El final de Norma: Segunda parte: Capítulo XIII


Volvamos al Leviathan.

Al mismo tiempo que Serafín quedaba solo y anonadado, envuelto en tinieblas y sentado sobre su equipaje, un botecillo, estrecho como una piragua japonesa, se separaba del bergantín con dirección a aquella playa, llevando a bordo otras dos personas.

En aquel momento salió la luna, allá por el Norte, menguada, agonizante, tristísima.

Los pasajeros del bote eran Rurico de Cálix y aquel negrito que había llevado dos billetes a Serafín.

Rurico divisó con su vista de marino el triste cuadro que ofrecía el español en medio de sus baúles, en la desierta orilla del mar, y mandó a los barqueros que se aproximaran a aquel punto sin meter mucho ruido, a fin de cerciorarse de lo que allí pasaba.

Serafín no advirtió el espionaje de que era objeto, ni la aproximación del bote; pero Rurico y el negro lo vieron a él perfectamente.

El desdichado músico sacaba en aquel instante una pistola, cuyo cañón brilló al rayo de la luna.

El negrito se estremeció y dilató sus grandes ojos leonados, señalando con una mano a aquel hombre tan abandonado, tan solo, tan abatido, que ofrecía todo el aspecto de un suicida.

Rurico se sonrió, porque sin duda había sospechado lo mismo.

-¡Boga! ¡Boga! -dijo tranquilamente al remero.

Y el bote se alejó de la playa.

Y el negrito siguió con los ojos fijos en aquella parte de la costa donde había quedado Serafín...

¡Y la sonrisa de Rurico se acentuaba!...

En esto sonó un tiro a lo lejos..., en el mismo paraje donde hemos dejado a nuestro pobre músico...

El negro cruzó las manos y dio un grito.

El jarl respiró como quien abandona una pesada carga.

Y el bote desapareció entre las sombras de la noche, hacia la parte donde brillaban las luces y sonaban los rumores de la próxima ciudad.