El pozo del Yocci: 04

El pozo del Yocci
de Juana Manuela Gorriti
Capítulo III - El punto de honor



Pocos días antes de aquel en que tuvieron lugar los sucesos mencionados arriba, al promediar una noche de primavera, tibia y resplandeciente de estrellas, dos jinetes vadeaban el río de Arias, raudal límpido, que se desliza encerrado entre dos floridas márgenes perfumadas con setos de rosas, y en cuyos remansos, las hermosas hijas de Salta, van a zambullirse y triscar como las ninfas de la fábula, abandonando a la honda sus largas cabelleras.

Profundo silencio reinaba ahora en estos parajes, y sólo se oía el zumbar de los insectos nocturnos, y el manso murmullo de la corriente rompiéndose entre los guijarros.

Ganada la opuesta orilla, los dos caminantes subieron el barranco, ocultaron sus cabalgaduras entre la fronda de un matorral, y se internaron en el tenebroso paisaje, siguiendo con precaución los senderos que conducían a la ciudad, que al frente, y a corta distancia, se destacaba en vagas siluetas al misterioso claroscuro de la noche.

Salta, la heroica, la ocupada momentáneamente por tropas realistas, y circuida, casi asediada, por los guerrilleros patriotas, yacía, sino dormida, tétrica y silenciosa. De su seno se elevaba de minuto en minuto, como los gemidos de una pesadilla, el alerta inquieto de los centinelas españoles, contestado a lo lejos por las amenazantes imprecaciones de los patriotas, cuyos fuegos brillaban en la falda de San Bernardo, y sobre las alturas de Castañares.

Llegados al frente de la quinta Isasmendi, uno de los dos viajeros detuvo por el brazo a su compañero.

-Hemos aquí -le dijo- a la entrada de la ciudad.

-En el corto plazo de dos horas, ambos tenemos que cumplir, en parajes diversos, tú una orden del comandante, yo un anhelo del corazón. Es la una. A las tres me encontrarás en este sitio. Separémonos.

-¡Cómo! ¿No vienes conmigo? Yo creía que habías pedido licencia para acompañarme en la difícil misión de decidir a ese avaro Salas a que suelte los cordones de su bolsa para equipar nuestra gente.

-No; otro motivo me trae; motivo inaceptable para el comandante, y quizá para ti mismo, querido Peralta; por eso te hice de ello un misterio.

-¡Anhelos del corazón! Algún amorcillo de la infancia. ¡Claro está! Dejaste Salta a los doce años; pasaste siete en los claustros de la universidad cordobesa; los dejaste para servir en el ejército y hoy vuelves por primera vez a la ciudad natal... ¡Ah! ¡Teodoro! ¡Tú me sacrificas a una muñeca de escuela! Yo contaba con tu elocuencia para destruir los horribles argumentos de aquel tacaño. ¿Qué puedo decir a ese maldito enterrador de tesoros, para determinarlo a exhumar uno de ellos? Me dará un no redondo; y yo no llevo eso al comandante.

-Nada más fácil que persuadir a Salas -recuérdale su hijo Alberto, que prisionero en Vilcapugio, yace cargado de cadenas en la Casamatas del Callao-. He ahí un poderoso estímulo para ablandar su avaricia.

-¡Tienes razón! Ni siquiera había pensado en ello. ¡Sea!... Pero... ¡Teodoro!... ¿Dónde vas?

-Al oírte, se diría que te interesa mucho saberlo.

-Inmensamente. Escucha. Bajo esas bóvedas que blanquean en las tinieblas, duermen o velan algunas docenas de bellos ojos que tienen cautiva mi alma.

Este exordio, ¿no te revela el recelo de tener un rival, y la necesidad de tranquilizar al amigo que te pregunta? ¿Dónde vas?

-A casa de mi padre -respondió el interrogado, sonriendo tristemente.

-¡A casa de tu padre, que te ha maldecido y cerrado sus puertas porque sigues la bandera de los libres!

-Aunque injusta, me inclino ante esa cólera, y no pretendo desafiarla. Dios, en la equidad de sus juicios, acordará a cada uno de nosotros, la parte de indulgencia que merece: al uno como americano, al otro como español.

Pero hay en esa casa, vedada para mí, un ser querido, una hermana que deseo abrazar; hay un sitio vacío por la muerte, donde anhelo prosternarme y llorar antes que mi padre, decidido a emigrar a la Península, me haya arrebatado la una y enajenado el otro. Esta llave de una puerta excusada del jardín, que yo llevé conmigo, como un recuerdo, me abrirá paso a ese recinto sagrado, donde voy a introducirme como un ladrón, en busca de tesoro de recuerdos.

-¡Perdóname, querido Teodoro! Perdona a este incorregible calavera las ligerezas que viene a mezclar a los dolores de tu alma...

-Incansable charlada; ¿olvidas que el tiempo no vuelve?

-¡Tienes razón! ¿A las tres te encuentro aquí?

-Si así no fuere, ruégote que no me aguardes; vuelve solo al campamento.

Y aquellos dos hombres separáronse y tomando rumbo distinto, el uno siguió adelante y se internó en las revueltas callejuelas de la Banda, el otro torciendo a la derecha, se dirigió hacia la parte meridional de la ciudad, costeó el Tagarete durante algunos minutos; atravesolo por el arco derruido de un puente, y entró en una calle flanqueada por un lado de fachadas góticas, por el otro de altas tapias, sobre las cuales desbordaba la exuberante vegetación de esos románticos jardines, que tanta poesía derraman en las vetustas casas de Salta.

Recalando el rostro, la espada y el azul uniforme de los patriotas bajo el embozo de su capa de viaje, el joven se deslizaba a la sombra de los muros, con el rápido paso del que conoce su camino, deteniéndose tan sólo, para absorber en suspiros el ambiente perfumado de la noche.

La rama de un jazmín, que descolgaba sus blancas flores sobre la calle, rozó al paso el ala de su sombrero.

A este contacto el joven patriota levantó la cabeza y paseó una triste mirada por los grupos de árboles que descollaban en obscuras masas al otro lado del muro.

-¡He ahí el vergel que plantaron tus manos, madre querida! -murmuró con doloroso acento-, he ahí las flores que tanto amabas. ¡Ah!, deja un momento la mansión celeste y mezclándote a su deliciosa esencia, ven a acariciar la frente de tu hijo proscrito y maldecido.

Calló; y apartando los enmarañados festones de lianas que lapizaban las paredes, buscó a tientas, y encontró una puerta que se dispuso a abrir, con la llave que había mostrado a su compañero.

Pero en el momento que la introducía en la cerradura, la puerta se abrió y en su vacío obscuro se dibujó una sombra.

Dos exclamaciones partieron a la vez.

¡Un hombre saliendo a esta hora de la casa donde Isabel habita!

¡Un hombre que pretende entrar a la morada de Isabel!

-¿Quién eres tú que osas cerrarme el paso?

Dijo furioso el uno.

-Soy su amante; ya ves que tengo derecho para impedirlo -respondió con aplomo el otro.

-¡Yo soy su hermano y tengo el derecho de matarte! -rugió el joven patriota, arrojándose sobre su contrario y haciéndolo retroceder hasta el interior del jardín.

-¡En guardia! infame profanador de mi honra -continuó, arrojando su embozo-, ¡defiéndete!, porque de aquí, no saldrás sino muerto o pasando sobre mi cadáver.

-Mátame -respondió el otro-, pero sabe que amo a tu hermana y que iba a ser su esposo, tan luego que la severa disciplina de campaña me permitiese demandar su mano.

Y desembarazándose de la capa que lo cubría presentole su pecho sobre el que se cruzaban los alamares de un rico uniforme color de grana.

-¡Ah! -exclamó el patriota, paseando sobre su contrario una mirada de odio-, ¡eres un godo! ¡Bendito sea Dios, que me trae a tiempo de evitar, matándote, tu alianza, más vergonzosa que la misma deshonra!

Y los aceros se cruzaron.

La espalda del patriota atacaba con furia; la del realista ceñíase a una estricta defensa.

-¡Quién vive! -gritó de repente una voz de acento español; y al mismo tiempo, las culatas de muchos fusiles descansaron con fracaso en el umbral de la puerta. Era una patrulla.

-¡Hermano de Isabel! No huyo; te salvo -dijo en voz baja el realista, ganando la puerta que cerró tras sí.

El joven patriota exhaló un rugido, y se arrojó sobre la puerta, procurando abrirla. Esfuerzos vanos: el español había dado dos vueltas de llave.

Desesperado, mirando en torno con ojos chispeantes de ira, apercibió las ramas trepadoras del jazmín y se abalanzó a ellas.

Pero en el momento que dejaba el suelo, dos brazos rodearon sus rodillas con fuerza convulsiva.

Volviose colérico, y vio a sus pies una figura blanca, pálida y desmelenada, que le tendía las manos en angustioso silencio.

-¿Qué me quieres tú, ser desgraciado? -exclamó el joven-, vil capricho de un godo, ¡suelta! yo no te conozco, si no es para maldecirte.

Y rechazándola con desprecio, asiose al ramaje, escaló el muro y saltó a la calle. Pero ésta hallábase desierta: su enemigo había desaparecido.

Una lágrima de rabia surcó la mejilla del joven patriota.

-Infame sarraceno -exclamó-, ¡yo te sabré encontrar para arrancarte la vida, aunque te ocultes en las entrañas del infierno!

Y sombrío, silencioso, sin dar siquiera una mirada a esa casa donde venía en busca de tiernas emociones, alejose a largos pasos y se perdió en la noche.

Poco después, en la quebrada de León, teniendo por testigos un millar de héroes, el joven patriota cumplió su voto: buscó y mató a su adversario entre las filas mismas de los suyos, y a los ojos de aquella cuya deshonra iba a vengar. Cercado de enemigos, vendioles caro su vida; pero cayó, en fin, atravesado por las balas realistas al lado de las víctimas que acababa de sacrificar.

Peralta recogió su cuerpo y lo sepultó en el cementerio de Santa Bárbara, recinto fúnebre situado a la vera del río Chico, entre los perfumados jardines de Jujuy. Un grupo de adelfas cubre su tumba, embalsamándola con la deliciosa esencia de sus rosadas flores. Quien escribe estas líneas, sentose a su sombra un día de dolorosa memoria.