El final de Norma: Primera parte: Capítulo X

El final de Norma
de Pedro Antonio de Alarcón
Capítulo X: Éste para Laponia, y éste para Italia; éste para Italia, y éste para Laponia


¡Allá van nuestros amigos!... Miradlos sobre cubierta. ¿Los veis?

¡Ah! Ya no es tiempo de que los veáis...

El Rápido acaba de doblar una colina.

Sólo se percibe ya una columna de humo.

El humo se disipa a su vez.

¡Buen viaje!

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En efecto: Alberto y Serafín volaban río abajo en alas del vapor.

No bien desapareció a sus ojos la última torre de Sevilla, arrojaron los dos un hondo suspiro y bajaron a la cámara de popa.

Allí se sentaron uno enfrente de otro; apoyaron los codo en la mesa redonda; dejaron caer la cabeza sobre las manos, y se pusieron a reflexionar.

Alberto había leído la carta de Matilde.

Decía así:

«Alberto:

»Antes de seguir leyendo, júrame continuar tu viaje como si no hubieras recibido esta carta.»

-¡Lo juro! -pensó el joven.

Y prosiguió la lectura.

«Te amo. -Una palabra más, y concluyo: Matilde Arellano no faltará nunca a sus deberes de esposa.»

-¡Ómnibus llenos de diablos! -exclamó Alberto para sí.

Y aquí comenzaron sus reflexiones.

-¡Me ama! -decía-. ¡Yo también la amo! ¡Me ama, y me lo dice! Yo se lo he dicho también. ¡Pero nunca faltará a sus deberes de esposa!... Entonces, ¿para qué me ama?

Y, sobre todo, ¿para qué me lo dice? ¡Me ama!... ¡Pues es verdad! ¡Necio de mí, que no lo había conocido! ¡Yo, que la adoro! ¡Yo, que siempre la miré de un modo distinto que a las demás mujeres! ¡Yo, que sería feliz a su lado! ¡Yo..., que me voy al Polo! Y ¿qué he de hacer si está casada? Por otra parte, Serafín es más que amigo mío... ¡Es mi hermano! ¡Oh! ¡Tengo que sacrificarme como ella! ¡Tengo que vivir como Tántalo! ¡Tengo que morir sin ser dichoso, sabiendo dónde está la dicha! ¡Ah! ¡Matilde! ¡Matilde! ¿Por qué me has dicho que me amas? ¡Esta confesión tuya me ha quitado el buen humor para siempre!

Y Alberto se buscaba unos cabellos que no tenía, deseando arrancárselos al grito de:

-¡Diablo! ¡Diablísimo! ¡Mil veces diablo!

Por lo que hace a Serafín, he aquí sus pensamientos:

-¡Norma! ¡Norma!... ¡Perdida para siempre!... ¡Y ese joven que va a su lado será su esposo o su amante, pues que tiene celos! ¡Y yo, que era ayer tan feliz porque había reunido veinte mil reales para realizar la ilusión de toda mi vida, mi viaje a Italia, soy hoy tan desdichado, que en el momento de partir me vuelvo loco por una mujer que viene... yo no sé de dónde y va yo no sé a qué parte! ¡Ah! ¡La he perdido para siempre!... ¡Ah! ¡La he perdido para siempre!... ¡Para siempre!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Llegaron a Cádiz.

La primera operación de nuestros amigos fue recorrer todo el muelle, a ver si divisaban en el puerto el vaporcito que salió de Sevilla a media noche llevándose a la Hija del cielo. No sólo no estaba allí, sino que, haciendo averiguaciones, supieron por unos marineros que el vaporcito había llegado a las once de la mañana, permanecido una hora o dos en el puerto y partido en seguida hacia el Estrecho de Gibraltar.

-¡Va por tu mismo camino! -dijo Alberto a Serafín.

Éste no hablaba palabra, ni hacía más que oír y suspirar.

-Dime... -continuó Alberto, dirigiéndose al marinero-: ¿cuál es un bergantín sueco que sale mañana para Laponia?

-¡Aquél! -respondió el marinero, señalando un barco estrecho y de forma rara, con apariencias de muy velero, que estaba ya en franquía.

-¿A qué hora parte?

-Esta noche a las ocho.

-¡Esta noche!

-Sí, señor.

-¡Oh! No hay tiempo que perder... Supongo que sabrás dónde se despachan billetes.

-En ninguna parte.

-¿Cómo?

-Lo que oye usted. Ese buque no es mercante, sino de un viajero ruso, según dicen. Un barco de recreo, en una palabra.

¡He aquí mi plan echado a tierra! -exclamó Alberto.

-¿Qué es eso? -preguntó Serafín-. ¡Poca cosa! Que ya no tengo barco en que ir al Polo. ¡Diablo! ¿Cuándo volverá a presentársenle ocasión como ésta?

-Hay un medio de arreglarlo todo... -dijo el hombre de mar.

-¡Cueste lo que cueste! -se apresuró a responder Alberto.

-¿Dónde vive usted?

-Calle de Cobos, número... -dijo Serafín, dando las señas de su casa.

-¿Es usted rico?

-¡Cueste lo que cueste! -repitió Alberto.

-Entiendo, señorito; descuide usted en mí.

Son las cuatro de la tarde... A las siete tendrá usted en su casa un pasaje en ese barco.

-¡Eres un héroe! -exclamó Alberto.

El marino se despidió de los jóvenes.

-Espera... -dijo entonces Serafín.

El barquero volvió con la gorra en la mano.

-Necesito un pasaje para Italia.

-¿Para cuándo?

-¡Al momento! El marinero reflexionó.

-¿Quiere usted salir esta noche?

-Me alegraría... -interrumpió Alberto-. Así partiríamos a la misma hora.

-Sea, pues, esta noche -repuso Serafín.

-¿Vive usted con el caballero?

-Sí; calle de Cobos. Pero es el señor quien vive conmigo... Pregunta por mí.

-Corriente. Tendrán ustedes los dos pasajes para la misma hora, pues hay en el puerto un bergantín francés que sale también a la oración con cargamento para Venecia.

Hizo el marinero otra cortesía, y se alejó sacudiendo los dedos.

Pero no habían andado cuatro pasos nuestro amigos, cuando oyeron gritar:

-¿Y los nombres? ¡Necesito los nombres para sacar los billetes!

Los jóvenes dieron sus tarjetas.

El marinero se alejó mirándolos, y diciendo sin cesar para que no se le olvidase:

-Éste para Italia, y éste para Laponia; éste para Laponia, y éste para Italia.