En la profesión de Isabel

En la profesión de Isabel
de Clemente Althaus


«¡Y te vas, hija del alma!
¡Y me dejas, Isabel!
¡Y mis súplicas no logran
tus pisadas detener!
¡Ah! recuerda que en mi seno
nueve meses te llevé,
padeciendo al darte al mundo
la congoja más crüel:
Que güié en su primer paso
tu indeciso débil pie,
previniendo a tu caída
de mi brazos el sostén.
Yo esperé que a tus hermanas
ayudaras tú también
a ser báculo y consuelo
de mi lánguida vejez.
Ya podré sólo mirarte
de doble reja al través,
que mis ansiosos abrazos
querrán en vano romper.
¡Ay! espera breves años
a cerrar con mano fiel
mis cansados ojos tristes,
y podrás partir después.
Deja, deja que en la tumba
doble yo mi cana sien,
aunque al pesar de tu ausencia
más pronto la doblaré:
¡Oh tú que de mis amores
eres el fruto postrer,
no me dejes, hija mía,
no te vayas, Isabel!»
«¡Y te vas, oh dulce hermana!
¡Amadísima Isabel!
¡ah! recuerda que en la infancia
nuestro lecho el mismo fue:
¡ah! recuerda nuestros juegos,
en la plácida niñez
que miraba nuestra madre
con dulcísimo placer:
¡y la dejas ¡ay! ingrata
y nos dejas ¡ay! crüel!
¡Y es posible que el eterno
adiós último nos des!
No el estilo dulce rompas
que, mañana uniendo a ayer,
o iguala a nuestra dicha
día a día y mes a mes:
escucha nuestros gemidos
y nuestras lágrimas ve:
no nos dejes, dulce hermana,
no te vayas, Isabel».
Así te hablan madre hermanas,
llorando mares de hiel:
y la amistad a su ruego
el suyo junta también.
Y el mundo también te dice:
«¿dónde vas? los pasos ten:
en la edad de los amores
¿por qué me dejas, por qué?
Yo te prometo placeres,
yo grandezas te daré;
ganarás entre las bellas
de beldad insigne prez:
prenderás mil corazones
de tus trenzas en la red,
y en las salas, fulgorosas
con cien lámparas y cien,
al mirar tus atractivos
y tu regia esplendidez,
de amor morirá cada hombre,
de envidia cada mujer:
como leve mariposa
en un ameno vergel
volando de flor en flor
liba de todas la miel,
tal volará tu capricho
de un placer a otro placer,
sin que, tan varios cuan dulces,
falten jamás a tu sed.
Pero sobre tanta dicha,
pero sobre tanto bien,
te daré que ames amada,
que el bien de los bienes es.
Compara a la dulce vida
que te ofrezco y cumpliré,
la espantosa que te aguarda
bajo lúgubre pared,
en anticipada tumba,
en impenetrable Argel,
morada de penitencia
y de llanto y lobreguez.
En sagrada prisión guarde
un humilde parecer
sólo aquella a quien avara
de beldad natura fue:
mas en ti a cuya hermosura
entre todas el laurel
dar es fuerza, aunque la Envidia
de tus gracias sea juez,
es linaje de suicidio,
criminal insensatez
en un claustro solitario
tantas gracias esconder.
Aún es tiempo, incauta virgen,
aún es tiempo: el paso ten:
no traspases todavía
el terrífico dintel;
ve lo que haces y no sea
que, pesándote después,
un vínculo indisoluble
quieras en vano romper.
Ve las ledas muchedumbres
que en magnífico tropel
hoy presento a tus miradas
convidándote al placer.
¿Di, no escuchas los acentos
que te envían? vuelve pues:
no me dejes, bella niña,
no te vayas, Isabel».
Y tu madre y tus hermanas
y el amor y amistad fiel
y el placer, la vida, el mundo,
prosternados a tus pies,
todos, todos suplicantes
te repiten a la vez:
«no te vayas todavía
no nos dejes, Isabel».
Mas tú al mundo así respondes
con heroica intrepidez:
«vano mundo, te conozco
y ya tus perfidias sé:
no me engaña de tus pompas,
el falsísimo oropel,
ni me halaga de tus flores
el mentido rosicler:
ya sé que eres mar turbado
donde el humano bajel
vaga incierto, de las olas
y los vientos a merced:
sé que a tus crédulos hijos
jamás guardaste la fe,
que dulce miel nos prometes
y nos das amarga hiel;
que el amor con que nos brindas
agua de los mares es,
que nunca sed apaga
y más irrita la sed.
Amor verdadero busco,
eterno le he menester,
que ni los años le gasten
ni quepan dudas en él:
esposo darme no puedes
como el que yo me busqué,
aunque me dieras del orbe
el más poderoso rey.
Puerto seguro y tranquilo,
celeste asilo encontré
do nunca a llegar alcanza
de viento y onda el vaivén.
¡Mundo traidor! ¡falso mundo!
No al viento tus ruegos des;
te conozco, te desprecio,
y es tal por ti mi desdén,
que te juzgan mis amores
corto mezquino interés
para darte en holocausto
al que hoy recibe mi fe.
Y pues tu fango y peligros
trueco por tan alto bien,
sin un suspiro siquiera
te dice adiós Isabel.
¡No así a ti, madre del alma,
madre dulcísima, a quien
me ligan los dobles lazos
del amor y del deber!
¡Y vosotras, compañeras
de mi dichosa niñez!
¡Ay, mi madre! ¡ay, mis hermanas!
No mis ansias aumentéis.
No está en mí tener la planta,
irme es ya forzosa ley;
ved que es Dios el que me llama:
¿quién resiste a su poder?
Mas presentes noche y día
a mi afecto viviréis,
y al Señor de las clemencias
por vosotras rogaré,
porque un día nos conceda
que nos volvamos a ver
en los fúlgidos Palacios
de la mística Salem».


(1867)


Esta poesía forma parte del libro Obras poéticas (1872)