Paisaje

Acabábamos de comer en La Pesca Milagrosa, así llamada porque los peces, cautivos en balsas, salen coleando del río para entrar en la sartén. Desde la espaciosa galería, de par en par abierta, por entre hojas de vid y macetas de flores, veíanse aún los islotes que recorta el Sena, las siluetas, borrosas ya, del pintoresco caserío de Meudon; y de trecho en trecho, entre el tupido follaje de tal casa campestre, suspendida como un nido, o de tal restaurant con entrada en forma de embudo, vestido de ramajes, brillaba una luz alumbrando la caída de la tarde en el fondo del río.

Me levanté para despedirme de mi compañero de mesa.

-¿Cómo? ¿Tan pronto?

-Sí: porque hay mucho camino hasta la estación de Lyón. Voy a ver a Dodds, que llegará a las diez y cincuenta y siete minutos.

-Pues ¡hala! También voy yo.

Y salimos pitando en un vaporcillo fanfarrón, cuyos borbotones de espuma amenazaban con tragarse los islotes, el caserío, el paisaje todo con sus verdes lomas de campo fresco e independiente...


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Como murmullo de monstruosa ola abortada por cataclismo geológico, llegaba a Marsella, extendiéndose por los boulevards, el ruido de la fama del vencedor de Dahomey.

La pasión política, que todo lo analiza y diseca, murmuró que el triunfo se atestiguaría mejor que con el escabel, traído como botín de guerra, del tosco trono de Belianzin, con el mismo Behanzin, que hubiera sido capturado para exhibirlo en jaula como otro Toussain Louverture; y que no valía la pena de haber vertido tanta sangre, y gastado veinte millones de francos, para recoger, en suma, como trofeos de la victoria, unos bastones con dioses pintarrajeados, un mono, y una negrita que da miedo con su vaporosa bata de seda azul.

Pero la inmensa mayoría del público aclamaba al vencedor, y el vencedor estaba allí, resquebrajado el semblante, enrojecidos los ojos, con la fisonomía tristona que se adquiere en la letárgica tierra de Dahomey, bajo la sombra pérfida que proyectan los árboles, de entre los cuales surge, produciendo escalofríos, el azarante sit sit del pájaro invisible, al pie de los pantanos, orillados con siniestras sonrisas de socarrones reptiles, que con lágrimas en los ojos y con los colmillos de fuera, esperan riendo la hora de matar...


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-¡Viva el general Dodds!

-¡Viva el VENCEDOR!

-¡Vivaaaa!...

Salido de todos los labios vibró en el anchuroso andén, ganó las afueras de la estación extendiéndose por todas las calles vecinas; en tanto que el victorioso caudillo era arrebatado triunfalmente por la multitud clamorosa.

Vimos entonces una cosa singular, que no estaba en el programa. Vimos una señora, de porte humilde, con un sombrerillo de paja ordinaria, ir de un lado a otro, desorientada, confusa, medrosa, preguntando a voces ¿Dónde, dónde se ha ido?... exclamando otras: ¡Dodds!¡Dodds!

La ovación se lo había robado. Por verle y abrazarle antes que nadie, hizo un penoso viaje a Marsella. Llegó, y la encerraron en la Prefectura, como si hubiera cometido un delito, como si el gran vencedor pudiera ser para ella otra cosa que su hombre; y allí tuvo que esperar pacientemente el desfile del mundo oficial, las ceremonias de ordenanza, el interminable vocerío de los vivas; allí, en un rincón, modesta y sola, ella que había pensado en él, durante la ausencia, por todos aquellos desconocidos que le aclamaban, y que en aquel momento hubiera dado a su general por su cadete de antaño, cuya posesión no le disputaba nadie y que no soñaba con más gloria que con la gloria de amarla, en el balcón, en la calle, en misa, en todas partes, al amor de la lumbre en invierno y a través de los campos floridos durante las breves tardes de la primavera amorosa. Y aquí, en París, cuando no había tenido tiempo de decirle nada, se lo quitaban también, porque ella no era mujer de mundo, sino aldeana que venía del campo a vitorearlo en silencio, con su sombrerillo de paja -¡y esa prensa parisiense, tan galante, que no suplicaba, sin embargo, que se lo dejaran a solas un momento!...


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De Le Temps:

«En el ministerio de Marina se efectuará mañana, en honor del general Dodds, un almuerzo de catorce cubiertos. La señora de Dodds, muy fatigada, no asistirá.»

-¿Sabe usted lo que pienso -observó mi amigo.- ¡Que más feliz que de generala estaba de coronela esa señora!

-Pues ¡esa es la gloria! No vayamos a Dahomey, amigo mío; no capturemos a Behanzín, ni cojamos monos, ni negritas con batas azules. Bebamos buen vino Borgoña y merendemos pescadillas en La Pesca Milagrosa!...