El final de Norma: Primera parte: Capítulo V

El final de Norma
de Pedro Antonio de Alarcón
Capítulo V: Elocuencias de un violín


Todo se arregló a gusto de Serafín Arellano. José Mazzetti se fingió enfermo, y escribió al empresario diciéndole que su compañero, el ilustre vascongado, dirigía la orquesta aquella noche; y el empresario, que conocía a Serafín, aceptó el cambio con muchísima satisfacción.

Una hora después ocupaba nuestro protagonista el puesto que ambicionaba, y desde el cual se prometía dar un asalto al corazón de la Hija del Cielo.

Excusado es decir al lector que Serafín, desde que entró en el teatro, no dejó de buscar con la vista a los dos rubios que, según Alberto, solían acompañar a la desconocida.

Violos, al fin, en un palco y en la misma posición que aquél refirió: el enano viejo en la delantera, y el joven del albornoz blanco medio oculto en la sombra.

Alberto se revolvía impaciente en un palco bajo del proscenio, acompañado de cierto personaje oculto en una semiobscuridad, y el cual no era otro que José Mazzetti. ¿Cómo había de renunciar el italiano a escuchar por segunda vez a la inspirada artista?

Sin más incidentes que nos importen, empezó la ópera.

La música agitó sus alas y llenó el espacio de aquellas religiosas armonías que, al principio de la introducción de la Norma, envuelven al auditorio en mística pavura. Luego, con ese tímido encanto peculiar de Bellini, fueron desprendiéndose de aquellas sagradas tinieblas unos acentos puros y llenos de gracia, como de la lobreguez de la selva encantada brotan sílfides vaporosas... Y así transcurrieron las tres escenas que preceden a la salida de Norma.

Serafín, que se sabía de memoria toda la ópera, miraba al palco de los dos rubios, cual si lo atrajese una serpiente, cuando de pronto... (¡Oh! Lo diré como un maestro de novelas lo ha dicho hace poco tiempo): «Pasó por los aires una cosa dulce, suave, vagarosa; era un vapor, una melodía, algo más divino aún...»

Era la voz de la Hija del Cielo.

Turbado, estremecido..., nuestro joven fijó los ojos en el escenario.

Aquella voz, cuyo timbre mágico nunca había oído ni esperado oír de garganta humana, acababa de fijar su destino sobre la tierra.

Y, sin embargo, seguía tocando el violín como lo hiciera un sonámbulo...

Cuando se reportó de aquella emoción suprema y pudo contemplar la hermosura de la Hija del Cielo, quedose deslumbrado, electrizado, atónito...

Personificad en una joven que parecía tener diez y ocho años todos los delirios del último pensamiento de Weber: fingid una belleza ideal, indefinible, como las que persigue la poesía alemana entre las brumas del Norte, a la luz de la luna: cread una figura suave, blanca, luminosa, como un ángel descendido del cielo, y tendréis apenas idea de la mujer que cantaba la Norma.

Era un poco alta. Sus cabellos rizados parecían copiosa lluvia de oro al caer de su nacarada frente a sus torneados hombros. A la sombra de largas pestañas, obscuras como las cejas, dormían unos ojos melancólicos, soñadores, dulcísimos, azules como el cielo de Andalucía. La nieve de sus mejillas, animada de un ligero color de rosa, hacía resaltar el vivo carmín de sus labios, como entre el carmín de sus labios resaltaban sus blancos y puros dientes, que parecían menudas gotas de hielo. Su talle, donde florecían todas las gracias de la juventud; el ropaje de Norma y la nube de armonía que la rodeaba, completaban aquella figura celestial, purísima, fascinadora.

Serafín seguía extático: sintió que el corazón le temblaba en el pecho, y, volviéndose hacia el palco de su amigo, le dijo con una mirada fulgurante: «Estoy enamorado para siempre.»

Alberto palmoteaba aún desde la aparición de la desconocida.

¡Qué dicha para Serafín Arellano! ¡Ir sosteniendo con los acordes de su violín aquella voz de ángel, cuando tornaba al cielo de donde procedía! ¡Derrumbarse con ella cuando bajaba de las alturas! ¡Respirar o contener el aliento según que ella cantaba o respiraba! ¡Estar allí, sujetándola al influjo de su arco, mirando por aquellos ojos, obedecido por aquella voz!

Pronto, como no podía menos de suceder, conoció la joven el maravilloso mérito del nuevo violinista; pronto también se estableció una corriente simpática entre aquellas dos voces, la de la hermosa y la del célico instrumento, para ayudarse mutuamente, para fundirse en una sola, para caer unidas sobre aquel público arrobado, enloquecido; pronto, en fin, ella se complació en buscar con los ojos al gallardo músico, como el músico había buscado el alma de ella con los acentos de su violín.

Y entonces debió ver la mujer misteriosa todo el efecto que producía en nuestro héroe, quien, agobiado, subyugado, loco, la abrasaba con sus grandes ojos negros, radiante de genio la noble frente, entreabiertos los labios por una inefable sonrisa.

Terminaba la sublime aria Casta diva, y el joven aprovechó un momento en que ella le miraba, para decirle, con su alma asomada a sus ojos, todo lo que pasaba en su corazón...

Pero le pareció poco.

Estaba inspirado y se atrevió.

Por un prodigio de arte, sin abandonar aquella voz que volaba sobre su cabeza, le dijo a la beldad con sus ardientes miradas:

-¡Escucha!

Y ejecutó en el violín un paso distinto del que está escrito en la ópera; dio a aquella improvisación todo el frenesí de su locura, hízola vibrar como un grito delirante de adoración, y fue a recoger el último suspiro de la Hija del Cielo terminando la cadencia de Bellini.

El público aplaudió a su vez a Serafín.

Ella comprendió toda la elocuencia de aquella difícil variante; vio la inspiración en la frente del joven; adivinó su alma, y lo miró de un modo tan intenso, tan deslumbrador, que Serafín Arellano se puso de pie y arrancó mil aplausos con su violín.

Ya no era el director de orquesta: era el eco de la tiple, la mitad de su canto, su canto mismo.

La desconocida, arrebatada por aquel acceso de lirismo sublime, de extraordinaria inspiración, de artística demencia, comunicó a su voz una emoción tan extraña, un timbre tan apasionado, que Serafín sintió que el corazón se le dilataba en el pecho y que las lágrimas asomaban a sus ojos...

Los espectadores, frenéticos de entusiasmo, comprendían demasiado lo que experimentaban aquellos dos genios que se habían encontrado frente a frente, y recogían la lluvia de perlas que saltaban al choque de aquellas dos cascadas de armonía, temblando, llorando y oprimiendo su pecho por no soltar los gritos de su admiración.

¡Era una cosa nunca vista, jamás oída: era ese apogeo de gozo, esa plenitud de poesía, ese transporte divino, ese éxtasis profético, que en la tierra se llama visión y en el cielo bienaventuranza!

La joven vio llorar a Serafín, y sonriendo dulcemente, y envolviéndolo en un ademán de arrobamiento, de ternura, de gratitud, señaló a sus lágrimas, tendiendo la mano a ellas, como si quisiese recogerlas o enjugarlas.

Era para morirse; para volverse loco de veras...

¡Ni el violín tenía ya frases con que responder a la desconocida, ni la mirada expresión más culminante!...

¡Si Serafín hubiera cantado!

Norma abandonó la escena, y volvió; y, al fin, entre una tempestad de sonidos, se cantó el brillante terceto: «Oh, di qual sea tu vittima!...», y concluyó el acto.

Serafín cayó desplomado en su asiento, como si lo arrojaran de la Gloria.