El final de Norma: Segunda parte: Capítulo VIII

El final de Norma
de Pedro Antonio de Alarcón
2º parte: Capítulo VIII: Que terminara con una sonrisa de Rurico de Cálix


Eran las once de aquella misma mañana

El Leviathan seguía avanzando hacia el Norte.

Hacía un frío espantoso.

El Océano estaba ceniciento, y toda la extensión del cielo cubierta de nubes pardas.

A la parte de estribor veíase a lo lejos una línea negra, que interrumpía la monótona regularidad del horizonte.

Era Escocia.

Toda la tripulación se hallaba sobre la cubierta del bergantín, no ya tomando el sol, que apenas calentaba cuando salía un momento de entre las nubes, sino envuelta en pieles, dividida en grupos y fumando sin cesar.

Rurico de Cálix se paseaba en el alcázar de popa.

A las once y media apareció Serafín por la escotilla que conducía a su cámara.

Estaba muy pálido, pero sereno.

Sin la gravedad de su situación, no hubiera permanecido sobre cubierta con su traje meridional.

Pero estaba tan preocupado, que no reparó en el frío que tenía.

Serafín llevaba un proyecto.

Rurico se detuvo al verle.

El joven se acercó a él, no sin pasear antes la vista por toda la tripulación.

-¿Cuál será el asesino? -pensaba Serafín.

El Capitán lo saludó fríamente, y se puso a mirar con un catalejo hacia la parte de Escocia.

Serafín oyó entonces a su espalda una carcajada estridente y ronca.

Volviose, y vio que un marinero, tan pequeño y rubio como todos los demás, luchaba por desasirse de las manos de sus compañeros, haciendo espantosos visajes y riendo como un verdadero demente.

El Capitán no se movió, ni miró siquiera hacia aquel lado.

Serafín volvió la espalda al peligro.

Quería dejarlo llegar...

A los pocos momentos oyó un grito de todos los marineros.

-El loco fingido se dirige contra mí... -pensó el joven.

En seguida oyó pasos.

-¡Ya se acerca! -se dijo, palideciendo hasta la lividez.

Entonces se volvió bruscamente.

El fingido loco se le echaba encima armado de un puñal.

Serafín le detuvo el brazo con un movimiento súbito; retorciole la muñeca hasta hacerle soltar el arma; lo cogió del cuello y de la cintura; levantolo sobre su cabeza, llegó a la banda de babor y lo arrojó al mar.

Todo esto fue obra de cuatro segundos.

La tripulación lanzó un grito más terrible que el anterior, y corrió a salvar a su camarada.

El Capitán se volvió, creyéndolo todo terminado.

Lo primero que vio fue a Serafín de pie, inmóvil, rígido, amenazador, con una pistola en cada mano.

Rurico retrocedió y miró en torno de sí.

Entonces oyó en el mar un lamento, y vio al marinero asesino luchar con un tiburón.

El marinero desapareció bajo las olas, no obstante las cuerdas que le arrojaron desde el barco.

Rurico temió que Serafín lo matase también a él, y exclamó hipócritamente:

-¿Qué es esto, amigo mío?

-Esto es... -replicó el joven-, que mato para no morir. ¡Capitán, sois un asesino!

El Capitán dio un paso hacia adelante.

-¡No os acerquéis... -exclamó Serafín-, o me obligaréis a mataros!

Rurico de Cálix se paró.

Las palabras condicionales de Serafín acababan de indicarle que su vida no corría peligro.

Entonces meditó un momento.

En seguida dijo una palabra en su idioma una sola palabra; pero con voz tan terrible, que todos los marineros se volvieron hacia él llenos de susto.

Estaba transfigurado.

Había descubierto su cabeza y tiradola atrás con indecible arrogancia: sus manos apartaban de su pecho la túnica azul, dejando ver un peto rojo atravesado de una banda amarilla; sus ojos lanzaban llamas; su boca, contraída por la furia, sonreía de una manera espantosa, y toda su actitud demostraba un mismo tan salvaje y sanguinario, que aterró a Serafín.

Todos los tripulantes se descubrieron al ver la misteriosa insignia que campeaba en el pecho del Capitán, y arrojaron los gorros por alto, lanzando un ¡hurra! atronador.

Rurico de Cálix pronunció entonces, en son de arenga, varias palabras ininteligibles para el músico.

La tripulación lanzó otro ¡hurra! y se adelantó hacia Serafín, que en un momento se vio rodeado de puñales.

Rurico, entretanto, ocultaba la enseña amarilla, cual si temiese que fuese vista por otras personas...

Serafín, acosado, rodeado, perdido, conoció que había llegado la ocasión de realizar el proyecto con que subió a cubierta, y disparó un tiro al aire.

Los marineros dieron un paso atrás, y se miraron unos a otros, a fin de ver si alguno estaba herido.

En aquel intermedio oyéronse gritos en lo interior del buque.

Serafín no apartaba sus ojos de cierta escotilla.

Al fin apareció por ella la persona que esperaba.

Era una joven alta, bellísima, de cabellos de oro y ojos azules...

¡Era la Hija del Cielo!

El señor Gustavo, el anciano que conocemos, salió detrás de la joven.

La tripulación miró al Capitán, como pidiéndole órdenes.

Rurico pronunció una palabra, y los marineros bajaron sus puñales.

Serafín devoraba entretanto con la vista a la encantadora mujer que lo libraba de la muerte.

La Hija del Cielo, pálida, mal envuelta en un manto de armiño y fija la mirada en Rurico de Cálix, señalaba con una mano a Serafín...

El Capitán empezó a murmurar algunas palabras en su idioma.

-¡Excusas y calumnias serán las que estáis diciendo! -exclamó Serafín en italiano-. ¡Señora! -añadió dirigiéndose a la joven-: ¡Caballero! -prosiguió, encarándose con Gustavo-: ¡Sed testigos de que desde este momento hasta que desembarque en Laponia, hago responsable de mi vida al jarl Rurico de Cálix, Capitán de este buque! Si muero durante la travesía, él es mi asesino, y yo lo delato desde ahora.

Imposible nos fuera pintar la ira que animó el rostro del Capitán, ni la sonrisa que apareció en los labios de la Hija del Cielo.

Miró ésta a Serafín luego que dejó de hablar, y saludándolo con un movimiento de cabeza, descendió a su cámara cual si huyese de Rurico de Cálix.

Gustavo la siguió.

Serafín dirigió al cielo una mirada suprema, en que reunió toda su gratitud, toda su dicha, todo su amor, y se dirigió a su departamento.

La tripulación le abrió paso.

Rurico de Cálix lo siguió con la vista hasta que desapareció.

Apoderose entonces del Capitán una ansiedad terrible, un ciego furor, una espantosa rabia...

Luego se calmó gradualmente, y se dirigió a su cámara con paso lento...

Al penetrar en ella, había ya vuelto a sus labios aquella habitual sonrisa que tantos males presagiaba.