El falso Inca
de Roberto Payró
Capítulo XI


XI - LA GUERRA


El ensoberbecido Bohórquez no permanecía ya encerrado en Tolombón; hizo muchas excursiones más o menos lejanas, y una de ellas a visitar a los quilmes, formidables guerreros cuya ciudad constituía una verdadera fortaleza. Afectaba la forma de un sector, cuyos dos radios eran las dos paredes de una quebrada, altas e inaccesibles. Las laderas de estas montañas estaban reforzadas por parapetos y otras obras de defensa. Un acueducto construido en el mismo cerro, a considerable altura, llevaba, desde muchas leguas, el agua necesaria para el abastecimiento de la población. Todas las calles concurrían al centro de la quebrada, formando radios interiores del sector -disposición admirable, pues en caso de retirada ante el enemigo, el mismo retroceso de las fuerzas aparejaba su concentración-, como dice uno de los historiadores del Tucumán.

También fue a Famatina, donde los habitantes de Machigasta lo recibieron con singular entusiasmo, menos el cacique Luis, ganado a la causa española por el cura Herrera y Guzmán, y a quien el falso Inca trató de hacer asesinar, recordando la desconfianza por él manifestada cuando el comienzo de la insurrección.

Al bajar de Machigasta a Valle Vicioso, cumplió a Enríquez una de sus promesas, haciéndolo proclamar general en jefe de sus ejércitos: de ese modo el mestizo podía estar seguro de que se haría la guerra. Después, numerosos indios lo siguieron procesionalmente a Tolombón. En cambio el cacique Luis de Machigasta, justamente irritado ante la frustrada tentativa de asesinarlo, corrió en busca del gobernador, para revelarle los planes de su enemigo.

-¡Bohórquez -dijo el cacique- se ha comprometido con todos los caciques del Tucumán, y va a lanzarse inmediatamente a la guerra!

¡Ay! ¡Harto lo sabía Mercado y Villacorta! Harto, también, comprendía su impotencia, cuando no había intentado siquiera apoderarse del taumaturgo, por la fuerza o por la astucia, y aunque hubieran vuelto a llegarle del virrey del Perú nuevas y más imperativas órdenes de prenderlo o matarlo...

Pero, entre la espada y la pared, resolviose a hacer lo que fuera humanamente posible. Por lo pronto ordenó al teniente Nieva y Castilla que reforzara el presidio del Pantano, y construyera un nuevo fuerte español en Andalgalá, ya famoso por las obras hidráulicas de los indios, así como por sus construcciones, especialmente las militares, y para tal empeño diole apenas veinte hombres mal armados del valle de Catamarca. Mandó, por otra parte, al capitán don Juan de Ceballos Morales que con su escasa tropa vigilara la frontera de San Miguel, por Tafí y Choromoros, y pidió en seguida fuerzas a Rioja, al Perú, a los que tenían y a los que no tenían...

Luego pensó en sorprender a Bohórquez en alguna emboscada, y para lograrlo mandolo invitar a una conferencia en la que se hablaría de las minas y de la conversión de los indios... Bohórquez contestó sencillamente que estaba enfermo. Mercado enviole entonces dos representantes para tratar la paz. Bohórquez los desairó, dejándolos plantados mientras se hacía conducir en andas hacia el ara que había erigido al Sol, en la que sacrificó vestido de Inca...

Villacorta invitolo entonces por tercera vez y en términos que significaban una conminación. El falso Inca, comprendiendo que desairarlo esta vez equivaldría a una franca declaración de guerra, reunió su consejo y le expuso lo que ocurría. Sólo se alzó la voz de un anciano curaca, sintetizando la opinión de todos los demás.

-¡Precisamente, la guerra es lo que queremos! -dijo-. ¡Pero ten entendido que si asistes a esa conferencia, te declaras vencido sin combatir y correrás la suerte de los vencidos!

La invitación fue rechazada, y Mercado no pudo por entonces vengar la nueva afrenta: falto de tropa, sin municiones, rodeado de gente desalentada, descontenta de él, no le era posible lanzarse al asalto de Tolombón. ¿Y cómo hacerlo, cuando apenas si contaría con cien hombres mal armados para hacer frente a un ejército -pues tanto había crecido- de cinco mil indios valerosos, resueltos, fanatizados?...

Pero salió de Londres al frente de un miserable grupo de soldados. No se sabía dónde iba, y los vecinos de la ciudad comenzaban a exclamar con sarcasmo, creyendo que huía:

-¡Qué Villacorta! ¡Villadiego será!

La frase amarga y cruel se hizo popular, y hasta fue convertida en coplilla que siguió repitiéndose mucho tiempo:

Lo que le importa
es huir del fuego,
a Villacorta
de Villadiego....

Todos los caciques recibieron y aceptaron en aquellos días la flecha de la alianza. Los humos dieron la señal de guerra. Temiendo todavía la influencia de los jesuitas, o puede que por un resto de piedad, Bohórquez despachó a los padres Eugenio de Sancho y Patricio Perea de sus misiones de San Carlos y Santa María, con el pretexto de que fueran a pedir indulto para él. En cuanto se marcharon, los indios asaltaron, saquearon e incendiaron las solitarias misiones...

Ya en plenas hostilidades, y para infundir mayor entusiasmo a los suyos, Bohórquez hizo correr la voz de que los franceses sitiaban a Buenos Aires, y que los españoles de Calchaquí saldrían a defenderla, dejándoles completamente libre el campo.

En seguida envió quinientos hombres sobre el fuerte de Andalgalá, haciéndolos apostar en una «angostura» estrechísima hacia Londres, para impedir el paso al capitán Nieva y Castilla, que contaba apenas con ochenta hombres. Quinientos mandó a Salta, a atacar al gobernador que se suponía allí. Quinientos tenía en Tucumanhao. Más de mil envió a las fronteras del Tucumán, vigiladas por el capitán Ceballos Morales, quien con más arrojo que cordura los atacó y fue derrotado, teniendo que dejar el paso libre a los indios que llegaron a devastar las estancias de Choromoros...

Londres estaba abandonado, mientras los calchaquíes paseaban sus armas triunfantes por Choromoros y Acay, mientras las poblaciones de Tucumanhao, Abimanao, Ampache y Aquingasta, rechazaban denodadamente el formidable ataque de los españoles mandados por el capitán Arias Velázquez, y mientras el gobernador, con sesenta soldados apenas, permanecía indeciso y perplejo en la quebrada del Escoype...

Los machis, para enardecer del todo a los guerreros, les recordaban que las estrellas más resplandecientes eran los espíritus de los curacas muertos, y prometían igual suerte a cuantos cayeran combatiendo por la independencia y libertad de su suelo. Y mientras los indios cobraban mayor confianza cada vez, los españoles tenían la derrota por segura, con tanta mayor razón cuanto que, para disimular sus pérdidas, los indios recogían y ocultaban sus muertos aun en lo más recio del combate, y las balas parecían resultar inútiles...

Por fin, siguiendo el consejo del padre Torreblanca, que no lo había abandonado en tan terribles emergencias, el gobernador Mercado y Villacorta se resolvió a salir de la quebrada y fue a ocupar el fuerte de San Bernardo, que en 1634 construyera el gobernador Albornoz, a tres leguas de la ciudad de Salta...