El doctor Centeno: 39

El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


Principio del fin : II editar

Felipe era su único amigo, y el más leal y condescendiente de todos. Era un chiquillo, es verdad, incapaz de sostener una conversación seria sobre nada; pero tenía tal entusiasmo por las cosas de su amo, que no hacía diferencia en ninguna acción ni palabra de este, y todas las tenía por acertadas, hermosas y sublimes. Era el adulador sempiterno, si esto puede decirse de una adhesión inflexible, fundada en el agradecimiento, y en un vivísimo afecto que a la vez era fraternal, filial y amistoso.

Cuando salían a aquellas excursiones diurnas y nocturnas, había que verles. Como tuvieran abundante dinero, se hartaban en un bodegón; si no, compraban alguna vianda ligera y se la comían al campo raso. Daban grandes paseos por las afueras, observando la diversidad de tipos y asuntos que se encuentran a cada momento; estudiaban en el gran libro de la humanidad transeúnte, cuyas páginas, llámense sorpresas, encuentros o casualidades, ofrecen pasto riquísimo a la fantasía y a la inteligencia. Ávidos, sin darse de ello cuenta, de los goces mentales que proporcionan los panoramas populares con paisaje y figuras, bajaban al río y entraban en grandes altercados con las lavanderas; daban la vuelta luego por las Injurias y las Yeserías; subían fatigados a Madrid después de cuestionar con los gitanos en la Ronda de Embajadores, y por último, algo tenían aún que hacer a las puertas de los cuarteles, oyendo conversaciones picantes entre mujeres y soldados.

Se metían también en las iglesias a oír sermones y ver las beatas y oír cantorrios y salmodias. En la puerta no faltaba un poco de palique con los mendigos. Hasta se atrevieron a colarse una tarde en la sacristía, de donde les echaron poco menos que a puntapiés.

Por el centro de Madrid y paseos principales andaban poco; más cuando lo hacían, eran sus excursiones muy instructivas. Felipe se detenía con vivo anhelo en los escaparates de libreros o fotógrafos, allí donde hubiese retratos de personajes célebres. Gozoso Alejandro de verlos tan bien, informaba al otro de los nombres, diciéndole:

-Ése de la cara menuda, nariz en punta y espejuelos, es Hartzenbusch; ese joven de rostro triste, es Eguílaz; aquel de anteojos y bigote cano, García Gutiérrez; el que está al lado, Aguilera, y el otro de cara risueña y maliciosa, Mesonero Romanos.

Cuando a alguno de estos le encontraban, no en retrato, sino de carne y hueso, por la calle, no se hartaban de mirarle, y aun le seguían largo trecho. De sus contemporáneos, el que más entusiasmaba a Alejandro era Ayala, poeta insigne y recién laureado por su célebre obra El tanto por ciento, de la cual decía nuestro manchego: «La primera vez que la vi representar, me hizo tal efecto, que estuve en cama tres días». Y en su Grande Osuna había querido hacer gala de remedar la dicción admirable, limpia y sonora de El hombre de estado. No ya afecto sino veneración idolátrica era lo que a Miquis inspiraba el poeta extremeño, por la acabada perfección escultórica de sus obras, por la energía de sus versos, y aun por aquella su hermosa figura calderoniana.

Cuando le veían de lejos, Miquis, sin poderse contener, gritaba: «¡Ayala, Ayala!», y le seguían por toda la calle, adelantándose a él, a trechos, para mirarle de frente.

Al Museo fueron alguna vez. Felipe, con la boca abierta, miraba aquellas figuras tan guapas, y tenía como una sospecha del gran mérito de todas ellas. En presencia de la perfección artística, no hay persona, por ruda, por ineducada que sea, que no sienta, ya que no otra cosa, el secreto orgullo de su afinidad con la esencia divina que inspiró aquella belleza y de su parentesco corpóreo con las manos que la ejecutaron.

«¿Esto lo hizo un hombre?...» -preguntaba Felipe en el colmo del candor.

-Sí, Murillo.

-¿Y aquellos ángeles, los sacó de su cabeza?

-Ahí verás tú.

Un domingo que iban a entrar muy entusiasmados, no les fue permitido por el malísimo pelaje que tenían. Avergonzado Alejandro, estuvo todo el día mudo, atento sólo a sus botas usadísimas, a su raída levita y al sombrero, que tenía trazas de haber sido comprado en los bazares del Rastro. En cuanto a Felipe, más nos valdría no describirle ni aun mirarle. Su calzado era un par de fragatas viejas, rotas y deformes, que había adquirido no se sabe dónde, con más barro que cuero. La americana que le cubría el cuerpo no era ya de color conocido, y por mil bocas estaba pidiendo que la llevaran a una tina de trapos viejos para convertirse en papel. También los pantalones querían ser papel, aunque fuera de estraza. No se sabe cómo fue a parar a la cabeza del insigne Doctor aquella boina encarnada con un agujero por donde le salían erizados mechones de pelo.

Del balance de la hacienda más que del estado del tiempo, dependía el empleo que daban a las horas de la noche. Si Alejandro tenía dinero, ya procediese de su mesada, ya de la incauta generosidad de un amigo, se iba solo a sus correrías. «Mira, Felipe -le decía después de comer-, ahora te vas a casa; te pones a estudiar, porque aunque no puedes ir al Instituto por no tener ropa, conviene que aprendas las lecciones. Yo tengo que hacer. Abur».

Cierta noche siguiole Centeno, y vio que entraba en una casa... Pero nada más supo ni averiguó. Casa era aquella como todas en apariencia, y la ruin fachada no declaraba qué clase de amistades tenía allí el asendereado manchego. Felipe aprovechaba las noches en que su amo le dejara solo, para trabajar pro domo sua. Tenía instintos prácticos, vocación latente de buscarse la vida, y aunque no era maestro en las artes del pedigüeño, se dio tales mañas, que a las pocas noches de haber visitado a Zalamero y a doña Virginia, consiguió una levita usada, pero que a él le venía de perlas si encontraba quien se la arreglara, un hongo y botas magníficas con caña de tela. Bien, bien.

Cuando Alejandro estaba limpio de dinero, cuando entre los dos no reunían más que la peseta o los cinco reales para alimentarse de judías o de una mala sopa, no se separaban por las noches. Miquis suspiraba, desconsolado y tristísimo, pero en cuanto empezaban a recorrer calles, como que se distraía y olvidaba de su penuria. Gustaban de recorrer los barrios bajos, viendo riñas, escenas y extravagancias populares; o bien, cansados del bullicio, se metían por el solitario arrabal de la Mancebía, calles de la Redondilla y del Toro, plazuela del Alamillo y de la Paja. Miquis necesitaba poco para trasportarse con el vuelo de su imaginación al siglo XVII, y excitado por lo extraño de la escena, contaba a su amigo aventuras, episodios históricos, y le describía sucesos y caracteres.

También gustaban de recorrer la calle del Almendro y se detenían ante la cerrada casa de la tiíta. Una noche de limpio cielo y clarísima luna, se sentaron a descansar en el pretil de Santisteban. Aquel sitio era perfecto escenario de aventuras de antaño. El caserón de Santisteban, el desnivelado suelo, el pretil, la casa de los Vargas con la barroca puerta de la capilla, la torre mudéjar de San Pedro, la soledad, la escasa luz, el silencio, todo era propiamente decorativo y romántico. No faltaba más que la humanidad con golilla y tizona. Miquis, inspirado, se terció su capa, dio varias vueltas, ocultose en el hueco de una puerta, y salió de improviso gritando:


-¡Teneos... atrás!, ¡traidor! Ponte tú en medio de la calle y responde con brío: ¡Qué escucho!, ¡cielos, valedme! Y yo te doy la estocada: ¡Válgate el infierno! Tú dices entonces con angustia: Aguarda. Oye una palabra... advierte... Y yo te remato así: ¿Palabras yo?, toma hierro. Y caes bañado en sangre gritando: ¡Yo muero... Jesús mil veces!

Sofocado de su mímica tumultuosa, se sentó en el pretil.

«¡Qué figura, qué figura la de ese duque! -exclamó con profundo desconsuelo-. ¡Y que esto no se haya representado todavía...!». Cual si hablara con quien pudiera apreciar su erudición, dijo así:

«Yo presento al duque como la figura más genuinamente española del siglo XVII. Su época está retratada en él, con todo lo que contiene de grande y viciado. Es un insigne caballero aquel D. Pedro Téllez Girón, libertino, justiciero, cruel con los malos, generoso con los buenos, gobernando el reino de Nápoles más que con juicios reposados, con ímpetus repentinos que casi siempre la salían bien; perseguidor de los usureros, de los curiales y de todos los que oprimen al pueblo; frenético por las mujeres y enamorado de todas las que veía; ambicioso de gloria, de popularidad; liberalísimo, manirroto, lleno de deudas; en diplomacias agudo, en moral indulgente...».

Tantas vueltas había dado en su espíritu al famoso y noble virrey, que concluyó por identificarse con él y hacerlo suyo, fundiendo el carácter soñado en el real. En sus soliloquios decía: «Soy lo mismito que el grande Osuna».

¡Oh!, pues si Alejandro tuviera medios de manifestar lo que en sí llevaba, si los tiempos y las circunstancias le permitieran exteriorizarse, sin duda admiraríamos en él al gallardo tipo del prócer dadivoso, caballeresco, justiciero, duro con los malos, blando con los buenos, enamorado hasta el frenesí de todas las mujeres guapas...

Dando en el hombro de Centeno una palmada tan fuerte, que a poco más le hace caer del pretil, díjole estas entusiastas palabras:

«Tú eres mi secretario, el gran D. Francisco de Quevedo».

Verse comparado con el hombre más gracioso que ha existido en el mundo, hacía reír a Felipe de gozo y orgullo.

Si pasaba un transeúnte, Miquis decía al oído de su secretario:

«Ese es Jacques Pierres que va a la conjuración de los uscoques. Uscoques son unos bandidos que habitan las playas del Adriático. Ya sabes que el Adriático es...».

-Un mar -replicaba Felipe, hinchado de erudición.

-Pues supón que aquella es la casa donde se reúnen misteriosamente los uscoques... ¿Ves aquel cura que pasa? Es Fra Domenico Caracciolo, camaldulense, que ha jurado acabar con el Duque por ciertas cuestiones... Si recuerdas el acto primero...

-Sí... Fue porque los camaldulenses querían oprimir a los pobres, y el Duque cogió un día en Palacio a uno de los tales frailes, cuando le fueron a hablar... y de la bofetada...

-Era un hombre terrible... En la casa donde están reunidos los uscoques se mete disfrazado D. Francisco de Quevedo...

-Yo...

-Y lo descubres todito. Gracias que la Carniola, la querida del Duque, previno a este; que si no... Querían nada menos que asesinarle...

-¡Pillos!...

-La Carniola es también hermosa figura, -afirmó el poeta, desvanecido de entusiasmo-. Yo veo aquellos dientes de perlas, aquellos ojos lánguidos, perezosos, traicioneros, aquel perfil de helénica estatua, aquella tez pálida, aquel arrogante talle... No concibe la imaginación mujer que la supere ni aun que la iguale. Respira amores, y su mirada acaricia quemando...

Diciendo esto, rompió a toser con tanta fuerza, que parecía que se le desgarraba el pecho y que iba a arrojar las entrañas por la boca. Calmado aquel violento espasmo, quedose como desmayado y sin fuerzas. Su resuello era un áspero silbido, su frente estaba empapada en tibio sudor.

«Vámonos -dijo Felipe, alarmadísimo-. Hace aquí mucho frío».

Bien cubierto con su capa, mas tiritando, andaba el manchego, apoyado en su fiel secretario. Al llegar a la casa se acostó. Tenía fiebre intensísima; deliraba.


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