El pesimista corregido: 01

I

"El pesimista corregido" fue escrito en 1905, como divertimento, sin pretensiones científicas ni filosóficas, aunque sí -sin disimulo- con objetivo moralizante: las limitaciones humanas no han de verse como una tragedia sino como valores que nos sitúan en la perspectiva adecuada para descubrir la belleza de las cosas y de las personas.

Juan Fernández, protagonista de esta historia, era un doctor joven, de veintiocho años, serio, estudioso, no exento de talento, pero harto pesimista y con ribetes de misántropo. Huérfano y sin parientes, vivía concentrado y huraño en compañía de una antigua ama de llaves de su familia.

Hacia la época en que le enfocamos se habían recrudecido en nuestro héroe el asco a la vida y el despego a la sociedad. Descuidaba la clientela y el trato de los amigos, que le veían de higos a brevas, y pasaba su tiempo enfrascado en la lectura de obras cuya tonalidad melancólica casaba bien con el timbre sentimental de su espíritu. Agrada saber al desdichado que no estrenó la desdicha y que su menguado concepto del mundo y de la vida halló también asilo en cabezas fuertes y cultivadas. Compréndese bien por qué Juan se solazaba y entretenía en la lectura de Schopenhauer y Hartmann, del antipático y vesánico Nieztsche y del adusto y profundo Gracián. Y el orgullo de coincidir con la opinión de tan calificados varones prodújole, a ráfagas, algún consuelo, a cuyo fugitivo calor sentía deshelarse parcialmente el lago glacial de su voluntad y aliviarse un tanto su dolorosa laxitud de espíritu y de cuerpo.

Para el infortunado Fernández, la vida era una broma pesada y sin gracia, dada por la Naturaleza sin saber por qué ni para qué; el entendimiento era rudimentaria máquina de calcular, que se equivoca en todas las arduas operaciones; nuestro saber, libro viejo, lleno de tachones y lagunas, y cuya fe de erratas tiene más hojas que el texto; los sentidos, rudimentarios y pueriles aparatos de física, sin alcance ni precisión, buenos tan sólo para ocultarnos las infinitas palpitaciones de la materia y los innumerables enemigos de la vida; el corazón, bomba frágil e indisciplinada que se agita intempestiva y dolorosamente en los trances difíciles, anublando la inteligencia y paralizando nuestras manos, y, en fin, la voluntad, algo así como vilano aéreo, fluctuante y a merced de leve ráfaga de viento y que comete la tontería de tomar su movilidad por libertad...

Con tales ideas y los sentimientos correspondientes, excusado es decir que nuestro doctor tenía pocos amigos y menos esperanzas e ilusiones.

Era, sin embargo, bien disculpable y digno de compasión. En dos años había perdido padre y madre amantísimos: aquél, víctima de la tuberculosis; ésta, arrebatada por una pulmonía infecciosa. A la sazón, Juan convalecía lentamente de peligrosa tifoidea, y días antes de enfermar había terminado sin éxito, pero con honra, reñidas oposiciones a cierta cátedra de la Universidad de Madrid.