Tantos y tales trabajos
hicieron pasar las fieras
al más inocente bruto,
a la pacífica oveja,
que a Júpiter hubo al cabo 
de pedir que discurriera
cómo buscaba camino
para aliviar sus miserias.
Júpiter le dijo: -Veo,
y harto de verlo me pesa, 
mansa criatura mía,
que te he dejado indefensa.
Para suplir esta falta,
elige el medio que quieras:
las armas que más te agraden, 
te dará mi omnipotencia.
¿Quieres que dientes agudos
en tus mandíbulas crezcan,
o que tus pies se revistan
de fuertes garras que hieran? 
-No quisiera yo, señor
(respondió la pretendienta)
cosa que me asemejara
a la raza carnicera.
-¿Será mejor que introduzca 
mortal veneno en tu lengua?
-No, que me aborrecerán
lo mismo que a las culebras.
-¿Quieres que te arme de cuernos
y a tu frente dé más fuerza? 
-No, que entonces, como el chivo,
no me hartaré de pendencias.
-Pues, hija, yo sólo puedo
salvarte de una manera:
para que no te hagan daño, 
preciso es que hacerlo puedas.
-¿Preciso? (la oveja exclama,
dando un suspiro de pena):
prefiero entonces a todo
mi flaca naturaleza. 
La facultad de dañar
gana de dañar despierta,
y por no hacer sinrazones,
vale más el padecerlas.
Júpiter enternecido 
bendijo a la mansa bestia,
y ella no volvió jamás
a pronunciar una queja.