por la excitación de sus nervios, cogió la guitarra, y volviendo a su asiento, púsose a templar las cuerdas.

La oscuridad y el silencio rodeaban el edificio principal.

En la cabaña de techo pajizo entraban o salían algunos hombres, que parecían relevarse en la vela del cadáver. La puerta abierta permitía verle de cuerpo entero dentro de un mal féretro, fabricado con viejas maderas, a la luz roja y oscilante de varias bujías de sebo, cuya humaza formaba como una niebla espesa en el interior.

Aldama, un poco agitado por extrañas preocupaciones, merodeaba cerca de la tahona.

Allí, próxima, elevábase una gran pila de huesos y osamentas de animales vacunos y yeguarizos.

Apeose junto a estos despojos, diciéndose a media voz:

-Esmael tá cantando...

Se sorprendió de que no le hubiese aflojado la cincha al pangaré.

Tras esta observación, y siempre bajo el influjo de sus presentimientos, practicó con su caballo esa diligencia y apartándolo del sitio, lo ató a una estaca, sin quitarle el bocado. Dirigiose enseguida al cercano arbusto, dónde había visto el caballo de Ismael, e hizo lo mismo, después de conducirlo al terreno en que asegurara el suyo. Los bocados, sin camas ni coscojas, les permitían saborearse con el trébol.

Aprestábase en pos de esto a platicar algunos momentos con su compañero, cuando algo de extraño y sospechoso en las sombras, lo detuvo.

Alguien avanzaba sigilosamente hacia la tahona, y pareciole a Aldama bulto de mujer.

El pensar que fuera Felisa no le causó asombro, porque él estaba enterado de las cosas de Ismael; pero sí, inquietud. En aquella noche Aldama se sentía más supersticioso que nunca, y recordaba sin saber por qué el gesto de Jorge Almagro.

¡No había de ser bruja la que se enmaridase! Allí había un muerto; la noche estaba negra; al mayordomo le comía un gusano el corazón; Ismael cantaba como un pájaro en la rama y la hembra venía revoloteando... ¡Y aquellos diantres de perros que no dejaban de llorar!

Aldama se agazapó detrás de la pirámide de huesos.

La sombra pasó cerca, cautelosa. Las dudas se desvanecieron en el espíritu del gaucho.

-¡Vea no más, con qué noche! este riesgo grande, es juerza que ya no puedan vivir sin verse. La calandria ciega se va al rumbo de la canturria... ¡y allí cerquita, está gritando la corneja por los ojos del dijunto!

Felisa -pues ella era- siguió sin ruido alguno hasta el ventanillo, al que acercó su rostro.

Ismael que en ese instante cantaba una trova con una voz baja, si bien afinada y casi musical, calló de súbito ante aquella aparición, quedando presas en sus uñas las cuerdas de la guitarra.

Miráronse los dos, callados algunos momentos.

Felisa cogiose del tosco marco del ventanillo, y púsose a columpiarse, apartando la vista de Ismael, para dirigirla a uno y otro lado, como si algún temor la perturbase. Mirábalo luego a él, y, volvía a darle el perfil, deteniendo su ligero columpio, para escuchar mejor los ruidos de las «casas».

Blandengue, que por allí vagaba, llegose de pronto olfateando y posó su enorme cabeza en el muslo de la garrida moza, meneando despacio la cola.

Ella le dio un golpecito con la mano, y lo empujó con el pié. Blandengue dio un resoplido, y fuese paso a paso.

Ismael se había bajado de la mesa, y aparecido en el umbral de su puerta baja y estrecha, con la guitarra en la mano.

Felisa le hizo un mohín de menosprecio, y presentole la espalda. Después simuló alejarse con los brazos cruzados y el aire muy indiferente, «sandungueando» su pollera corta y sacudiendo sus trenzas en gracioso meneo.

-Vení, dijo Ismael con tono arisco.

Sin hacer caso a este llamado, Felisa caminó un ligero espacio, y volvió luego al rumbo, como quien pasea al aire fresco.

Ismael la tomó de la muñeca bruscamente, apretándosela.

-Dejáme, prorrumpió ella con acento seco.

Él tiró sin embargo, sin ninguna disposición de largar.

Felisa hizo hincapié en una de las paredes de adobe de la tahona, que presentaba bastantes grietas y aberturas en su base; y así se sostuvo por breves segundos, sin dejar de mirar para afuera.

Pronto perdió esa última posición, y de improviso, sin que se apercibiese que algo había puesto ella de su parte, viose en el interior del cuartito a oscuras, acordándose recién que quién la tenía cogida era peligroso.

Desprendiose de él, y fuese de nuevo a la puerta.

Escudriñó en la sombra...

Ismael que se había quedado osco e inmóvil, preguntó:

-¿Anda ai el gato montés?

Felisa se estremeció en la oscuridad, y dominando la impresión causada por esas palabras, dijo

-¿Le tenés miedo?

Los ojos oscuros de Ismael centellearon.

Ladeao! contestó con desprecio, mirando hacia la cabaña.

Y yéndose a ella, volvió a asirla nervioso.

Cedió Felisa, esta vez.

Velarde conservaba la guitarra en la mano izquierda.

Ella le empujó del brazo, diciendo:

Tocá no más!...

Ismael sintió arderse; y púsose a pulsar el instrumento sin saber lo que hacía, arrancándole sones desacordes.

Ansi no!... -exclamó la criolla con dureza.

Y deslizó sus dedos en las cuerdas, para concluir posándolos en la mano ardorosa del tañedor, que al contacto quedose quieta...

Después, Ismael se echó el sombrero a la nuca, y la guitarra cayó al suelo, gimiendo al choque como un ave que se cae dormida de las ramas. Las dos bocas se acercaron, y por un instante estuvo la del cantor prendida entre temblores al clavel de carne.

Luego se apartaron el uno del otro, sucediéndose el silencio.