Huellas literarias/Crónica

Crónica

París, la gran bacante, bañada en Champagne y coronada de rosas, ha llevado de la mano a sus lindas hijas, las demi-mondaines, a manejar airosamente el trapo de sus toilettes del Grand Prix sobre el musgo de los prados que verdean en la inmensa explanada.

Pero el Grand Prix pasó como una ráfaga de la alegría, porque París se sorbe los sucesos como el mar los granos de arena.

Cuando hice diariamente, durante medio año, una crónica para El Liberal, me decían los amigos: -No sabemos cómo se las arregla usted. ¡Ya usted a dejar los sesos en las cuartillas!

Y yo les declaraba, sin pizca de vanidad, que tal labor no suponía para mí mayor trabajo, porque raro fue el día que no me dio París asunto para una crónica.

Es una ciudad enferma, la gran neurótica del siglo, y de los enfermos no falta nunca algo que contar. De niño solía pasarme las tardes subido a un árbol del Cojobal de Guayama. Un gran silencio lo invadía todo; y yo, con curiosidad infantil, me preguntaba, sobre la copa del árbol, mirando las techumbres de la villa: -¿Cuándo querrá Dios que pase algo en este pueblo?

Todo varía, todo cansa; y siempre que requerido por el suceso diario, que nunca falta, salgo a la calle, -mal humorado a veces, enfermo otras, invadido hoy por la tristeza de un infortunio,- preguntome al pisar el asfalto del boulevard: -¿Cuándo querrá Dios que no pase nada en este pueblo?


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La extraordinaria calma del asesino de la muchacha alegre de la gare Saint-Lazare, nos tiene encantados.

¡Aquella tranquilidad para dar un pase a la portera, después de dar en la habitación de la muchacha un metisaca tan brillante!... ¡Aquel salir pausado por el patio sin hacer caso de los vecinos!...

Sería una lástima -decía anoche una cocotte respetable- que prendieran y guillotinaran a un joven así, tan elegante y pálido... Y si lo pillan, y hacen, la barbaridad de matarlo, encargaré un sombrero adornado con plumas del bigote del pobre joven, y unos guantes de su cutis...

Decididamente es una gran persona. En estas postrimerías del siglo, no hay como ser canalla en alguna de sus muchas manifestaciones.

El público pide sangre y exterminio. Desea, en el circo taurino, que el toro mate al torero y que el leopardo devore al domador de las fieras que se exhiben en el anfiteatro. Resulta tan hermoso el poder decir luego ¡yo lo vi!...

No lo olvido, aunque han pasado ya muchos años. Un hombre, armado con un hacha, penetró en el escenario del circo de Rivas. El portero trató de impedirle la entrada y fue muerto de un hachazo. «Venid a mí, gritaba el hombre del hacha, yo soy el vengador de la sociedad y os partiré la cabeza.» Aquel energúmeno estaba loco... No hacía falta decirlo, porque sólo un loco de remate, puede sentar plaza de vengador de esta sociedad...

Un piquete de la policía lo mató en nombre del orden.

Este incidente arremolinó frente al teatro a todo el Madrid elegante... y momentos después se precipitó en sus localidades un público de mujeres distinguidas y de caballeros atildados.

En el suelo había dos cadáveres; una charca de sangre, aún caliente, a la entrada del teatro; y miembros ensangrentados aparecían aquí y allá sobre la tierra húmeda... Entretanto, el público aplaudía la marcha húngara de Towalskv. Estaba emocionado y contento. Le divertía que un hombre loco hubiera matado a un hombre cuerdo, y le divertía más que muchos hombres cuerdos hubieran matado a un hombre loco.

Pues bien; oyendo los elogios que se dedican «al elegante joven» que degolló a la alegre muchacha, no puedo menos de exclamar con envidia: ¡Quién fuera él!... Porque si no es usted asesino, tendrá por fuerza que ser asesinado; -¡y debe de ser tan interesante, además, eso de dar un tajo a una señora!

Siento mucho el no tener vocación a la carrera, porque es la que alcanza todas las simpatías del romanticismo moderno. Desearla, por lo menos, poder transformarme modestamente en serpiente... Sarah Bernhardt se desmayó en Nueva York al saber que se habían muerto tres víboras de su colección, y cuando volvió en sí gozaba con acariciar la piel de aquellas Bonafouxes, como las llamaría El Globo...


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Me fastidia que el Sr. Carnot haya suspendido su proyectado viaje a Bretaña, para hacer el cual habíanle preparado el célebre wagón-salón de Napoleón III, inmenso y suntuoso carruaje guarnecido de cobre dorado y con forros de terciopelo verde. Yo lamento la demora, a el aplazamiento, porque soy de los invitados, entre los corresponsales extranjeros a acompañar a Su Majestad, digo, al señor presidente, en su viaje a tierra de bretones, y ya estaba yo entusiasmado con la idea de ir, a lo Napoleón, en un coche así, de terciopelo y oro, para lo cual pensaba estrenar una pava o sombrero de Panamá (sin cheque) que me regaló un señor de Puerto-Rico.

Porque el caso es distraerse, y aquí no pasa nada como no sea la noticia de que Baïhaut se trata a cuerpo de rey y que en el registro de la cárcel está calificado de «buen sujeto», o, como si dijéramos, todo un caballero. Yo estoy avergonzado de que no me dieran un cheque y resuelto a robarme el primer istmo que se me presente; todo para vivir bien y ser persona decente.

Con el criterio de las calificaciones en el registro de la cárcel, no extrañaría que hicieran caballero de la legión de honor al señor marido cuya joven y monísima esposa se fugó con un monsieur Tender y doce mil francos además. Después de haber gastado el dinero del marido, y de haber cumplido con su esposa los deberes de la luna de miel, el Sr. Tender, procediendo como un caballero, restituyó la bonita muchacha al domicilio conyugal.

Ignoro si el esposo le diría: -Merci, monsieur.


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El conflicto con Siam me tiene sumamente preocupado. Si la cuestión no fuera con Francia, me inspirarían lástima los siameses. Porque son chiquirritines, amarillentos, de un mirar contra el gobierno. No creen en un Dios; pero creen en un elefante. Comen arroz con palito, beben té, fuman mucho y se pasean tranquilamente, frente al palacio real, en una gran plaza que se parece, a la Puerta del Sol. ¡Excelentes sujetos!

Es claro que pagan caros los vidrios rotos; pero ¿qué se le va a hacer? ¡Si no comieran tanto arroz con palito!... ¡Si no pasearan tanto por la Puerta del Sol de su tierra!...

Es la eterna historia de la lucha entre los fuertes y los débiles. Francia es humanitaria, tanto como la que más de las naciones, o, según lord Dufferin, mucho más que todas; pero Francia no puede sustraerse a las tendencias de la especie humana, que vive en guerra perpetua. Son graciosísimos los pensadores que se quejan de que Darwin hiciera descender al hombre del mono. ¡Si son los monos quienes debieron demandar de injuria y calumnia a Darwin! Porque los monos, como los más de los animales, no se atacan los unos a los otros.

Además: Francia tiene, según advierten estos periódicos, una misión civilizadora en Siam. ¡Voilá! No es posible contrarrestar la vocación de civilizar. Por civilizar hemos llevado a los annamitas el tablado de la guillotina cuyo tajo funcionó ya sobre el cuello de un indígena asesino. Lo mejor del caso, es que se dice aquí, con la mayor seriedad, que aquellos bárbaros están «encantados» con la herramienta. ¡Que rapidez y qué limpieza en la ejecución! ¡Y qué asombro el de los salvajes! Les parece mentira que no sean ellos los autores de un aparato así. Lo contemplan cariñosamente, y dicen con tristeza no exenta de envidia: -¡Cosas de París!... Son el demonio esos extranjeros...

El reo estuvo muy bien; tanto, que echó un discurso: «He matado, luego merezco que me maten. Me entrego a la justicia de los hombres...» Y salió tranquilamente con dirección al tablado. Diríase que sus ojos -advierte un periódico- buscaban con fruición el mortal cuchillo.

La cosa no era para menos; y yo creo que los bárbaros concluirán por echar instancias pidiendo por Dios que les lleven guillotinas y que los maten enseguida.

No le da tan fuerte al judío Wolf Buschoff, que ha querido sustraerse a la acción de la policía después de degollar «en honor de Dios», un niñito de cinco años que vivía en Cléves (provincia rhinana). Es cómodo el hacer méritos para con la Providencia, dando tajos en un cuello ajeno.

El mundo al revés. Los annamitas ejercen de europeos guillotinando en las plazas públicas, y los europeos ejercen de annamitas inmolando criaturas en honor de Dios. -¡Bien reiría Voltaire si resucitara!


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Si España es el país de las anomalías, París es la capital. Las más vulgares preocupaciones, aun en materia religiosa, tienen aquí un arraigo muy grande. Martes y treces son días y fechas nefastos. Derramar un salero, es un horror; equivocar las prendas al vestirse, es seguro indicio de una desgracia espantosa. Algunos vecinos de la place Vendome no salen de sus casas sin hablar un rato con la estatua de Napoleón I. He visto a uno de ellos echándole un discurso con el sombrero en la mano derecha, cuyo brazo se alargaba y recogía como el de un diestro cuando brinda el toro.

-¿Qué hace este señor? -pregunté a un guardia.

-Saluda. Es un aficionado a las glorias de Francia.

A otro caballero le sorprendí hablando con el frontispicio de la iglesia de la Magdalena...

-¿Estará malo, verdad?

-No, señor. Es una persona muy razonable, que pertenece a la secta de los fieles que no salen de casa sin echar un párrafo con la primera iglesia que encuentran.

Estupendo. Aquí donde se enseñó el ateísmo por principios, se enseña actualmente la superstición como en las márgenes del Orinoco. Los literatos, con ser quien son, no están exentos de la epidemia. A Lemaitre, según cuenta la crónica, no le sale la crítica si no se estira los bigotes. La preocupación de Bornier es más terrible; Bornier no puede escribir si no se pasa por la cabeza una rasqueta. Goncourt abre tamaña boca y mueve las mandíbulas, cuando escribe, como si estuviera tragando. Zola grita lo que da a luz y el suplicio de Datidet es horrible; tiene que «sonreírse maliciosamente mientras trabaja», aunque esté escribiendo una tontería.

Se asegura que un sabio alemán ha descubierto que las heridas que recibe un hombre al salir del baño son menos graves que las mismas heridas recibidas por él sin haberse bañado. No crea el lector que esta afirmación es un anuncio de los baños del Niágara: es sencillamente una preocupación más... para los franceses. Hace falta -advierte un periódico- que las tropas se bañen antes de empezar las batallas.

Por mí, que se ahoguen, pero me parece ridículo que un general diga al adversario: -No podemos empezar todavía, compadre, porque mis soldados están en el baño. Y que Mr. Fédée hubiera contestado al anarquista «que le puso el puño sobre la nariz»: -Déjelo usted para luego; perdone usted..., no me he hecho aún la toilette.

(Es seguro que el pueblo del Dos de Mayo recabó la independencia sin remojarla en el Manzanares, porque

«de los cuarenta para arriba
no te mojes la barriga»).

¡Qué decir, en fin, de los periódicos que auguran al emperador alemán grandes desastres, porque encalló al ser botado al agua el nuevo buque Hohenzollern!...

Leyendo tales necedades puede uno hacerse la ilusión de que está en la India bajo la divinidad de Budha.


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Y nada más de París, porque el cólera me tiene sin cuidado después de decirme el Sr. Monod que no hay tal cólera aunque se muere la gente.

Salí de la entrevista tan complacido como consolado. Pero de noche, dormido profundamente, tuve una pesadilla odiosa. Soñé que soplaba sobre París un airazo seco, viento del desierto, que empujaba enormes nubes de polvo, las que se deshacían sobre la ciudad en caprichosa lluvia de insectos microscópicos, cuáles amarillos, cuáles verdes, todos contrahechos en forma de ancla. La plaga se extendía poco a poco, ganaba mi barrio, mi calle, la escalera de mi casa, la puerta de mi cuarto... Quise gritar, y no pude. Uno de aquellos insectos se me había atravesada en la garganta. Quise cobrar ánimos, me acerqué a un barrilito de ron, que gasto para beber por casa, y allí, como saliendo de la boca, estaba un microbio, seco, petrificado, a la manera del odio en el corazón del rencoroso, mirándome de hito en hito, y moviendo su colilla de color de cuero con forma de ancla...

¡Ah! Olvidaba un acontecimiento importante. En la calle Montmartre descubrí a un Sr. Bonafoux.

Me enteré por la portera y mi alegría subió de punto. Era una adquisición, un sastre. ¡Dios me depara este pariente! pensaba yo al subirla escalera. Pero mi decepción fue grande. El Sr. Bonafoux, de la rue Montmartre, me participó que no había tal parentesco; que no tenía noticia de mi familia, ni de mí tampoco. Era otro Bonafoux.

-Pero, en fin, si usted quisiera hacerme una levita a plazos, hasta que pase «la crisis que estamos atravesando...»

No hubo caso. Aquel francés no puede ser pariente mío. Tiene el corazón de roca.


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De Madrid me escriben que el cadete Rodríguez será indultado, pero... «a su tiempo». Ya dice el gobierno, por medio de La Correspondencia, que no se puede pretender que se declaren ineficaces las sentencias de los tribunales más altos. «Más altos», tribunales más altos, ¡qué tontería! Los tribunales más altos pueden equivocarse, y se equivocan frecuentemente, porque se componen de hombres con todas las miserias, defectos e ignorancias propias de la humana especie. ¿Infalibilidad? la del Papa, para quien la crea. Aquí, es decir, en el cementerio del Padre Lachaise, está Lesourque, en severo mausoleo, con un letrero que, dice -«Víctima del más grande de los errores humanos.» Sus señas personales coincidían con las del asesino del mayoral de una diligencia, en Lyón, y un tribunal alto, muy alto, condenó a muerte al buen Lesourque, ¡y Lesourque fue guillotinado delante del verdadero asesino!... ¡Qué lucha ésta más horrible contra la tradición, contra la frase hecha, contra lo vulgar y rutinario! «La inmensa mayoría de los hombres -ha dicho Larra- parecen cortados por un mismo patrón, ordinario a la rústica.» -Declarar infalible a un señor que tal vez esté chocheando, o con disentería crónica, o molesto porque la criada no le dijo que sí... ¡Ah! Dios eterno ¡qué peste humana!


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Como novedad ha habido en Madrid un chubasco fuerte, con acompañamiento de media docena de truenitos, de los que llaman allí tempestad o ciclón... ¡cosa de risa!

Sin embargo se sacó el Cristo.

Es bestial en el siglo de Franklin la siguiente noticia de La Correspondencia:

«En muchas casas se encendieron velas para conjurar los efectos de la tempestad.»

Eso... ¡en Madrid!

Estamos, pues, como en Guayama cuando yo, de niño, me ponía una falda de seda de mamá, para que no me partiera un rayo.

Y está Madrid lo mismo que el año 1631. Entonces, y en la plaza mayor, hubo un incendio terrible; y en vez de sacar agua para apagarlo, los madrileños sacaron... los Santos sacramentos de las parroquias de Santa Cruz, San Miguel y San Ginés, y una porción de vírgenes, como la de los Remedios y la de la Novena, y se decía misa en los balcones, donde colocaron ad hoc los altares necesarios, y el fuego duró tres días y seguiría aún si hubiera habido entonces más casas que quemar.

Otra novedad celeste es que en Madrid se vive pensando en la salud de León XIII, que ya no tiene facha de persona. Es una arista, un suspiro, una sombra intangible. Todavía come: sopas, legumbres y pescado. Tiene mucho miedo a las corrientes de aire, y cuando sale de una habitación a otra le llevan enfundado, en una especie de calcetín de lana, dentro de una silla de manos herméticamente cerrada. El hombre, a pesar de ser Papa, y de tener de asistente al Espíritu Santo, se cuida, sí, señor, se cuida.

En fin, que por España no pasan siglos ni revoluciones. Seguimos comiendo garbanzos, durmiendo, en cuevas que se llaman silos y se inundan todos los años para que perezcan unos centenares de brutos; encendemos velas para evitar los rayos y contribuimos al dinero de San Pedro, no se nos muera ¡el pobre!