Restablecida de una fiebre que la tuvo en trance de morir, pasó Hortensia a la cárcel.

En ella aguardó, abandonada totalmente de su familia y de su mundo, la hora del juicio de los hombres.

Los Méndez-Urda renegaban en absoluto del vástago podrido que trajo la deshonra a su hogar. La compasión de una parienta que sin visitarla, está claro, fue menos cruel, atendía los gastos materiales de Hortensia. Su hermano menor fue un día, un solo día, para preguntarle el nombre del amante, del burlador de su honra. Al menos se cobraría en él. Hortensia calló.

¿A qué denunciar a Pedrañera? Repugnábale manifestar que se había entregado a un hombre tan vil. Además, ¿qué importaba el hombre?

Una sola visita recibió, para consuelo de su espíritu: Julia, su antigua compañera en el Sagrado Corazón de Jesús.

-¡Pobre! ¡Pobre! -exclamaba Julia acariciando fraternalmente a Hortensia-. ¡Desventurada niña! Todos los prejuicios del mundo, todas las losas del ambiente pesaron sobre ti. No tuviste valor para sustraerte a ellos, y te aplastaron sin piedad. Ánimo; todavía hay en ti juventud para sostener la lucha con la vida, bondad para dignificar la tuya con un noble arrepentimiento. ¡Ánimo, pobre Hortensia! Cuenta conmigo. Ya hallaremos quien te defienda. Hasta entonces, firmeza. No pierdas la esperanza, y no pierdas tampoco la resignación.

La resignación no la perdía; lo que perdía era la esperanza de obtener gracia para un delito común de la tierra y en los interiores del cielo.

-Había sido mala, muy mala. Había asesinado a su hijo. Ni aun siquiera la detuvo el ejemplo de maternal amor que le ofrecían diariamente las bestezuelas del corralillo de su hotel, los pájaros que revoloteaban en los árboles del jardín.

¡Los pajarillos del jardín!...

A su memoria venía entonces, para torturar su conciencia, la imagen de un árbol que se alzaba en aquel jardín, frente a la ventana de la alcoba a que la joven, en su despertar de virgen, solía asomarse con la bata a medio cerrar sobre el pecho y la cabellera rubia abriéndose en haces de oro sobre la carne de su espalda.

En aquel árbol levantaron dos jilgueros un nido.

Las ramas inferiores del árbol alzábanse como un metro sobre la arena del jardín, al alcance de las manos de Hortensia.

Dueño de un lugar modestísimo, fabricado sobre tales ramas, con pajas, plumas y hojas secas, era el alado matrimonio. Hojas, pajas y plumas servían a las crías de lecho.

Los padres revoloteaban sobre Hortensia. El macho vestía traje pardo con festones amarillos y rojos.

Era muy galán. Tenía el vuelo señorial, el cántico amoroso y dulce.

La hembra, más recogida de figura, menos rica en los matices del plumaje, estaba casi siempre en el nido. El cuidado de los pequeñuelos absorbía sus horas.

Los hijos eran cuatro. Aún no habían soltado el plumón. Todo en ellos era pescuezo y boca. Los ojos brillaban con glotona codicia. Los picos estaban siempre abiertos. Los pescuezos se estiraban como si hechos de goma fueran.

Hortensia fue trabando poco a poco amistad con la voladora familia.

Al principio, cuando vieron a Hortensia acercarse a su domicilio, pasaron los inquilinos un mal rato.

Las crías piaban angustiosamente. Los padres echaron a volar. Luego dieron vueltas y más vueltas en torno a la joven, con los picos amenazantes y las garrillas en tensión. La tomaban por un enemigo, por un animalucho rapaz que iba a robarles su libertad y su existencia.

Hortensia les sacó de su error. Prendada de aquel grupo hechicero, quiso ganar sus simpatías.

Para lograrlas pasó un día y otro por cerca del árbol, cada vez por más cerca, haciéndose la indiferente, sin indicar propósito alguno de aproximación a las crías.

Recostada unas veces contra el banco de piedra puesto cerca del árbol, inclinada otras sobre su labor, miraba al espacio con distraídas pupilas o seguía el correr de la aguja por el tirante cañamazo.

Los padres de los jilguerillos, viendo que el animalote humano no se ocupaba de ellos, fueron tomando confianza.

Huían del árbol cuando llegaba Hortensia, pero cada hora más convencidos de que no quería hacerles mal, se acercaban al nido, pasaban revoloteando por cima de la joven, y se cernían, trinadores, sobre las temerosas crías.

Más brava la hembra, acabó por meterse noblemente en el nido. El macho se hizo firme, durante la primer semana, en los altos del árbol. Sólo al caer la noche se juntaba a su compañera.

Acabaron por ser los mejores amigos del mundo.

El macho daba a Hortensia los buenos días con sus trinos; la hembra la saludaba sacudiendo las alas; las crías piaban al mirarla llegar y engullían las migajas de pan con que ella solía atender su apetito insaciable.

Ocasiones hubo, durante las cuales el jilguero macho se posaba sobre los cabellos rubios de Hortensia o paseó triunfalmente por las flores y los realces del bordado que lucía en el bastidor.

La joven puso bajo la bandera de su protección a la familia jilgueril. ¡Pobre de quien la molestara!... ¡Ay del chiquillo que tubiera la mala ocurrencia de encaramarse por el árbol, de atentar a la estabilidad y salud del nido!...

Era muy curioso el vivir de los pájaros. Curioseándolo pasaba Hortensia largas horas. Encantábale aquella familia que se balanceaba sobre una rama, al borde del estanque.

Ahora, en las tristezas de su celda, en las negruras de su crimen, se le aparecían, revoloteando sobre su conciencia, como un remordimiento.

Para aquellos jilgueros del jardín, el universo estaba encerrado en ellos y en sus crías. Se amaban; los amaban. Buscaban el sustento común por matas y arbustos; cantaban junto al nido el himno de la paternidad y calentaban con su plumaje el sueño de los hijos.

Cumplieron a su tiempo las leyes del amor, persiguiéndose de árbol en árbol, de ráfaga en ráfaga de aire. Ahora cumplían las leyes de la paternidad sin regatear al cumplimiento nada.

Para formar su nido rebuscaron en la campiña los más preciosos materiales; para mullirlo, arrancaron plumas a sus pechos. Al nacer las crías, ni el padre las desconoció, ni la madre se apartó de ellas.

El macho cantaba cerca de la hembra para que ésta sobrellevara la crianza en arrullo; la hembra endulzaba con sus piares los desvelos y fatigas del macho.

Uno a otro se substituían en el nido para que no faltara a los huevos calor. Cuando éstos se abrieron, cuando los jilguerillos asomaron por entre la cáscara, como un rebujo de algodones, hacia ellos se inclinaron los padres juntos; juntos prorrumpieron también en triunfales gorjeos.

Después a cuidarlos, a que no faltara alimento a sus bocas, a sus cuerpos abrigo. Durante el día a buscar, a conquistar la existencia de todos. Al llegar la noche a posarse en el nido, a volverse edredón sobre los pequeñuelos, a que los pequeñuelos durmieran mientras los padres no más entredormían, atentos al más leve rumor, prevenidos a la más remota asechanza.

Este fue el ejemplo que Hortensia, virgen aún, aprendió de aquella madre, para cuando la maternidad golpeara contra su vientre de mujer.

Este fue el ejemplo. Y, cuando la maternidad se hizo sobre un lecho carne viva de hijo, ¿cómo procedió?, ¿cómo respondió al ejemplo, al mandato, que por acciones de dos pajarillos le daba la naturaleza?

¡Cómo procedió! ¡Asesinando al hijo! ¡Estrangulándolo con dedos vueltos y garras! Corriendo a tirarlo después de estrangulado, como si fuera una carroña, en un muladar.

Ni para esto fue noble; y eso que aun para esto le dieron ejemplo los pájaros también.

Lo recordaba; como presente lo veía.

Uno de los jilguerillos murió.

Los padres aleteaban al borde del nido, sin entrar en él, contemplando con ojuelos tristes el cadáver minúsculo, acariciándolo con sus picos.

Al fin lo cogieron entre los dos picos, dulcemente, cuidadosamente, apenas tocándole; lo empujaron sobre la rama, y el pajarillo cayó como en una tumba de cristal, en las aguas del estanque, que se abrieron para recogerlo.

La madre, acurrucada sobre el nido, piaba con angustia...

Al evocar esta imagen de dolor y amor maternal, Hortensia, llorando sin ayes y sin voces, se dejaba caer de rodillas sobre las losas de la celda; extendía los brazos en dirección de la techumbre y pronunciaba esta palabra única:

-¡Perdón!

¿A quién se lo pedía?

A la criaturilla muerta que flotaba por la atmósfera de la celda, no acardenalada, no con los ojos de par en par abiertos, no con sanguinolentas espumas en la comisura de los labios sonrientes, llena de vida, posando sus manitas de ángel sobre la cabeza de la madre en señal de misericordia.