LII

Llegó, por fin, tranquilo y radiante.

En sus primeras horas, el comandante en jefe español que, como Artigas, había intentado algunos movimientos para «batir en detalle», tomó la ofensiva resueltamente; y dejando en las Piedras una gran guardia con un cañón cargado a metralla, dirigiose con cerca de mil hombres de las tres armas y cuatro piezas, al encuentro de Artigas, quién a su vez venía ya en marcha con ánimo de no ceder un palmo de terreno a su infantería veterana.

Ya frente a frente, aunque separados todavía por un trecho regular, los obuses de calibre treinta y dos empezaron sus descargas, que fueron aumentando por momentos hasta trabarse la pelea.

Las fuerzas realistas, apartadas dos leguas de la villa, tomaron posición en unas alturas llenas de pedregales a un flanco de la carretera, y engrosaron poco a poco sus guerrillas en despliegue al frente sobre una loma paralela.

La aglomeración allí, llegó a ser considerable.

Artigas puso entonces en movimiento su ala derecha, ordenando a su jefe, el capitán Pérez, que practicase una diversión encima mismo del enemigo, aunque eludiendo los fuegos de artillería, hasta obligarlo a salir de su campo.

Cumpliose la orden, y viendo a Pérez ponerse en retirada, la tropa realista creyendo habérselas con simple caballería, salió en su alcance, siendo ésta la señal del comienzo de la pelea.

Artigas arenga sus tropas, «que juran morir por la patria»; avanza en línea a paso firme, confiando su ala izquierda al intrépido teniente Valdenegro; lanza la caballería de Maldonado a cortar la retirada del enemigo; ordena echar pie a tierra ya encima de los tercios a toda su infantería, y ante un repliegue falso sostenido por el fuego de los obuses, manda cargar la columna, arrollándola y arrojándola sobre la loma en que el grueso tendido en batalla con su artillería de gran calibre al centro y dos cañones a los extremos, empeña la acción con nutridas descargas.

En este ataque recio, que barrió el declive como una ola fragorosa, el teniente Prieto de patricios lleva en sus espaldas un cajón de municiones en defecto de mulas de carga; el sargento Rivadeneira empuja con sus manos las ruedas de una pieza entre las balas con impávido denuedo; los presbíteros Valentín Gómezy Santiago Figueredo con sus negras vestiduras se adelantan por el centro de la línea, alentando en medio a la humareda los batallones a la victoria; y los jinetes de las alas precipitan por la ladera a punta de lanza la milicia urbana en desorden.

El combate llevaba recién hora y media de empeñado, y debía durar hasta la puesta del sol.

Rehechas las líneas, la artillería inicia su serie de explosiones, y los fuegos de los centros se prolongan de allí a tres horas.

Eran estos los sordos truenos que a lo lejos había sentido Ismael, cuando abandonaba en esa mañana luminosa los desolados campos de Fuentes.