Homenaje al Libertador José de San Martín

HOMENAJE AL LIBERTADOR JOSE DE SAN MARTIN

Recopilado en "Estudios Históricos e Internacionales", de Felipe Ferreiro, Edición del Ministerio de Relaciones Exteriores, Montevideo, 1989

SEÑOR FERREIRO: Pido la palabra.

SEÑOR PRESIDENTE: Tiene la palabra el señor Senador Ferreiro.

SEÑOR FERREIRO: Hace pocos días debí aproximarme, a través del documento histórico, hasta muy cerca de la excelsa, de la gran figura americana en cuyo homenaje se realiza esta sesión del Senado. Una revista de Buenos Aires, honrándome altamente, me solicitó colaboración para su número especial de evocaciones sanmartinianas y tuve con ese motivo necesidad de refrescar y sistematizar mis lecturas sobre “el inmortal de los Andes”, efectuadas anteriormente con desorden en el curso de años.

Estoy todavía ahora, señor Presidente, bajo la impresión de deslumbramiento que extraje por saldo de este viaje intelectual, en cuyo recorrido por cierto, no eludí encontrarme con Pruvenona ni con Lord Cochrane, los dos memorialistas que después de haber servido a San Martín fuéronse a servir por la innoble causa de su descrédito.

Yo bendigo la hora en que me impuse la obligación de realizar esta severa revisión integral porque, como los egiptólogos – que suelen quedarse como extasiados ante la áspera piedra de los jeroglíficos, sin advertir que, mismo junto a ella, esperan indiferentes igual examen, ricas telas históricas, preciosos collares de obsidianas, maravillosas figulinas estilizadas – los estudiosos e investigadores del pasado americano tenemos el hábito – el mal hábito – de trabajar como datólogos, de prestar atención excesiva al detalle y no llegar nunca a la comprensión total de los personajes que más nos atraen.

No tengo empacho en decirlo, porque es la pura verdad. Yo, que si no he leído todo, he leído casi todo lo que se ha escrito (en obras que circulan, por supuesto) sobre “El Santo de la Espada”, y, que comencé a reconocerlo cuando tenía rubios los cabellos que ahora peino grises, no había tenido tiempo aún de percatarme, por la omisión del estudio crítico y de conjunto que recién acabo de realizar, de la hoy, para mi criterio, soberana estatura moral de San Martín; de su resplandeciente heroísmo militar y civil, de su americanismo ejemplar; de su abnegación docente; de su genio de estratega; de su respeto a la soberanía popular; de su pureza de administrador; de su personal modestia; de su energía, de su desinterés y de sus talentos.

San Martín fue en la guerra, de aquella estirpe inmortal de los héroes descritos como nadie por Guerra Junqueiro en la hondura de un verso: “Héroes de frente tranquila, ojos que alumbran, boca que manda”.

Sobre todos los demás Libertadores de América – sin excepción – tuvo en la iniciación el alto mérito de haber acudido libremente y viniendo de afuera a incorporarse a la causa de nuestra independencia continental. Y cuando lo hizo, además – nótese bien – debió de abandonar una posición prestigiosa en España, donde había crecido en años y en letras. Renunció a la certeza de un porvenir mucho mejor, a cambio de vagas posibilidades de reconocimiento y de éxito.

Los demás libertadores de América, inclusive Bolívar, - a quien no puedo nombrar, y menos en este recinto a esta hora, sin rendir a su memoria el tributo fervoroso de mi admiración – se comprometieron, aún sin saberlo ni pensarlo, en el incendio de la Revolución que había comenzado en 1810 por ser local y derivar de bandos igualmente respetables de Juntistas y Regentistas. En la forja se hacen los forjadores, como dice el viejo proverbio francés, “en forjant ont devient forjeron”. Ellos todos, el que más el que menos, así lo probaron. Pero el juicio histórico imparcial no puede, sin embargo, olvidar que entraron a la forja heroica en otras circunstancias. Llevados por el impulso de la lucha ya trabada, con sus pasiones, enconos y vehemencias. Se encontraron, es cierto, fatalmente, en el deber – previsto o no – de continuar adelante.

Muy otro es el caso de San Martín. Vino a América y a luchar por su independencia porque espontáneamente lo quiso. Nadie se hubiera acordado de él, ni aún, desde luego, para reprochárselo, si sigue en la Península; de igual manera que nadie recordó a sus hermanos y también distinguidos soldados, pero de la independencia española, Fermín, Manuel y Justo, nuestros compatriotas carmelitanos.

“El indeciso es mirado con desprecio” – escribió alguna vez Stefan Zweig y, completando su pensamiento, agregó: “Solamente los atrevidos, nuevos dioses de la tierra, suben en los brazos del destino hasta el cielo de los héroes”.

San Martín para mí está en el cielo de los héroes que dice el infortunado escritor vienés, pero no por atrevido, sino por iluminado, y la actitud suya que acabo de subrayar me justifica en el concepto histórico.

Pero, para mí, hay aún mayores motivos que el ya señalado para tener que ubicar en “el cielo de los héroes” a este hombre ejemplar, venido al mundo en las selvas misioneras. Refiero, señor Presidente, a dos características de la actividad pública de San Martín que también lo especializan a mi criterio sobre los demás Libertadores de América. La primera, derivada acaso de su educación de buen soldado, es la resistencia que opuso, siempre e inquebrantablemente, a participar de facciones y banderías políticas, resolución que tuvo ocasión de comenzar a revelar recién llegado a Buenos Aires, con motivo de la revolución de octubre del 12, en la cual se le vio aparecer, sí, apoyando al pueblo con sus “Granaderos”, pero decidido y dejándose de ello expresa constancia en la “Actas Capitulares” a no admitir de ningún modo que se le señalase entre los candidatos para la sustitución del Gobierno depuesto. La segunda de estas características, que vale tanto como decir expresiones particulares del pensamiento y la acción del General San Martín, consistió en su cuidadoso, su pulcro, su absoluto respeto por la libertad de los pueblos hermanos que tuvo la dicha de restaurar o puso en la vía de su Independencia.

San Martín no aceptaba bajo ninguna forma la “Intervención” extraña. Libertó a Chile, pero en virtud de sus instancias, el Supremo Director de ese Estado no fue él sino O´Higgins. Desembarcó en el Perú triunfalmente y con manifiesta repugnancia y por tiempo limitado – lo declara Monteagudo – se resignó a mandarlo para no disgustar a sus jefes divisionarios que lo exigían.

Señor Presidente: con su venia, y seguro además de la complacencia de mis colegas, me dirijo al señor Embajador de la Nación Argentina que nos honra con su presencia en el recinto, para expresarle que el Senado de la República, al rendirle a San Martín en esta fecha que actualiza para todo criollo su recuerdo inmortal, vibra estremecido de sincera emoción. ¡Eterna será su fama: Su nombre vivirá por los siglos, hecho luz en las fulguraciones estelares de la Cruz del Sur; armonía en el murmullo sinfónico de la selva tropical; religión en el espíritu de todos los hombres libres del Continente!


Discurso en la Cámara de Senadores el 16 de agosto de 1950