Haciendo por Tetuán una jornada,
ocurriole a Mercurio la humorada
de conducir un mono a ver el cielo.
Cogiole, pues, al vuelo,
túvole allá una buena temporada,
y cuando al fin se le pasó el capricho,
puso otra vez en el nativo suelo
al venturoso trasplantado bicho.
En tropel acudieron sus iguales
a pedir al viajero
noticia de las cosas celestiales.
-Que nos retrate a Júpiter, (decían),
que a Júpiter describa, lo primero.
Tose el mono y empieza
la majestad pintando y la grandeza
de la suma deidad... No le entendían.
Habla después con religioso fuego
del amor y respeto que inspiraba...
Ninguno le escuchaba.
-Todo eso que nos dices
(interrumpió un tití), vendrá bien luego;
pero los circunstantes
quisieran más que refirieras antes
si tiene el dios azules las narices,
si es peludo, si es flaco,
si es de origen papión, o si es macaco,
si de patas con garbo se enarbola,
y hasta dónde se alcanza con la cola.
-Calla y no escandalices
(prorrumpió el orador): ¡habrá perverso!
¡Cola pone al señor del Universo!
El Júpiter que vi de rayo armado,
el poderoso numen que sentado
vi del Olimpo en el sublime trono,
en nada, en nada se parece al mono.
Ningún dios, grande o chico,
tiene un pelo de mono ni de mico.

Pero quien más no alcanza,
lo hace todo a su pobre semejanza.