El genio (Arízaga)

El genio
de Rafael María Arízaga


¿Habéis visto el simoun? Cuando en las pampas
do el sol abrasa la radiante arena,
se arremolina enfurecido, y ruge,
y lanza de su seno la tormenta;


revuelta en los espacios la balumbo
de calcinado polvo, el dio trueca
en negra noche de pavor y espanto,
do todo es luto, confusión, tinieblas...


El tiempo así, que avanza presuroso
con ciego afán a la ignorada meta,
bate impetuoso las potentes alas
y todo en ruinas sepultado deja.


Del olvido la noche temerosa
es de su paso la perenne huella,
y el ¡ay! profundo de un adiós eterno
el eco que responde a su carrera.


¿Qué las edades son, qué las naciones
con su esplendor, su gloria y su grandeza,
en el revuelto caos do se agita
del tiempo y de la vida la contienda?


Átomos leves de una inmensa ruina,
que en el espacio sin concierto vuelan,
y de la nada al insondable abismo
van al impulso de atracción suprema.


Ídolos pasajeros de la Fama,
hermosa, sabia floreciente Grecia,
belicosa Cartago, heroica Roma.
Señora de mil pueblos opulenta,


¿do están, decidme, vuestras regias galas?
Vuestros dioses, ¿do están? ¿Do vuestras fiestas?
¿Do los trofeos mil que en sangre tintos
cosechasteis en bárbaras refriegas?


Ludibrio vil al tiempo inexorable
fueron vuestros blasones y soberbia,
y hoy no sois más que míseros escombros,
de vuestro antiguo ser tumbas desiertas...


Empero, hay algo para quien no existe
ni tiempo destructor, ni muerte fiera,
a quien sirven los años y los siglos
como nuevo peldaño a su grandeza.


Hay algo que de Dios finge lo eterno,
que de su gloria el esplendor remeda,
y que al dejar el mundo se levanta
regando luz de fúlgido cometa;


y en el cielo brillante de la Historia,
vencedor del olvido se presenta,
y el himno de sus triunfos va cantando:
el Genio es aquel ser. ¡Bendito sea!


Cadáver arrojado por las ondas,
a la orilla del mar, Cartago queda;
la Roma de los Césares es polvo;
es fúnebre panteón la antigua Grecia.


Pero del seno de la negra noche
que en esas ruinas pavorosa impera,
se ven surgir las coronadas frentes
de Sócrates, de Aníbal y de César.


Allí aún repiten, conmoviendo al mundo,
los aterrados muros de la escuela:
el alma es inmortal y el Orbe rige
una sabia y oculta Providencia.


Y más acá, los cánticos se escuchan
del hijo de Mavorte, que festeja
los inmortales triunfos africanos
de Trasimeno, de Tesín y Trebia;


mientras del Ponto en la región remota,
entre el postrer fragor de la pelea,
el veni, vidi, vici, del Romano
entre el aplauso universal resuena.


El Genio es inmortal. En vano Porcio
contra Cartago fulminó el delenda;
en vano entre los muros de Quirino
lloró postrada la vencida Grecia;


y el bárbaro también en vano un día
blandiendo el hacha ruda de las selvas,
rompió sañudo el ponderoso cetro
que rigió los confines de la tierra.


El Genio, redimido de esas ruinas
por la propia virtud de su grandeza,
perpetuamente vivirá en los nombres
de Sócrates, de Aníbal y de César.