En la paz de los campos/Segunda parte/I

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

SEGUNDA PARTE


I

—Valroy—dijo Carmesy, cogiéndose familiarmente del brazo del Conde,—nuestras pipas hacen estornudar á estas señoras... Vámonos más lejos.

Y ambos se marcharon apoyados el uno en el otro como dos buenos amigos.

—Eso es, déjennos ustedes solas; todos los pretextos son buenos—exclamó la condesa Antonieta, incorporándose en su butaca y con la cara casi animada.—Jacobo y Bella nos han dejado ya... Me parece bien.

—Un instante—respondió Valroy volviendo la cabeza; nada más que un instante, querida amiga.

—Déjalos, hija mía—dijo dulcemente la de Reteuil, llena de beatitud;—tienen que hablar de sus negocios.

Pero la marquesa Adelaida apoyó á Antonieta y aprobó su reproche. Para todo había tiempo y no se debía dejar la mesa, así, inmediatamente después de tomar el café... ¡ Los negocios! Tiempo tenían durante todo el día...

Era aquella la táctica habitual de la Marquesa; no dar la menor importancia á esas cuestiones de dinero en que se ocupaban los hombres. Eso era vulgar é impropio de grandes señoras.

Con ese apoyo, Antonieta triunfaba de su madre, siempre débil, pero que dejaba decir, con las manos cruzadas en el vientre, contenta de vivir y de ver lo que veía.

Al que cuatro años antes le hubiera profetizado los sueños actuales, le hubiera tratado de loco incurable, y se hubiera encogido de hombros si alguien le hubiera dicho que un día vería reunidos en Valroy, alrededor de ella, en la misma mesa y en una misma intimidad, á su hija, casi curada por una serie de milagros, á su yerno, vuelto á una benevolencia general, á Jacobo, cada vez más tierno, y al marqués Godofredo, después de haber probado su lealtad, con su mujer Adelaida, aquel ángel, y su hija Arabela, aquella hada.

Era verdad que aquel resultado no se había obtenido de una vez; para llegar á él habían sido precisos una porción de hechos, peripecias y aventuras, en las que los Carmesy habían representado siempre el primer papel.

¡Cuánta razón había tenido ella, cuando acababan de llegar y todo el mundo les volvía la espalda, yendo hacia ellos á pesar de todo y procurando atraerlos y conquistarlos!

¡Qué bien había acertado cuando decía que la vuelta de aquellos nobles señores era una bendición para la comarca!

El Marqués (gran cabeza y hermoso corazón), había sabido desembrollar los negocios de Valroy... y á tiempo. Todavía le daba escalofríos el recordarlo... ¿Y — 123la Marquesa? No se podía olvidar que se le debía la resurrección de Antonieta, sencillamente. Parecía que la estaba oyendo decir á su hija la primera vez que las presentó mutuamente: Oh! señora, son todos estos olores los que ponen á usted enferma... Hay que tirar pronto todo esto y beber grog caliente...

¡Qué cara puso Antonieta!

—Y Bella? ¡Ah! ¡ Bella!... Era la alegría de las tres casas. ¡Cómo había pesado, con ser tan frágil, en el destino de Jacobo! Su nieto se lo debía todo.

A su lado, en su culto, había aprendido todos los refinamientos y todas las delicadezas, educado sus propensiones violentas y corregido su naturaleza salvaje.

Por el camino del corazón, Bella había penetrado en su mente y la había iluminado con nueva luz. Un poco paleto, á pesar de sus pretensiones de elegancia, ella le había desbastado y, sobre todo, había vencido su egoísmo y despertado su sensibilidad.

Era una hermosa victoria, que se perfeccionaría á su tiempo con una brillante manifestación del poder adquirido. Bella obtenía de aquel muchacho de dieciséis años sin saber ni conocimientos de ninguna clase, que se expatriase diez meses del año, y que siguiese, primero, los cursos de una universidad inglesa, después los de una alemana, luego que descubriese la América, y, por último, que visitase la Australia, sólo para complacerla.

El marqués Godofredo era el que había establecido ese programa. Bella se encargó de hacérsele aceptar á Jacobo y el mismo Godofredo á la de Reteuil. Antonieta no puso obstáculo alguno y el conde Juan no se opuso; el proyecto no le desagradaba, pues su hijo tenía necesidad de cambiar de aires.

Jacobo se marchó sin sentir más que separarse de Bella, pero se escribían sin cesar, y el día en que el joven escribió á su amiga la primera carta en inglés, fué para él de los más memorables.

Todos los años, en el mes de julio, volvía á Valroy, y, el segundo, tuvo la feliz sorpresa de encontrar grandes cambios; en su ausencia, los intransigentes habían transigido, y los inconciliables se habían conciliado; Carmesy y Valroy se daban la mano; su padre parecía contento y su madre gozaba de mejor salud. ¿Cómo era esto?... El invierno anterior y en una mañana de terrible helada, la marquesa Adelaida llegó á Reteuil á pie, sola y envuelta en una gran piel natural, y se hizo anunciar.

—¿Usted, á esta hora y con este frío? ¿Qué hay?— exclamó la castellana, alarmada al verla,— pues, realmente, hacían falta causas graves para hacer salir á una mujer delicada con aquella nieve endurecida ; pero Adelaida no era una mujer ordinaria. La Marquesa sacudió su abrigo de piel, en la que seguían agarrados los témpanos de hielo, y respondió: —No hay nada... sino que hace fresco.

La de Reteuil, más tranquila, se echó á reir.

—Fresco, eh? Sí, con diez grados bajo cero... ¿De modo que es una simple visita de amistad?...

—De amistad, sí... Pero más que visita, es un paso que doy para serle á usted útil...

La buena señora se alarmó de nuevo.

—Hable usted pronto; ya ve que hay algo...

—Si se quiere; pues bien, yo no sé expresarme bien y digo las cosas de prisa. Mi marido tiene amigos en París que conocen al Conde... El señor Valroy está en camino de la ruina...

Eh?... ¿Qué me está usted diciendo?... ¡ Juan !...

Después de todo, es posible. El vivir en París cuesta caro, sobre todo de cierta manera... ¿Y, entonces?...

—Mi marido cree que podría ser útil á usted y á su yerno... si éste quiere. Si mi marido lo propone es por usted, que es una buena amiga, y no por él, que no es nada simpático.

La anciana reflexionaba y una serie de observaciones recientemente hechas corroboraban las afirmaciones de Adelaida. Al cabo de unos instantes, respondió: —Hija mía, me alarma usted mucho y no sé qué hacer. Entre Juan y yo, sin haber enfado, reina cierta frialdad. No me hace confidencias y debo confesar que yo tampoco le consulto... ¿Tengo el derecho... el deber?... Voy á pensarlo.

—Piénselo usted—dijo la irlandesa de Australia.

Y, después de su vigoroso apretón de manos de costumbre, dejó á su anciana amiga.

La de Reteuil se quedó preocupada, pero profundamente agradecida por aquel paso en aquella mañana lúgubre, en la que los pájaros se morían de frío en los huecos de los árboles.

Unos días después, el conde Juan volvió á encerrarse en Valroy á pesar de la estación. Nunca su humor había sido más sombrío, y estaba abatido de tal modo, que todos á su alrededor tuvieron que echarlo de ver. La de Reteuil se atrevió á forzar la consigna que cerraba su puerta, y penetró en su cuarto.

Le encontró caído en un sillón, delante de una mesa cubierta de papeles, en los que había largas columnas de números. Era la confesión.

Vencido y agotado su orgullo, Juan recibió á aquella suegra intrépida, á pesar de la audacia de su entrada, con un gesto de quebrantada dulzura y una voz sin cólera y más bien dolorosa.

—¿Qué desea usted, señora?... Dispénseme usted...

No estoy bueno... Una jaqueca persistente... desde hace tres días...

—Juan—respondió la de Reteuil,—aunque entre usted y mi hija se haya roto todo lazo desde hace mucho tiempo, y aunque usted no me haya tenido nunca gran cariño, no soy su enemiga. ¿Lo cree usted?

Juan hizo un gesto de afirmación indiferente, y dijo: —Es usted demasiado buena para ser enemiga de nadie... acaso al contrario...

Se calló, no creyendo que tenía ya derecho para vituperar á nadie.

La anciana continuó, sin querer comprender: —Voy á sorprenderle á usted, pero sé de dónde viene esa jaqueca de angustia y de preocupación... Juan, parece que ha hecho usted en París operaciones desastrosas y que se ha dejado engañar y hasta robar. En una palabra, á estas horas Valroy está en peligro y su fortuna de usted más que amenazada.

Juan se levantó bruscamente y la fiebre de sus ojos aumentó...

—¿Quién le ha dicho á usted?... ¿Quién la ha enterado tan bien ?

—¿Qué importa, puesto que confiesa usted que es verdad? Ha debido usted decírmelo antes en confianza, y acaso se hubiera ahorrado la mitad del mal.

Juan la miró, sorprendido por aquella magnanimidad. La creía frívola y sin seriedad, siempre ocupada de sus placeres, ó de alguna chochez, y se revelaba buena, digna é indulgente y hablaba como amiga.

Y Juan, que hacía años guardaba secretos que le roían el corazón y se creía solo á la hora del naufragio, se conmovió hasta la médula de los huesos por aquella voz caritativa y aquellas palabras dulces.

Quiso darle las gracias, pero ella le contuvo con un ademán.

_No hablemos de eso... Hay alguien que cree poder serle á usted útil y que se ofrece. Acepta usted ese concurso, sin saber de dónde viene y con toda confianza? El interés que yo le manifiesto debe ser su única garantía.

—Alguien se ofrece ?—murmuró el Conde, que no era ya capaz de rebelión ni, siquiera, de resistencia.¿Es Carmesy, verdad?

—El mismo.

Juan vacilaba, sin embargo.

—Señora, he visto mucha gente en estos últimos años y he encontrado pocas personas desinteresadas y muchos falsos amigos. ¿No cree usted que los suyos?...

La anciana le interrumpió: —No, no temo nada. Esos son seguros. Se les calumnia porque son pobres, pero nadie ha podido nunca presentar una prueba. En fin, estando usted ahora cierto de mi ayuda efectiva, si hay necesidad—y recalcó esta última frase,— quiere usted aceptar que el marqués de Ollencourt le hable una hora?... Es hombre de buen consejo y que, según parece, conoce á las personas que le han engañado á usted. Su opinión debe ser oída; eso no compromete á nada.

Juan se entregó.

—Estoy en ese estado de desesperación en que el ahogado se agarraría á un clavo ardiendo. No discuto, pues... Que venga el Marqués; le recibiré, hablaremos y el porvenir dirá quién tenía razón.

—El Marqués fué, en efecto, y, en diez minutos, volvió al conde de Valroy como un guante.

Aquel diablo de hombre tenía realmente un encanto irresistible, cuando quería, y jugaba con las almas maravillosamente. En diez minutos, pues, conquistó á Juan, el cual, sin saber por qué, á las cuatro frases cambiadas, no dudaba ya de él y le abría su corazón.

A todas sus confidencias, Godofredo, que le oía con atención, respondía moviendo la cabeza: —Sí, ya sé, ya sé....

Y sabía, en efecto, como lo había probado desde el comienzo de la conversación citando nombres, fechas y hechos.

El Marqués salió del castillo acompañado hasta el camino por el conde Juan metamorfoseado y lleno de confianza. Las últimas palabras de Carmesy le tranquilizaron aún: —Es claro que ha sido usted robado como se robaba en este bosque en los buenos tiempos de mis antepasados... pero todo puede arreglarse. Permita á un viejo camastrón decirle que no entiende usted nada de negocios. Se ve que han abusado... Pero, ahora que quiere usted encargarme su defensa, el juego va á cambiar.

Aquí Godofredo hizo una pausa, miró bien de frente á su interlocutor y añadió: —Usted se pregunta, acaso, de dónde viene mi interés...

El Conde, á quien estas palabras hicieron caer en sus antiguas vacilaciones, hizo un gesto vago que no significaba nada; pero el Marqués continuó: —Mi interés es muy natural. Nuestros hijos se aman; mi hija no tiene nada más que sus pergaminos, pero éstos valen tanto como sus dos castillos de usted y las propiedades que los rodean. ¿Estamos de acuerdo?

Juan dió las dos manos á Godofredo y respiró profundamente, como si le hubieran quitado un peso del pecho. Ahora podía creer y dejar mecer su descuido en una confianza sin límites; había una razón y era plausible. Los Carmesy querían «encajar» su hija á Jacobo, el cual no pedía otra cosa. ¿Con qué derecho y por qué motivo iba él á rehusar?

En tales condiciones, era natural y explicable que el Marqués, ducho en los negocios, tratase de defender lo que consideraba como los futuros bienes de sus hijos. No había ya ni una nube.

A consecuencia de lo cual, se establecieron entre las dos casas unas relaciones, cordiales primero é íntimas en seguida. Hacía mucho tiempo que Reteuil estaba conquistado.

En verdad, el Marqués desplegó inmediatamente la mayor actividad en el servicio de su amigo. No se veía más que á él en el ferrocarril entre París y la estación de la comarca. Juan, dichoso de dejar hacer y de olvidar las cifras se dormía en su tierra, donde, por otra parte, ya no se aburría.

Después del Marqués había venido la Marquesa y había realizado por su parte un milagro más asombroso todavía. Había despertado á la condesa Antonieta de su eterno sopor y por un extraño caso de magnetismo ó de sugestión, la había obligado á vivir, á volver á la luz y al ruido, sin frasco en la mano ni jeringa de Pravaz en el bolsillo..

La había resucitado, galvanizado y, acaso, exorci zado; y aquella semidemente, convertida en lúcida, había vuelto á tomar contacto con los que la rodeaban y reconocido á los suyos.

La antigua criada, de dura fisonomía, guardadorade las tradiciones había querido protestar, pero Adelaida había obtenido que la pusieran en la puerta.

Después de tal victoria, era evidente que lo podía in tentar todo.

Por otra parte, la Condesa, como su madre, no poEN LA PAZ.—9 día ya pasarse sin Adelaida, y así lo confesaba. También había concebido una gran pasión por Bella.

Desde entonces, no se separaban, y como las reuniones eran en Valroy, pues Antonieta no podía aún andar por su pie, Juan, que seguía impresionable á pesar de sus cuarenta y dos años y se divertía con aquel roce continuo de faldas, cabelleras y mujeres excéntricas, empezó una nueva existencia entre Adelaida y Arabela, sin saber cuál de las dos le interesaba más.

La Condesa, rejuvenecida y vivificada, le mostraba una amabilidad desconocida hasta entonces. No sabía nada de aquellos apuros de dinero, pues, por un acuerdo tácito, le ahorraban una revelación que hubiera podido hacerle recaer en sus antiguos males.

Ya que renacía, había que dejarla renacer. Había rechazado sus visiones habituales y se dejaba llevar de sueños de un porvenir dichoso, olvidando el atavismo y sus amenazas y sin pensar ya en aquella muerte trágica que, por tanto tiempo, había creído suspendida sobre la cabeza de su hijo.

En otro tiempo le temía y le apartaba por esa causa; pero ahora que le veía de lejos surcando los mares y corriendo todos los días algún peligro, por un raro capricho mental y una extraña contradicción, tenía confianza en su destino y le consagraba, á través del espacio, un nuevo camino depurado de preocupaciones.

Arabela encarnaba la dicha futura de aquel hijo ausente; la Condesa la amaba por eso y porque veía en ella una especie de potencia caritativa que había llegado á tiempo para cambiar la faz de los acontecimientos y convertir en luz toda aquella sombra.

Estaba escrito que aquella muchacha sería acogida en todas partes como mensajera de felices pensamientos.

Tales eran las metamorfosis que había observado Jacobo la segunda vez que volvió de su viaje. Desde entonces, siempre encontró la misma serenidad y la misma confianza establecida entre las dos casas.

Aquella tarde, su padre y el Marqués conversaban apaciblemente, apoyados de codos en la balaustrada del terrado, mientras la Marquesa, la Condesa y la de Reteuil permanecían de sobremesa. Jacobo, con su amiga Bella, cada día más amada y, al parecer más amante, cantaba la alegría de las reuniones estrechas después de largas y lejanas ausencias.

Estaba el Vizconde alto y grueso, en la gloria de los veinte años, era ancho de hombros, como el conde Juan ó como el guarda Garnache, y tenía, como ellos también, grandes bigotes rojizos.

El contacto de los diversos pueblos le había dado maneras rudas; la costumbre de vivir solo y de no estar más que consigo mismo, daba á sus ademanes cierta decisión y cierta seguridad á su mirada. Había sufrido, sin notarlo, una serie de transformaciones, el joven indeciso habíase convertido en hombre práctico, y al frecuentar hombres libres había perdido cierta tiesura aristocrática.

Tal como era, no carecía de severa belleza. Había traído de sus viajes esa aparente serenidad de los hombres que han visto demasiadas cosas para asombrarse de ninguna; pero seguía, sin embargo, exaltado de cerebro y de corazón.

Cada vez que volvía, mirábale Carmesy con cierta inquietud, preguntándose, sin duda, lo que pesaría aquel corpanchón en la balanza de los destinos comunes...

Después se tranquilizaba pensando que aquel hijo no sería más listo que su padre, y que, en caso de violencia, tenía él aliados de buena talla. Al pensar esto sonreía.

Mientras tanto, Jacobo y Arabela, reunidos en un ángulo del terrado, hablaban lentamente, viendo caer en el bosque la ceniza morada del primer crepúsculo.

Bella, curiosa y sintiendo un placer con la turbación del joven, le decía: —Vamos á ver, ¿cuáles son más guapas, según usted, las americanas ó las australianas? Cuénteme usted sus coqueteos... Yo puedo oirlo todo, pues no he aprendido á leer en estos colegios de Francia. ¿Cuáles prefiere usted?

Jacobo se defendía, pero con cierta cortedad, como si no tuviera la conciencia muy limpia, y aseguraba que no sabía nada de eso y que, teniendo llenos los ojos con la imagen de Arabela, no había en ellos sitio para otras, aunque fueran fugitivas y efímeras.

Arabela movía la cabeza, riéndose y sin querer creerlo, y él, ante la mirada de aquella muchacha atrevida, se cortaba y balanceaba sobre los dos pies.

Había afrontado peligros y desafiado intrépidamente á los hombres; y ante aquella debilidad insolente, á la que hubiera podido retorcer con dos dedos, abdicaba su voluntad, su independencia y su orgullo de hombre.

Arabela estaba alta, elegante, ondulante, envol vente, felina y formidable; y cumplía lo que había prometido, pues de aquella extraña niña había salido una mujer alarmante.

Aparentaba amar á Jacobo de Valroy, y eran oficialmente novios. Todo el mundo lo sabía en diez leguas á la redonda. Pero había veces que acechaba al Vizconde con ojos nada bondadosos, como una pantera á su presa.

Jacobo era todavía demasiado rústico para poner en claro aquellos matices; no comprendía el juego misterioso de una mirada de mujer, y, como él la adoraba, se creía muy amado.

Mientras aquella admirable muchacha arrollaba entre sus dedos, como un cigarrillo, el alma de ese robusto y cándido mozo, unos pasos más allá, su padre, el genial Marqués, escamoteaba la voluntad del conde Juan para substituirla, con la suya. Era aquél un trabajo bien hecho. El noble señor decía: i —Valroy, es un negocio soberbio, ¿me entiende usted? La Modern Ahorro hará ruido en el mundo. Modern, sin o, en inglés, lo que seduce á las multitudes...

Sí, así es, y conviene usar todos los medios. Todo sigue lo mismo desde que, en 1784, el duque de Orleans puso de moda la anglomanía, los jockeys y las carreras de caballos... El Modern Ahorro, con capital social de cinco millones y la cuarta parte realizada... La renta vitalicia accesible para todo el mundo... ¡ Calcule usted! ¡Es una combinación asombrosa, querido !...

Diez por ciento de dividendo en el primer año y quince en el segundo... ¿Qué dice usted? ¡ Es increíble!...

Los que no tienen costumbre de hacer negocios y los espíritus malévolos dirán—parece que los estoy oyendo, que una cosa así no puede ser honrada... Déjelos usted decir. Ya conoce usted el Consejo de administración... Por algo es usted presidente, hombre de suerte... ¡Ah! Es un buen empleo de fondos para su mujer de usted y para la señora de Reteuil, sobre todo... sus sesenta mil pesos se reproducirán... Debía usted aconsejarle que nos llevase el resto de sus fondos líquidos... No puede encontrar cosa mejor; usted lo sabe, que ha estudiado las cifras y me ha dicho...

—Sí, sí—decía Juan, pero con acento poco convencido.

Todo aquello le aburría mortalmente. El Marqués, en efecto, le había sometido hacía tiempo un gran legajo lleno de números con totales locos; y él juró que se había enterado... ¡Ay! Si lo hubiera intentado, no hubiera comprendido ni jota, y, convencido de ello, no se había tomado tal trabajo, había declarado que todo estaba muy bien y aceptado una presidencia en la que no sospechaba que hubiese peligros... Como de costumbre, había dejado correr las cosas.

El Marqués continuó: —Sé que no tiene usted más que decir una palabra, y la de Reteuil tendrá un placer en escucharle. Amigo mío, es un medio de salir de apuros el que le propongo á usted... Es usted presidente del Consejo de administración... Se le dan, á ese título, doce mil pesos al año; sus capitales y los de su suegra, que es lo mismo, le producirán ocho ó diez mil... Eh?... La cosa sube pronto... Con eso se pueden pagar los intereses atrasados de las hipotecas, por grandes que sean, y aun redimir la prenda en poco tiempo... Piense usted eso.

—Ya lo pienso—respondió Juan ahogando un bostezo con la mano medio cerrada;—pero los negocios me fastidian, ya lo sabe usted, Carmesy; puesto que usted se ha encargado de los míos, ¿por qué diablo quiere meterme en nuevos cuidados?

—Por qué?—dijo Godofredo desempeñando su papel habitual; ¿por qué? porque quiero que mi hija sea rica cuando se case con Jacobo; porque deseo que nuestras casas sean grandes; porque y perdone usted esta flaqueza á mi amistad,—considero un poco su fortuna de usted como mía, y quiero emplear todas mis fuerzas y toda mi inteligencia, no sólo en conservarla, sino en aumentarla, engrandecerla y duplicarla...

— Amigo querido !—exclamó el Conde dando la mano al Marqués, que la estrechó sin reparo.

¡Carmesy! De su entrada en Valroy databa la ruina definitiva del Conde. La maniobra, de una gran sencillez en su audacia, había sido magistralmente conducida y ejecutada. El Conde estaba en aquella época entre las manos de diez ó doce acreedores cansados de esperar.

Debía á los unos los intereses, capitalizados hacía años, de primeras y segundas hipotecas, y á los otrossumas de dinero prestadas sencillamente bajo su firma... ¡pero á qué precio!...

Había recurrido á usureros proveedores ordinarios de la nobleza desmantelada; y estaba próximo el momento en que todos los acreedores reunidos iban á exigir la liquidación y la venta de castillos, granjas, bosques y tierras y á arrojar de allí al Conde despojado.

Carmesy le dijo: —¿Qué necesita usted? ganar tiempo. Mi adorable amiga, la de Reteuil, tiene sesenta y cinco años y, por desgracia, una salud delicada; su estado cardíaco nos preocupa mucho. Vendrá un día en que la heredará usted por su mujer, también, desgraciadamente, poco fuerte, y entonces podrá usted remediar el pasado.

¿Pero, hasta entonces?... Hasta entonces, conozco un grupo de hombres de negocios que le estiman y saben lo que valen, usted moralmente y sus haciendas financieramente; esos capitalistas se proponen comprar sus créditos y no exigen siquiera los intereses pasados, presentes y futuros, que se capitalizarán, sencillamente. Vendrán tiempos en que podrá usted pagar de una sola vez y quedar libre. Si esto conviene á usted, déme una lista completa de acreedores y déjeme hacer.

Valroy vacilaba todavía, sintiendo cierto escrúpulo.

—¿Quiénes son esos capitalistas?

—Ya lo sabrá usted; por el momento, debo callar sus nombres; por otra parte, en la transmisión de las hipotecas podrá usted verlo si quiere; espere quince días. ¿Qué arriesga usted? Sus acreedores están resueltos á extrangularle mañana. Los que yo propongo —aun admitiendo que yo me engañe sobre sus sentimientos no pueden hacerlo peor... Y gana usted tiempo.

—Es verdad—dijo el Conde.—Y dió la lista.

Cuando Godofredo la tuvo en el bolsillo, dijo aún: —¿Tiene su mujer de usted algunos bienes?

—Su dote; cuarenta mil pesos... Pero nuestras relaciones me prohiben...

Bah! Todo se arregla—dijo el Marqués dando media vuelta.

Vuelto á su casa, dijo á Adelaida: —Es preciso absolutamente reconciliar á Valroy con su mujer... Hace falta para nuestras operaciones.

En seguida, con su paso ligero, se fué á la granja de los hermanos Grivoize y de Piscop. En aquella época fué cuando se le vió con frecuencia en conciliábulo con ellos en algún rincón del bosque; la decoración era á propósito.

Cuando el Conde supo que era aquella sórdida familia la que compraba sus créditos, se quedó sorprendido y descontento.

— Gente del país!... Y cómo pueden?... Tan ricos son esos miserables?

Carmesy movió la cabeza.

—Esté usted tranquilo; no se sabrá nada... Ellos son los primeros que no quieren que se sepa...Ocultan su riqueza, y la prueba es que usted no la conocía. Es efectiva é inmensa. Hace cuatro generaciones que están acumulando, amontonando, enterrando, sin permitirse siquiera tocar su oro con la punta del dedo, por miedo de desgastar las monedas... Esos harapientos son consecuentes en sus ideas... Pero han conservado el respeto de sus padres á la nobleza y á sus señores. Lo que hacen por usted no lo harían por otro cualquiera; pero Valroy y Reteuil representan para ellos recuerdos hereditarios y son nombres sagrados.

Tienen todavía almas de siervos, y la prueba es que me veneran, á mí, que no tengo más que mis títulos...

Valroy escuchaba y acogía todas estas frases, expresamente llenas de incoherencia, con el mismo gesto cansado; Carmesy le aturdía.

El pobre Conde, envejecido y agotado por quince años de vida airada, aspiraba al reposo y al silencio.

Todo lo encontraba bueno con tal de que lo dejasen en paz aquel mismo día.

—Sí, amigo mío, me parece bien. Desde el momento en que usted lo cree así, está convenido.

Tales eran sus respuestas habituales. No había sido nunca de un carácter muy autoritario, y la conciencia de los errores cometidos en los últimos años acababa de deprimirle.

Presa fácil para las ambiciones que le rodeaban, aquel loco dormía tranquilo en la seguridad de que llegada á su término la hipoteca general en que se había convertido toda su deuda, sería renovada sin más que añadir los intereses atrasados.

Y, mientras tanto, acechando la tierra y las veletas del castillo y contando los días, el enemigo oculto velaba y preparaba su triunfo.

Si el Marqués insistía para que la de Reteuil entregase sus últimos fondos á aquella quimera fantasmagórica bautizada por él de «Modern Ahorro», era porque quería que Reteuil, después de Valroy, fuese tomado por asalto con una compañía de alguaciles por vanguardia.

Era preciso que la anciana no estuviese en posesión de un dinero líquido que le permitiese intervenir en la ruina de su yerno, socorrerle y, acaso, salvarle.

Inmovilizados y perdidos aquellos cien mil pesos que representaban próximamente la suma de sus valores negociables, la castellana estaba también desarmada y reducida á préstamos sobre sus tierras, como aquel á quien querría ayudar.

Los cálculos habían sido escrupulosamente hechos, las mallas se apretaban y el Conde tenía aún delante de él unos doce meses de estúpida seguridad.

La hipoteca terminaba á los cinco años y habían pasado cuatro. Tenía promesas de renovación y hasta palabras de honor, pero eran las de los Grivoize y los Piscop, á las cuales, para mayor garantía, se había añadido la de Carmesy. ¿Qué arriesgaba con todo esto?

¡Pobre castellano desposeído, que seguía soñando con un porvenir dichoso, cuando todo crujía ya bajo sus pasos de sonámbulo!

Juan dijo al Marqués: —Aceptemos esa colocación, si usted cree que la operación es buena... Consiento en principio, pero hable usted mismo á mi suegra y decídala; en usted tiene más confianza que en mí...

Después de decir esto, el Marqués y el Conde volvieron á reunirse con las señoras en el gran comedor, que estaba al mismo nivel que el terrado.

Jacobo y Arabela, entonces, arrancándose también á su conferencia, se les reunieron silenciosamente.

Caía la noche, ya obscura, y borraba los horizontes próximos...

En torno de las lámparas, á las que iban á quemar sus alas las mariposillas reanimadas por la noche, se estableció una conversación llena de confianza é intimidad...

Jacobo se levantó lentamente, se acercó á la pared y descolgó una trompa de caza; después, acercándose en la sombra, con los carrillos inflados y el cuerpo echado hacia atrás, lanzó al espacio, con sus pulmones vigorosos, una ruidosa llamada que saludó á la luna.

Ahora tocaba mejor que su padre, cuya fuerza estaba cansada.

La tocata subió por bosques y colinas, y se extendió llenando con sus ecos las aldeas para advertirles que allá, en las alturas, los castellanos manifestaban, como en los antiguos tiempos, su presencia molesta y su orgullo de vivir.

Aquel toque de trompa tuvo dos resultados diversos por una parte despertó el odio y por otra el amor.

En la granja de los Grivoize, alrededor de la larga mesa de un comedor bajo y ahumado, amos y criados acababan de cenar. Eran unos treinta, entre hombres y mujeres, aplastados en sus asientos por el cansancio de un largo día de trabajo: rudas caras de viejos, de mujeres mal alimentadas, de jóvenes de ojos duros; fauces de lobo, hocicos de zorro, cabezas acarneradas y perfiles de aves de rapiña; mezcla de humanidad y animalidad en unos cerebros astutos ú obtusos por las ambiciones, los rencores y la escala de pasiones naturales, cuya primera nota es el instinto del robo y la última el del homicidio.

También había niños, pero sucios, sin gracia, rabiosos y desmedrados, que se zurraban por los rincones.

Circuló por la mesa el aguardiente y las caras se inflamaron. Los dos hermanos Grivoize, que se parecían hasta confundirse, bebían metódicamente y á traguitos, saboreando el alcohol y reteniendo el sorbo.

Piscop vaciaba su vaso de un trago.

Sus hijos y sus sobrinos le imitaban porque era el grande hombre de la familia, el más robusto, el más imperioso y el que siempre tenía razón.

Sus hijos eran Gervasio y Anselmo; sus sobrinos, Timoteo, Antonio é Hilario; los dos primeros por Grivoize el mayor, y el tercero por Grivoize el menor.

Todos aquellos mozos variaban entre quince y veinte años y eran ya temibles. Pero los Piscop, Gervasio y Anselmo, aventajaban á sus primos en estatura y en educación.

Estos dos eran caballeros, á pesar de su orígen, y tenían el uno y el otro un certificado de estudios en el cajón.

Con todo su saber y sus trajes de paño, los dos Piscop vigilaban ásperamente sus tierras y se les veía, á caballo, el sombrero sobre los ojos y látigo en mano, símbolo ya excesivo, pasar y repasar por los campos en que trabajaban los jornaleros en tiempo de la recolección.

Si un brazo flaqueaba, si la fatiga suspendía el trabajo de alguno, sus voces resonaban furiosas para amonestar á los trabajadores con chasquidos de látigo.

— Canalla!¡ Holgazán !... Te pagan para no hacer nada?... ¡Espera un poco!...

El obrero, entonces, volvía á su labor şin decir nada y sudaba al sol, como el siervo de la gleba en los tiempos feudales.

Y, sin embargo, los Piscop y los Grivoize eran republicanos á su modo.

Fuera de Reteuil y de Valroy, eran dueños de todo el término.

Si algún obrero les desagradaba por sus opiniones liberales ó por algún vago intento de fugitiva rebe—lión, le echaban con una palabra ó con un gesto.

Y aquel hombre, que tenía su cabaña en el país y, dentro de ella, su mujer y sus hijos, no encontraba ya empleo para mantener á su gente.

Si intentaba emplearse más lejos, Grivoize ó Piscop, al firmarle su cartilla, ponían en ella sin decir nada un signo masónico, y los Piscop y los Grivoize de las granjas lejanas, fuera del término, al ver aquella señal, rehusaban al obrero.

Este, entonces, no tenía más que vender su pedazo de tierra, que Piscop ó Grivoize compraban en seguida, y expatriarse hacia las aventuras indefinidas.

De este modo eran marcados los trabajadores insumisos, los enemigos de la Iglesia, los habladores _sospechosos de socialismo y los poco ó demasiado republicanos, según la medida.

Porque los ricos labradores de aquel rincón de provincia detestaban á los nobles, pero también á los harapientos, y encontraban de buen tono invitar al cura los domingos.

Mezcla obscura y criminal de los más bajos instintos y de las más audaces ambiciones, aquellos campesinos enriquecidos hacían excusable con su insolencia el orgullo de los nobles, más accesibles al menos á la piedad de los seres y muchas veces exentos de aspereza en sus transacciones, cuando no demasiado, como el conde Juan.

La tocata lejana salida de Valroy, fué á interrumpir bruscamente y á cubrir el ruido de aquellas voces groseras, que se callaron. Todos apercibieron el oído con las cejas fruncidas.

—Escuchad—dijo Piscop con horrible sonrisa,—escuchad los niños se divierten.

Grivoize, el viejo, movió su cabeza gris y dijo haciendo á su vez un gesto: —Dejadlos cantar... Hoy es la trompa; mañana recibirán la trompada...

— Bravo!—exclamó el hermano menor.—Eso está bien dicho.

Piscop se dignó aprobar, lo que era raro, y aquella aprobación envalentonó al chistoso, que siguió diciendo, cada vez con más ingenio: —Es la trompeta del juicio final.

Sonó una carcajada general. Aquel viejo zorro tenía buenos golpes y sus ocurrencias se celebraban en el pueblo.

Pero Gervasio, repentinamente encolerizado, dió en la mesa un formidable puñetazo y gritó con la cara roja: Ya le oís!... Nos desafía delante de ella... Esto no puede durar; yo os lo digo...

—Hijo—advirtió Piscop con severidad,—muy alto hablas.

El joven se inflamaba más y más.

—Hablo alto, padre, es verdad, pero es que me falta la paciencia. No creo, además, desagradar á usted maldiciendo al castillo... Esa gente hace demasiado ruido... y eso estaba bien en otro tiempo... pero ahora...

Además, no están siquiera en su casa, sino en la nuestra... y si quisiéramos...

—Paciencia—dijo Grivoize el menor,—todo llega á su tiempo; hay que esperar.

Se quedaron callados, pero Gervasio volvió á decir: —Esperar!... Y mientras tanto él le hace el amor; ya ha vuelto de su viaje, y el mismo Carmesy confiesa que no sabe cómo alejarle... Lo tratado es lo tratado, y es muy natural que todo esto me ponga rabioso...

Piscop, que era débil con Gervasio porque le recordaba su juventud, le habló de nuevo con voz menos ruda: —Puede que tengas razón; pero piensa que cada día que pasa aumenta su deuda y los arruina un poco más... Luego, hay los plazos legales... Dentro de un año serás satisfecho.

—De modo que tengo que sufrir durante un año...

Sé yo lo que hacen allá arriba? No estoy seguro de ella... Me desprecia en sus adentros como os desprécia á todos... Después tendremos nuestro desquite... si no se escapa con él..

—No—dijo Piscop ;—son míos. Además, si esa joven no te ama, tampoco á él. No ama á nadie más que á sí misma. Quiere ser rica. Tú tienes dinero porque eres mi hijo.

—Ya puedes correr detrás de ella—dijo Anselmo, el más celoso y envidioso de todos.—Si la atrapas éstarás arreglado. A pesar de tus humos, te llevará con un látigo, amigo.

Gervasio miró á su hermano de reojo.

—Eso ya lo veremos; ya sé que deseas mi desgracia, porque querrías mi puesto á pesar de tus dieciocho afos.

—Ya creceré—respondió Anselmo en tono tranquilo.

—Haya paz, hijos—exclamó Piscop, que no permitía las querellas.

La tocata se prolongaba, unas veces triunfante y otras triste, por los bosques taciturnospipa Gervasio rompió entre los dientes el tubo de su de barro, escupió los pedazos en las losas y salió furioso. Los viejos se encogieron de hombros; Anselmo, Antonín, Timoteo é Hilario se rieron astutamente; la cólera de su hermano y de su primo les regocijaba el alma. En aquella feroz familia no había más que disentimientos.

Piscop dijo, en medio de la atención aprobatoria de la asistencia: —Está loco; la australiana se ha apoderado de él.

Y, sin embargo, no es digno de lástima. La tendrá, y, con ella, la tierra y los pergaminos, lo que es un lindo sueño para el nieto de mi padre. Hemos trabajado para él...

Las mujeres quitaban la mesa en silencio y los chicos se dormían en los bancos.

Por las diversas frases cambiadas en aquella mesa de campesinos, que seguían grasientos á pesar de ser ricos, se deducía de nuevo en todo su esplendor el plan de Carmesy.

Siguiendo su consejo, habían comprado los créditos de Valroy, reunido en sus manos todas las hipotecas y dejado correr los intereses: al cabo de cinco años no tenían más que reclamar su dinero ó el embargo del objeto empeñado, es decir: del castillo y de sus dependencias. Estrangulado de una sola vez el Conde estaba perdido.

Mientras tanto, el Marqués se estaba ingeniando por despojar todavía á su buena amiga la de Reteuil, pues los Carmesy, Grivoize y Compañía tenían el apetito bastante abierto para comerse dos propiedades.

¿Pero cuál debía ser la parte del instigador, del director de escena, del inventor, en una palabra, de la combinación?

Nada ó casi nada: en primer lugar el dominio de Valroy para su hija, que iba á casarse con Gervasio Piscop.

A los ojos de Godofredo, en punto á casamiento des' igual, un Piscop valía tanto como un Valroy, y un Piscop rico valía más que un Valroy pobre. Transmitiría á Gervasio legalmente su título y sus armas; Gervasio Piscop se convertiría, gracias á él, en marqués Piscop de Carmesy—Ollencourt; la descendencia olvidaría á Piscop y se restablecería la raza.

Ese título y esa nobleza antigua debían pagarse muy caras, y aquellos paletos republicanos, que así lo reconocían, no habían regateado; Carmesy viviría en Valroy con su hija, y, además de su parte líquida considerable, se reconocía á Arabela un importante dote.

Adelaida había exigido regalos que valían una pequeña fortuna.

Todo estaba convenido y arreglado entre las dos familias; lo que no impedía que los nobles herederos de los cruzados de Antioquía y de los reyes de Irlanda continuasen sus papeles de amor y de amistad con las víctimas designadas que no podían comprender ni defenderse.

Arabela se obstinaba en representar su personaje de enamorada llena de caprichos; Adelaida siempre franca y leal conservaba sus ojos claros é ignorantes de malos pensamientos.

El secreto estaba bien guardado y la conspiración seguía circunscrita á la granja y la Villa Rústica, entre las cuales eran muy raras las relaciones para no dar pretexto á la más ligera sospecha.

Gervasio, pues, tenía derecho á considerarse el prometido de Bella, y soñaba con ello día y noche, pero no debía buscarla, y si la encontraba, debía pasar de largo después de un saludo tieso.

Pero aquella noche, mientras la trompa de Jacobo llenaba de graves armonías ó de cantos de victoria el silencio y la paz de las llanuras dormidas, aquel paleto tan poco desbastado, aquel mocetón rudo y feroz, EN LA PAZ.—10 loco de amor por la joven de los ojos verdes, apretaba los puños con la cara vuelta hacia aquel castillo que iba á ser suyo y en el cual el enemigo de su raza, convertido en su enemigo personal, envolvía en ternura inefable á la futura esposa del hijo de los harapientos.

A la misma hora, en el pabellón del guarda la escená era diferente.

La casita estaba lo mismo que en los tiempos ya lejanos, en que el conde de Valroy llevó á ella con gran ceremonia al heredero de su raza para ponerle en los brazos abiertos de la fiel nodriza Berta Garnache, joven en aquellos tiempos de una gran belleza.

Pero sólo la casa no había cambiado.

Regino más seco y más curtido que nunca, tenía ya las sienes muy canosas. Berta no era más que una masa movible, que no recordaba nada el pasado. Sofía estaba todavía más fea que en otro tiempo; y José era un hombre tranquilo, silencioso, resignado y muy dulce.

Un día le dijo su padre: —Y bien, muchacho, has conservado tu amor al bosque? ¿Quieres ser guarda como tu padre, tu abuelo y todos los Garnache conocidos en lo que alcanza la memoria?

José dijo que no tres veces con la cabeza.

—No, padre, podrá ser bueno estar al servicio del conde Juan, pero el vizconde Jacobo será un mal amo.

He renunciado.

—¿Qué vas á hacer entonces?

—No lo sé... Quisiera estar aquí con los que quiero; pero no veo en qué voy á trabajar. Si tuviera un pedazo de tierra, la cultivaría sin buscar cosa mejor...

Pero usted está demasiado ocupado en proteger la tierra de los demás para haber pensado en tener una.

—Verdad—dijo Garnache ;—no tenemos nada más que un poco de dinero que es de tu madre.

—Entonces—respondió José, —me iré á la ciudad para aprender un oficio.

—Harás bien—dijo Berta ;—no tienes nada que hacer aquí.

—Hará mal—replicó Sofía ;—cada cual debe vivir y morir donde ha nacido. Y, además, nos quedaremos sin hijo.

Esta vez Berta no respondió.

A un kilómetro del pabellón, había una cabaña de techo de paja y rodeada de jardines, cuyas flores eran cultivadas por un buen hombre, el tío Balvet. Había sido en su juventud jardinero de los castillos y ahora, en su casita, llamada el Vivero, era horticultor y seguía plantando esquejes y casando plantas.

Tenía un hijo casado en la ciudad, que iba á verle de vez en cuando con su mujer y su hija Clara, y cuando esa familia pasaba en su carricoche por delante de los Garnache, cambiaban un saludo.

Cuando Clara tenía quince años, perdió en un mes á sus padres, que murieron de la misma enfermedad.

Y entonces el abuelo Balvet fué á buscar á su nieta y se la trajo al Vivero, triste, con los ojos enrojecidos y vestida de luto.

Clara vivió allí dichosa y, poco a poco, sintió endulzarse su pena, ya que no se consolase. Por aquellos días iba á cumplir José dieciocho años.

Era Clara poco bonita de cara y más bien melancólica de aspecto; sus duelos repetidos aumentaban aún su melancolía. Su cutis pálido y sus facciones irregulares no atraían las miradas; pero tenía unos ojos de tal dulzura y de tal caridad, que solamente con mirarlos había que ser bueno. Eran ojos de santa y Juan se enamoró de aquellos ojos.

— 148Hay que añadir que la joven era seductora de cuerpo, alta y noblemente formada. El trato diario entre aquel vecino y aquella vecina tomó un encanto dormido.

El pabellón y el Vivero eran los dos únicos techos visibles en un trayecto de un kilómetro; el bosque los rodeaba y los enterraba en su verdor. Desde los jardines del horticultor se veía levantarse como una barrera en el horizonte la espesura de los grandes árboles, encinas y olmos de grises troncos, y, detrás de ellos, como un resplandor rojizo, los pinos de troncos delgados semejantes á cañones de órgano.

Los conejos del bosque hacían incursiones en los cuadros de flores del viejo, que se desesperaba. Pero no ponía lazos por respeto á la vida.

Todo alrededor no había más que la agreste profundidad en la que el hombre no es más que un pasajero.

En la carretera no había ninguna taberna, ninguna rama colgando sobre una puerta abierta para detener al viajero, que pasaba por aquellos retiros sin verlos siquiera.

Reducidos así á ellos mismos y sin distracción alguna, los jóvenes, taciturnos por naturaleza, meditabundos y sin gran ocupación, pasaban los largos días en silenciosas entrevistas al azar de sus encuentros, al lado del pozo ó en el borde del camino, ó pensaban silenciosamente el uno en el otro con la misma dulzura de sentimientos.

Eran tan sencillos, que no se reparaba en ellos, y á nadie se le ocurría sonreir al ver aquel mocetón eternamente parado delante de aquella muchacha.

Ahora bien, cuando se trató de que José dejase el país para ir á buscar fortuna en otra parte, tuvo necesidad de advertírselo á su amiga.

Y lo hizo una mañana, con algún embarazo y buscando las palabras, pues temía disgustarla.

—Clara le dijo, las contrariedades empiezan...

Eramos camaradas y teníamos costumbre de vernos todos los días á todas horas, lo que era para mí una gran alegría... Pero la vida es la vida y hay que saber ganar el pan. Estoy obligado á dejar la comarca, pues no sé qué hacer de mis dos brazos, teniendo, como tengo, veinte años.

La chica le dejó hablar sin interrumpirle y sin que pareciera alterarse su placidez habitual. Acaso, sin embargo, palideció bajo la capa de sol que obscurecía su cutis.

Cuando José se calló, Clara bajó la cabeza y miró maquinalmente al suelo. Por fin hizo un esfuerzo; su dura garganta se levantó con un gran suspiro, y pudo hablar: —He perdido mi padre y mi madre; era preciso que tú te fueses sin saber siquiera si vas á volver... Debe ser que he venido al mundo para ser desgraciada, pues tú eres mi único amigo... ¿Cuándo te vas?

—Puede ser que á fin de este mes.

—Bien... de aquí á entonces, tratemos de vernos más á menudo.

Clara, razonable, se resignaba, encontrando justo, en efecto, que José trabajase; pero cuando le dejó aquel día, sus ojos inmensamente dulces, estaban también inmensamente tristes.

La joven se volvió á su casita enterrada en rosas; los vidrios de las estufas brillaban al sol hasta deslumbrar la vista; en los cuadros de flores, en los espaldares y en los arbustos, la flora cantaba en mil colores en medio de los verdes y de los rojos morados; una bandada de pájaros se perseguía con ruido por las ramas; todo respiraba alegría.

Clara entró consternada. Su abuelo la miró y dijo en seguida: —¿Qué hay? ¿qué pasa? No tienes tu cara ordinaria.

Clara respondió, sin pensar un instante en ocultar sus pensamientos: —José se va...

El anciano no se asombró tampoco de aquella confesión ni de aquella pena que revelaba el amor.

—¿Por qué se va ?—preguntó.

—Porque no encuentra aquí trabajo y ya tiene edad de ganarse la vida.

El viejo reflexionó y dijo después de un rato: —Le quieres mucho?

Clara se ruborizó, y, confiando en que aquel buen anciano la adoraba, se atrevió á decir: —Le amo.

— Hace mucho tiempo?

—No lo sé; lo he descubierto hace un momento, cuando me ha dicho que se iba.

—¿Y él?

—Creo que también me ama.

—Bien... bien... Es un buen muchacho... El padre es un hombre honrado; la madre un poco chiflada..pero son buena gente... y tienen dinero ahorrado... Garnache me lo ha dicho... La cosa se puede arreglar, y dentro de dos ó tres años... Sí, vamos á ver eso...

Se levantó de su asiento apoyándose en la mesa, y un poco encorvado, se fué hacia la puerta arrastrando los zuecos.

—¿Adónde va usted, padre ?—dijo Clara asombrada.

—Tengo mi idea; déjame hacer... Espérame, hija mía; dentro de media hora estaré de vuelta.

El buen Balvet, arrastrando las piernas, se fué al pabellón.

Por una dichosa casualidad, Regino estaba allí en aquel momento, y el viejo dijo: —Oiga usted lo que traigo; hablemos poco y bueno.

Su hijo de usted busca un empleo; yo le tomo si quiere. Gustándole los árboles, le gustarán las flores, y mi hija por añadidura. ¿Eh, José ?

José soltó una carcajada para ocultar su emoción.

Pero Regino pedía explicaciones y Balvet las dió con prolija benevolencia.

—¿Qué tendrá que hacer?... Pues lo que yo; ¿cree usted que yo holgazaneo?... No vaya usted á figurarse que se trata de un oficio de perezosos. Se trabaja y se gana el dinero, mucho dinero. Tengo algún capital, pero soy viejo y estoy para retirarme. Cuando José sepa manejarse (hace falta un año), me reemplazará, bajo mi dirección todavía, porque hay ciertos secretos...

Proveo de plantas raras y de arbustos de lujo á todos los castillos de los alrededores... y á fin de año esto acaba por un buen saco... Su hijo de usted ganará jornales de un peso y veinte centavos por mi cuenta, hasta que sea dueño de la casa y se case con la heredera, con el permiso de usted y el de Dios.

Garnache se convenció pronto, y José, por otra parte, aceptó sin pedirle su opinión. Berta, por casualidad, encontró buena la idea; Sofía se puso á palmotear.

Sacaron dos botellas de la bodega, mientras José iba á buscar á Clara. En el camino le contó las decisiones tomadas y ella sonrió. Sus ojos, libres ya de tristeza, se iluminaron de amor, y, como estaban solos, en medio del camino desierto, ante los árboles y los pájaros, se besaron por primera vez.

Desde entonces trabajaba José desde la mañana hasta la noche en casa del tío Balvet, y no volvía al pabellón más que á la hora de cenar; y había veces que el viejo, después de cenar, venía conducido por su hija á sentarse á la mesa del guarda, á charlar con él y con las mujeres, mientras que en un rincón, los dos amantes rústicos, siempre taciturnos hasta en la dicha, y sentados el uno al lado del otro, se cogían las dos manos y se miraban en silencio con ojos encantados y cándida sonrisa.

Así sucedía en la noche en que el viento Oeste trajo de Valroy la brillante tocata en el puro silencio de la noche. Todos levantaron la cabeza, pero Berta se irguió bruscamente con las manos temblorosas.

Escuchó las primeras notas con la cara á la vez ansiosa é iluminada... y se le oyó exclamar de repente con voz de delirio: Es Jacobo, es Jacobo que toca !....

—Sí—dijo Regino,—es Jacobo el que toca; su padre no es ya capaz de semejante resoplido; y, sin embargo, en otro tiempo tocaba todavía más fuerte.

Berta exclamó sordamente: Jamás... Nadie ha tocado nunca como Jacobo; todo el mundo lo dice....

—Está bien—dijo Regino encogiéndose de hombros.

Y al ver que su mujer, inclinada en el umbral con el cuerpo casi fuera, permanecía en éxtasis bebiendo la tocata, que á todos se dirigía menos á ella, el guarda continuó: —Es su chifladura... Sueña con él y todo lo que hace ó dice es maravilla y milagro. No hay más que él; ¿qué quiere usted? le ha criado, y parece que se dan casos como éste. Lo que no impide que el joven tenga sus defectillos...

Berta volvió á entrar; la trompa se había callado un instante en lo alto de la colina. Balvet tomó un polvo de rapé, le saboreó un momento, y se puso á decir cosas graves.

—Parece que las cosas no van bien allá arriba.

—¿Dónde es allá arriba?—preguntó Berta con voz temblorosa, como siempre que se aludía á los castellanos.

—En Valroy—respondió tranquilamente el viejo.Se dice...

Se detuvo, dudando hablar, prudente como todos los aldeanos.

—¿Qué se dice?

Berta estaba en pie delante de él aplastándole con su masa y clavándole una mirada aguda é intensa.

—Se dice que el Conde, en París, ha hecho una vida alegre sin calcular, y que bien podría suceder que todo esto acabase feamente...

Berta se encogió de hombros con un perfecto desprecio de tales chismes. No sabían lo que se decían.

Ella conocía la cifra de la fortuna y el valor de las tierras, granjas, bosques y hasta del castillo. El Conde no había tenido jamás los dientes bastante largos para comérselo todo. Sus rentas bastaban para una vida de gran señor... Y, por otra parte, hacía años que se había retirado de la vida parisiense. Todo aquello no era más que dicharachos de los envidiosos.

—Dios le oiga á usted—contestó el horticultor.―Yo no quiero mal á nadie y prefiero saber la felicidad de los demás que su aflicción.

Aquella fué la primera advertencia que recibió Berta, pero esta vez se negó resueltamente á creerlo. Las vagas y tímidas insinuaciones de un viejo crédulo no alteraron en nada su soberbia confianza en la inmutable fortuna de los opulentos Valroy.

Cuando el tío Balvet y Clara se retiraron, á eso de las diez, la tocata había vuelto á empezar y llenaba de nuevo el espacio.. Con el único objeto de encantar á Arabela, á quien el sonido de las trompas enloquecía y embriagaba, como á un ser semisalvaje que era Jacobo, sin orden y al azar de la inspiración, producía brutales armonías en aquel cobre recalentado.

Cuando entonó el San Huberto, le respondió una trompa lejana.

Y fué aquello tan melancólico, que la misma gente sencilla se quedó suspensa y conmovida. El abuelo y la nieta estaban dando la mano á José que los había acompañado hasta la puerta de su casa.

—Es triste esa música—dijo Clara.

—Sí—respondió José;—parece un adiós.

José se volvió á paso largo hacia el pabellón; y en medio del camino encontró á su madre extática, con los ojos cerrados, los brazos caídos y el cuerpo vibrante y sacudido por los escalofríos, al oir aquel ruido que venía del otro, de él...

De este modo, en las dos vertientes de la colina, la tocata del castellano hacía salir á la gente de sus casas, pero si de un lado se tendían los brazos, del otro se apretaban los puños...

Las dos trompas continuaron su diálogo de cobre á través del espacio.