El Museo Universal (1869)
Gibraltar
de Nicolás Díaz Benjumea.


GIBRALTAR

Las cuestiones que envuelve la mera enunciación de la palabra que nos sirve de epígrafe, son tan varias, que muchas de ellas caen bajo la jurisdicción y tienen su natural asiento en una publicación del carácter de El Museo. Ya en el anterior número habrán visto nuestros lectores cómo la epístola del doctor Thebussem coloca en nuevo terreno la cuestión de Gibraltar, y de tal naturaleza, que sin ser políticos, y sólo con ser españoles estamos autorizados para tratarla. Aparte, pues, de la respuesta que antes de mucho daremos á la elucubración germánica de nuestro respetable amigo, ofrecemos en este número algunas curiosas noticias históricas y bibliográficas, que constituyen los antecedentes y la parte de erudición propia de este debate.

Ningún momento fue más oportuno que el presente para echar una ojeada sobre el origen y naturaleza del derecho de los ingleses á la posesión de Gibraltar, dar una breve noticia de los cercos puestos á esta plaza, y ofrecer un epítome bibliográfico comprensivo de las obras más importantes que se conocen referentes á esta antigua y ruidosa contienda. Y decimos que ninguna ocasiones más oportuna, porque no hay día en que no vengan los periódicos de Lóndres, llenos de comunicados y artículos tratando de la cesión de Gibraltar. Si, pues, los ingleses, á quienes convendría callar, hablan diariamente de este asunto, ¿con cuánta mayor razón debemos los españoles no perderle de vista? Por lo menos, ya que no pretendamos terciar en la cuestión política y lijar el tiempo, condiciones y bases del arreglo, en nuestro propio departamento y dentro de las condiciones é índole de nuestro semanario, cabe el mostramos celosos españoles, é interesados en que esta cuestión nacional se resuelva lo antes posible, presentando los datos históricos y los antecedentes más necesarios para formar una cabal idea de los orígenes, curso y actual estado del asunto.

ASPECTO JURÍDICO DE LA CUESTIÓN DE GIBRALTAR.

En las discusiones promovidas á consecuencia de demandas hechas por el gobierno español, el tono de nuestro lenguaje na sido el propio y correspondiente á quien, fundado en título bastante, reclama lo que le pertenece, y se debe, de razón y de justicia. A su turno, el de Inglaterra parece haber sido también el que empleara un poseedor de buena fé, con títulos legítimos para conservar su posesión, y disputarla en derecho. Acaso en lo sucesivo puedan repetirse estas discusiones, y por lo mismo no será inoportuno echar una rápida ojeada sobre estas alegaciones respectivas, teniendo especial cuidado de examinar la cuestión bajo el punto de vista en que ha sido considerada por los ingleses mismos, con lo que no seremos tachados de parcialidad.

A la muerte de Carlos II dos extranjeros se presentan como candidatos y pretendientes á la corona de España: francés uno, austríaco el otro. Apoyado el primero por su abuelo Luis XIV, y sostenido el segundo por su padre Leopoldo, emperador de Alemania. Inglaterra halló conforme á sus intereses sustentar la causa del archiduque Cárlos contra Felipe V, que ya cenia la corona de España, y entró en la grande alianza formada por varias naciones de Europa contra los españoles y franceses. En 1704, después de varios encuentros, ataques y movimientos de los aliados, después de haber dado el duque de Ormond el primer golpe á la brillante y floreciente marina española, tomando con ochenta naves veinte y tres que custodiaban la flota de plata, se presentó en el puerto de Gibraltar el almirante inglés sir George Rooke. Acerca del ataque de esta plaza, y victoria obtenida por los marinos ingleses, se ha hablado tanto y con tanta variedad, que nos parece lo más acertado trascribir las palabras de lord Mahon distinguido escritor británico, que concisamente lo refiere en un notable examen critico de la guerra de sucesión.

«Una flota inglesa al mando de sir George Rooke, teniendo á bordo algunos regimientos á la órden del príncipe de Hesse Darmstadt, apareció delante del Penon de Gibraltar. Esta celebrada fortaleza, contra la que han sido empleados en vano todos los recursos del arte militar, fue tomada tan fácilmente como si hubiera sido ciudad abierta en la llanura. La guarnición habia ido á hacer sus oraciones, en vez de hallarse en guarda. Unos cuantos marineros ingleses subieron á la roca. Los españoles capitularon y la bandera inglesa ondeó en las murallas de donde no han podido arrancarla las escuadras unidas de España y Francia.»

Esta breve descripción, en la que van subrayadas algunas palabras, necesita de algún comento, porque á vueltas de ciertas puntas de vanagloria, no hay ninguna que ménos favor haga á los ingleses, y aun deja entender como si el autor no estuviese muy satisfecho de la empresa militar de Rooke. Otros autores se han detenido en contar los días que duró el combate, la pólvora que se consumió, las balas que se arrojaron, y el ejército de ancianos, ciudadanos, niños y mujeres, que pudieron poner manos en la defensa; pero nuestro distinguido critico parece que con arte y adrede comienza por notar lo vano de los esfuerzos del arte militar, y concluye aludiendo al memorable y último cerco de 1782, para que campee, descuelle y resalte en medio de la casi fabulosa acción de ceder la famosa roca, no á un asalto de marinos, sino á un salto de marineros. No será ciertamente para llamar la atención hácia las nuevas máquinas sitiadoras del almirante, y si la fortaleza tenia fama de inexpugnable, en algo consistió la fácil victoria de los sitiadores. El historiador no lo oculta. La guarnición habia ido á hacer sus preces: la peña se tomó como ciudad abierta en la llanura. ¿A qué gastar pólvora y balas no habiendo enemigo? Si Gibraltar era inconquistable, semejó entonces á los escudos y armas fatadas por los dioses y magos de la fábula, que sólo podían tomarse por sorpresa, astucia ó abandono de sus señores. Si el soldado estaba en el templo, en vez de estar en la muralla, la roca invulnerable fue un Aquiles dormido y con el pie descubierto, que un niño podría herirle.

No: los soldados españoles no habían abandonado ni descuidado sus puestos; la guarnición no estaba haciendo sus preces. La verdad es que no habia guarnición, y así se explica la toma de Gibraltar. Don Diego ile Salinas, entonces gobernador de la plaza, contaba sólo con ciento cincuenta hombres, y la mitad de ellos visoños é inexpertos. Habia entre ellos seis artilleros! Demandas de suficientes hombres y recursos fueron hechas en tiempo y con insistencia por el gobernador, aunque sin fruto; y, siendo probable que esta situación traspirase, se comprende la oportuna aparición de Rooke delante del Penon, y su entrada como en ciudad abierta en la llanura. Inglaterra no cuenta este hecho entre sus glorias militares. Inglaterra se ha envanecido siempre de la posesión, nunca de la conquista, de Gibraltar, recordando acaso el dicho del mariscal de Saulx: yo me atrevo á tomar todas las plazas fuertes que no estén defendidas. Y asi no ha puesto en estatua al héroe que le regaló el baluarte de la monarquía.

Pero no es nuestro ánimo poner tacha ni censurar esta sorpresa. La guerra ha sido, es, y será, pariente dentro del cuarto grado de la piratería; y en el código que comprende la disimulación, la emboscada, el engaño y la astucia, como artes, cabe holgadamente un coup de main sobre una fortaleza desamparada: adversus hostem, etc. Los ingleses dirán, y con razón, que no fue culpa de ellos que el gobierno español no hubiese proveído en tiempo á las reiteradas demandas de Salinas; que el enemigo debe estar siempre apercibido, y que no estamos en plena época caballeresca, en que hasta un Fierabrás aguardaba á que Oliveros se armase para combatirle. Están en su lugar, porque la guerra es demasiado contemporánea de la barbarie, para que llegue á gustar de semejantes refinamientos Se delicadeza. Baste en abono de Inglaterra la discreción con que supo apreciar el hecho militar: Rooke acabó sus días casi oscurecido en su retiro, y siguiendo la ley de las afecciones que inclina á estimar en poco lo que poco nos ha costado, evaluó á Gibraltar en poco ó en nada, mientras se hallaba reciente el recuerdo de su adquisición y lagos de sangre bretona no habían corrido por la montaña del Estrecho.

Como quiera que fuese, á poca ó á mucha costa, soldados extranjeros ocuparon el Peñón á principios del otoño de 1704, tomando posesión del puerto en nombre del archiduque Cárlos III. La bandera izada sobre la columna del fretum Gaditanum fue austríaca y no inglesa, como dice el critico citado y refieren la mayor parte de los historiadores. ¿A qué iban los ingleses á España? A poner sobre el trono á un príncipe de Alemania; á ayudar y sostener sus pretensiones como aliados. Asi, el príncipe de Darmstadt, apenas puso el pie en la plaza, ordenó que se enarbolase la bandera de Austria; lo que visto por Rooke, mandó que la quitasen y pusiesen en su lugar la inglesa, tomando posesión en nombre de la reina doña Ana. El de Darmstadt guardó silencio, y sufrió este ultraje por las razones que no dejarán de adivinar los lectores. ¿Con qué derecho se hizo esta mutación de pabellones? Porque si cado uno de los aliados iba á adjudicarse una parte de las conquistas, era buen modo de servir la causa del archiduque. Holanda, Portugal, Prusia y Saboya con Inglaterra se habrían repartido la Península, semejando, no naciones que prestan su apoyo á una causa justa, sino nube de aves de rapiña que, so color de política alianza, erigen el pillaje en sistema.

Parecía natural y lógico que Gibraltar hubiese recaído en posesión del Austria, y que se hubiese tomado en nombre del archiduque, cuyos derechos sostenía la Inglaterra, y mucho más estando la nación española dividida en opiniones, y existiendo un gran partido favorable al príncipe Cárlos; pues, dudoso el éxito de la guerra, si la grande alianza hubiese vencido, Gibraltar no fuera nunca del dominio de los ingleses; de suerte que los aliados comenzaban por arrebatar posesiones á españoles que defendían su misma causa y levantaban la misma bandera.

Los actos de la guerra daban á entender que Inglaterra no iba como conquistadora. Las declaraciones oficiales no dejaban lugar á dudas sobre este punto. Cuando en mayo de 1705 llegó á Cataluña el conde de Peterborough expresó en su manifiesto: «que la reina de Inglaterra enviaba sus fuerzas á España para mantener los justos derechos de la casa de Austria, y no á tomar posesión de ninguna plaza en nombre de su magestad británica.» Aun interpretando esta conducta según el espíritu de las ligas secretas, las posesiones alcanzadas en la conquista debían ser sólo á título de prenda, fianza ó seguridad, nunca propiedad exclusiva y ad perpetuum. Asi se explica la longanimidad con que el pretendiente ofreció a Cádiz, Alicante, Gibraltar, Badajoz, Alburquerque, Valencia, Alcántara de Estremadura, Bayona, Tuy y Vigo, y en América Panamá, la Habana, la márgen septentrional del rio de la Plata y todos los puertos que en España ó en las Indias pudiesen conquistar los aliados.

Aparte del hecho mencionado de Rooke y de la entrada de lord Galway en Madrid en 1706, tomando posesión de la capital en nombre de la reina, contra lo expreso en los tratados, la primera noticia oficial que se tuvo del cambio de sistema apareció en el discurso de la corona leido por doña Ana ante las Cámaras el dia 6 de junio de 1712, en donde se decia: «El comercio del Mediterráneo y los intereses é indujo británicos serán asegurados por la posesión de Gibraltar, y el puerto de Manon con toda la isla de Menorca, que se ofrece dejar en mis manos.»

Y ¿dónde, cómo ó cuándo, se hizo esta oferta? Porque en la nota de las demandas hechas por su magestad británica en 5 de marzo del mismo año, esto es, tres meses antes de la composición del discurso, no habia idea, mención ni asomos de que Gibraltar y Menorca fuesen anexados á la monarquía inglesa. Claro es que esta apropiación fue una prima que se adjudicaban por la deserción de las naciones aliadas; una compensación que se hacían por haber sido igualados á los Holandeses en el preliminar de la paz de Utrecht, en punto á ventajas y franquicias comerciales. La grande actividad material y diplomática de aquella época, en que los informes más auténticos eran por lo comun contradictorios entre sí, no permite penetrar á fondo en la verdadera razón de estos cambios; pero no se andará muy lejos si se supone al interés propio el único gerente de estas transacciones.

Pero cualquiera que fuese el móvil ó causa de esta apropiación, el tratado que separadamente firmaron España é Inglaterra tres meses después del de Utrecht, ó sea en 13 de julio de 1713, parece que por completo legitimaba la adquisición. Inglaterra alcanzaba con él un titulo ostensible de su propiedad; pero este título en tanto es valedero, en cuanto se conforma con la intención y los actos anteriores y posteriores de los respectivos contratantes, y en cuanto hay en ellos la voluntad de aquietarse y ajustarse á sus cláusulas.

Considerando ante todo las circunstancias del momento, el tratado en que se cedía Gibraltar á los ingleses fue un expediente de carácter transitorio, como lo dan á conocer los motivos, las cláusulas, y la conducta posterior, de ambos gobiernos. Inglaterra repugnaba, y se oponía violentamente á una paz separada con el monarca español. El tratado de 13 de julio fue el recurso á que se apeló para popularizarla, pasando muy adelante en las concesiones; bajo la inteligencia y convenio recíprocos de que ni Mahon, ni Gibraltar y mucho ménos este último puerto, debería permanecer mucho tiempo bajo el dominio de Inglaterra. Un imparcial escritor inglés anónimo (anónimos fueron hasta ahora todos los imparciales) hace las siguientes reflexiones sobre este compromiso implícito. «A no haber existido esta reserva, a no haber dominado esta idea ¿cómo es posible que se concluyese y firmase un tratado de paz que trasfiriese el dominio perpétuo de la fortaleza, sin obtener el territorio suficiente en las cercanías para mantener á la guarnición y á sus moradores? Algunas leguas en la costa no habrían sido un gran sacrificio ni desventaja para los españoles, y fueran de incomparable utilidad para los ingleses; y omitida esta justísima exigencia hay grandes motivos de sospechar que se tuvo en vista, no perpétua, sino temporal posesión.»

Y en efecto, ¿cuánto no han echado de ménos los ingleses una pequeña porción de terreno con que subvenir á las necesidades de las tropas? No tenemos un pie de tierra, exclamaba impaciente Mr. Gordon, el gran panegirista de la infecunda, estéril é insalubre roca. La fisonomía de la posesión de Gibraltar refleja este espíritu, negando suelo y tierra á sus poseedores, y forzándolos á vivir encaramados en una escarpada sierra, á guisa de águilas y contra naturam.

Pero la conclusión del artículo 13 del tratado parece alejar toda duda de que no se trataba de cesión perpétua, porque en él se dice: «En caso de que en adelante conviniese á la corona de la Gran Bretaña dar ó enagenar de cualquier manera la propiedad de la dicha plaza, se establece que la preferencia de obtenerla se dará siempre á España antes que á ninguna otra.»

Esta especie de derecho de retracto que España se reservaba, como aplicado á una nación, ser colectivo que nunca muere, es como un testimonio visible y explícitode las condiciones é idea implícita de los contratantes; y revela que, conclusa la paz, se esperaba (como asi sucedió) que se volviese á tratar del asunto y de su devolución por medio de condiciones ménos onerosas para España, pasadas las circunstancias del momento.

Los derechos, pues, de Inglaterra sobre Gibraltar, y me valgo para su exposición del escritor citado, se reducen á los siguientes:

«Habiendo entrado en una guerra, en unión con otros poderes, para sustentar las pretensiones de uuo de los candidatos al trono de Espana, con asistencia de los aliados, inesperadamente conquistó para ella una fortaleza importante perteneciente á la corona aseguró para sí la posesión bajo un compromiso implícito de que dispondría de ella en lo futuro, mediante una compensación adecuada. El tiempo tal vez ha santíficado la usurpación; pero ¿cuánto clamaríamos contra la traición y perfidia de la Francia, si siguiera el mismo sistema y conducta, y quisiera, por ejemplo, bajo pretexto de ayudar á la independencia americana, apropiarte á Rodas, ó mientras ayudara á Holanda, se anexase el cabo de Buena Esperanza ó la isla de Ceilan.»


(Se continuará.)

Nicolás Díaz Benjumea.