El cura de Romeral

El cura de Romeral
de Joaquín Díaz Garcés


Parroquia de cordillera chilena, por consiguiente pobre. Gran casa de un piso aparragada en la tierra y muy cerca del cerro. Rincón de huerto asoleado, poético, mezcla de la arboleda umbrosa del llano, con el monte criollo de maquis y quillayes. Una fila de enormes perales en el fondo, completamente nevados de albas flores, deja caer en vago espiral la plumilla caliente de las corolas que ya se marchitan. En el suelo, de la blanquísima alfombra que tiende toda esta florescencia moribunda, surgen centenares de retoños que el fruto caído y no levantado del suelo sembró y fecunda sin intervención de nadie. Arbolillos que levantan una sola varilla con hojas tiernas, van a suplir con los años los viejos perales apolillados y estériles, que lloran su savia por la agrietada corteza. ¡Así debía renovarse el bosque por sí solo! Otra fila de cerezos aún más floridos, alargan sus ramas sin hojas, solamente envueltas en abiertos copos que parecen de luna blanca. Al amanecer, antes de salir el sol, este follaje blanco destella con luz propia mirándolo contra el cielo de frío azul, y parece que cada flor es una estrella. En este pobre huerto hay diseminadas diversas plantas con que cada cura marcó su paso. Hubo uno aristocrático, un viejito delgado, de gran nombre, enviado a la cordillera por salud, que dejó algunos rosales finos. Le siguieron dos buenos curas campesinos y humildes que marcaron su pasada en algunas matas de pelargonia, dengues, artemisas, flor de la pluma.

Con otro cura venido del sur, pasó también su familia, y en ella brilló corto tiempo en la comarca una verdadera belleza del campo. Cuentan las crónicas de esos parajes que la sobrina del viejo párroco don Hilarión Pacheco, fue la más cumplida beldad que hayan conocido las cuatro últimas generaciones. Murió a los veinte años. He visto un daguerrotipo descolorido que presenta a la niña poco antes de la muerte misteriosa que la arrebató a los suyos. Sus grandes ojos pensativos, las largas pestañas sombrías, la estrecha frente velada con una masa negra que cortaba en línea recta sus cabellos cerca de las cejas, le daba cierto aire de pasión y de empecinada voluntad. A esa edad su busto se modelaba ya abundante como próximo a su fin. ¿Cuál fue la verdadera historia de Josefina Pacheco a quien llamaban «la Cantárida»? No es fácil saberlo; la leyenda y la verdad se mezclan tanto en los parajes de montaña, que no hay mina abandonada que no esté guardada por un león, ni vertiente que no tenga su historia, ni mujer misteriosamente muerta a cuyo nombre no se haya asociado el más tenebroso drama. Sólo sé que Josefina amó tempranamente, que dejó una niñita de pocos meses y que fue encontrada muerta en un despeñadero vecino al curato.

El cura actual es mi amigo. Con él hablo a menudo y varias veces he inclinado la conversación en torno de la Cantárida. El párroco es un santo y sin embargo cuando se la nombro dice indefectiblemente: «Dios la tenga en su santa gloria». Esto me prueba que la pobrecita no fue, a su juicio, ni una oveja descarriada ni una suicida. En el corredor de la vieja casa hay varias enredaderas, una de jazmín, otra de madreselva y otra de pasionaria. Fueron plantadas por Josefina, según me cuentan, y yo no puedo estar allí en noches de luna sin pensar en esa mujer tormentosa tal vez, apasionada hasta la muerte, que en la prosaica y monótona existencia de ese rincón salvaje no encontró paz alguna para su alma inquieta. Mientras el cura recita un rosario y su hermano don Francisco cabecea en su gran sillón de mimbres, yo siento aún el rumor de los besos que han quedado en ese rincón de huerto y que vienen en el aroma embalsamado de juventud y de poesía de la madreselva, la pasionaria y el jazmín.

El párroco del Romeral es sencillo y bueno como el pan. Por primera vez he comprendido, practicando su amistad, que no hay necesidad de filosofías, ni de letras, ni de ostentosa apariencia de virtud, para hacer el bien a los semejantes que tienen necesidad de socorros. Este párroco no es, como se dice siempre, el padre de sus feligreses: es en realidad el sirviente de todos. Lo he visto llegar un día, después de diez horas a de caballo, desmontarse y caer casi al suelo de fatiga, hacer abrir su cama prometiéndose una noche de reposo y llegar de pronto un minero a caballo:

-Señor cura, señor cura, la Melania se me muere. Quiere médico y confesor, y vengo donde usted que tiene todo en sus manos.

-¿Sabes de dónde vengo, hijo? De los piches. Si a la pasada me hubieras avisado le habrías ahorrado a este pobre viejo una galopada de cinco horas. Pero ¿qué le vamos a hacer?; ¡que no desensillen «el peuco»!

Y diez minutos más tarde el viejo partía de nuevo, con su maletín por delante. Eso sí; al día siguiente decía su misa a las nueve, como siempre. Nadie sabía que se había pasado la noche por las breñas y los senderos. Un día mientras oficiaba, el buen cura lloraba a lágrima viva. Le aconsejé ver al médico, porque creía que la fatiga física le estaba formando una neurastenia, y el viejo se sonreía.

-Déjate de neurastenias. Lloraba de consuelo. Mientras decía la misa pensé en el pobre Birlocho que murió anoche como un santo. Tú sabes cuántas había hecho en su vida.

Don Francisco debía ser en el fondo tan bueno como el cura, pero vivía para contradecirlo y escandalizarle. Contaba a menudo que por abarcar demasiadas confesiones, su hermano no atendía bien a los moribundos, y agregaba que el mejor negocio para él eran las muertes repentinas, porque así tenía más tiempo disponible. Con el aire de la mayor seriedad me decía que una vez le había tocado acompañarlo donde un feligrés de agonía demasiado larga. El cura recitaba las letanías de la buena muerte, y le daba miradas a hurtadillas al enfermo para ver si se despachaba pronto; pero viéndolo aún muy firme volvía a comenzarlas de nuevo, hasta que de pronto impacientado le dijo:

-¡Vamos muriendo luego, pues!

El cura se reía a más y mejor de estos cuentos, pero se sabía escandalizar de las expresiones vivas y demasiado pintorescas de don Francisco.

-Establézcase de firme, por aquí, mi amigo -me dijo un día-, y hace su casa aquí al frente al otro lado del camino, para que después de almuerzo nos pongamos cada uno desde su corredor a «platicar ocenidades».

El cura se santiguaba de tan nefando proyecto.

El cura de Romeral sabía que yo leía mucho y deseaba hacerme una consulta que, según él, debía estar resuelta en más de un libro.

-Aquí la gente es muy pobre, señor -me confiaba mientras nos paseábamos bajo los grandes perales-, y basta con muy poco para hacerla feliz. Por ejemplo, Ramírez, que tiene diez hijos, no ha podido este año pagar el arriendo de la tierra y ha vendido una yunta de bueyes, la única que tenía. Con un préstamo de dos o trescientos pesos lo pondríamos en estado de trabajar de nuevo. Si no, la familia se va a dispersar y sabe Dios lo que será de esos muchachos una vez en la ciudad. La viuda de Decilo Morales necesita una máquina de coser y está salvada de toda necesidad. Las huérfanas de Sabino Andrade van a perder la casita y el terreno en que viven si no pagan una miseria que le deben a don Marcelo el subdelegado. Con diez mil pesos pondríamos a todo este mundito en el paraíso; señor ¿no conoce usted en las obras que lee algún Banco para gente humilde que se haya establecido para prestar dinero a los trabajadores sin sacarles el alma con intereses?

Me enternecía este hombre con su corazón y al mismo tiempo con sus debilidades. Porque también las tenía. Delicado de constitución y muy sobrio para comer, no podía prescindir de los huevos frescos. Todo lo toleraba menos que faltara esta insignificancia en su vida. La vieja Gregoria tenía gallinas y andaba siempre azorada antes de almuerzo y de comida persiguiendo los nidales en la espesa maleza del huerto, para descubrir el tesoro que constituía la felicidad de su patrón. El cura del Romeral se conocía bien y se avergonzaba de esta flaqueza. En mil ocasiones me había hablado de su aversión insoportable a todo manjar que no fuera éste. Pero debían ser no sólo frescos y del día; sino todavía calientes, antes de haber perdido el calor del nido, porque el huevo ya frío pasaba a ser un alimento despreciable para tan exigente paladar. «Te irás al infierno por esta tontería -le decía don Francisco-, y allí te harán comer huevos de lechuza». Era inútil, el viejo había dejado, por sacrificio, el vino, el cigarrillo que él mismo liaba en sus manos temblonas, el ají, las mejores legumbres, aún la leche, porque desayunaba con chocolate con agua; pero se había apegado como un niño a este capricho inofensivo, los huevos del día, que él mismo debía palpar antes de ponerlos en el agua caliente los dos minutos requeridos. La tarea no era fácil, según nos contaba Gregoria cariacontecida, las gallinas ponían poco, el zorro salía a hacer sus incursiones y llevarse algunos; para remate, en el fondo del sitio había unos relaves de una pequeña antigua fundición, donde las aves tomaban unas convulsiones que allí llamaban soroche y morían luego.

En la casa del lado al curato, vivía una señora que decían todos era ni más ni menos que la hija de Josefina Pacheco la Cantárida. Ya de cuarenta años, doña Rita era una real hembra: a juzgar por sus ojos y pestañas que hacían recordar los del daguerrotipo, no debía andar muy descaminada la suposición. Muy joven, viuda, vivía retirada en su arboleda con una parienta anciana y hacía cuanto podía, arreglando en la parroquia los altares, sacudiendo y barriendo, suministrando los remedios prescritos por el cura, aconsejando a unos y hasta socorriendo materialmente a otros. Por lo demás parecía insensible a todo, y don Francisco había escollado muchas veces en sus galanteos y hasta en la inconveniente pretensión de atisbar al través del cerco de colihues, cuando en el rigor de la canícula, doña Rita tomaba un baño en el transparente canal que pasaba por el fondo. En sus mayores apuros, Gregoria recurría a doña Rita. Si el cura estaba enfermo y se empecinaba en no tomar un remedio, doña Rita acudía y su presencia era para el pobre viejo como la del demonio, porque apenas sentía su voz cálida y musical, ya gritaba: -«¡Que no venga, que ya lo estoy tomando!». Y en realidad lo tomaba. Sobre la aversión del párroco a su buena vecina, hacía don Francisco las más graciosas disquisiciones. «Para mi hermano, decía, no hay sino tres enemigos, el mundo, el demonio y la carne. El mundo es la ciudad, el demonio soy yo y doña Rita es la carne». Tal vez recordaba el buen viejo la historia romántica de la Cantárida y veía en la hija, cercana ya al crepúsculo de la vida, algo de ese ardor en la mirada y de esa seducción en la voz, que debieron ser la causa de las desgracias y penas de familia de su remoto antecesor. El hecho es que los vecinos hacían su vida cada uno por su lado, sin ignorarse pero casi sin verse.

Gregoria confió a su amiga sus luchas por los huevos del día. En el campo, entre vecinos, los bienes son comunes, y la buena mujer recibió generosa protección de la vecina. Cada vez que faltaba el consabido manjar, un grito al lado de la palizada advertía a doña Rita que debía pagar su tributo de amistad y media hora después llegaban los huevos calientes, como recién salidos del nidal. ¿Por qué ponían más seguido las gallinas del lado? Pregunta era ésta que preocupaba a Gregoria. El hecho era que el problema había recibido solución práctica y que todo sonreía en ese rincón del mundo fácil de contentar.

Don Francisco era un espíritu irónico e inquieto. Nunca dejaba de mirar al través de los colihues y más de una vez me hizo reír con sus fantásticas invenciones. Continuamente tocaba a Gregoria el punto de los huevos frescos y le increpaba su incapacidad para la crianza de gallinas. Dábale un día recetas para mezclar al maíz pan tostado o tabaco, asegurándole que así la fecundidad de las aves aumentaría; confiábale otras veces que un químico había descubierto que cortando tres plumas al gallo en cada ala y quemando las plumas en el fogón de la cocina, el poder de éste aumentaba en forma extraordinaria. La pobre campesina lo hacía todo y mucho más aun de su cosecha; pero nada mejoraba.

El cura del Romeral andaba un día en unas confesiones lejanas. Yo leía en el largo corredor que daba sobre la plaza del pueblo y dejaba vagar la vista en la vibrante atmósfera fundida por el sol. Ni una alma pasaba por la calle: soledad de la aldea en medio del fuego del estío que enmudece los pájaros, retiene al hombre a la sombra de sus árboles y hace pesar los párpados hasta el sueño. De pronto, don Francisco llegó precipitadamente, se dejó caer en su gran sillón de mimbres y soltó una carcajada homérica. Era inútil hablarle. Todo su cuerpo se sacudía con convulsiones, y la risa detenida un momento volvía a resonar como una explosión histérica. Un perro llegó velozmente y se detuvo a ladrar verdaderamente irritado con los alaridos del viejo. Yo concluí por contagiarme y cada vez que lo miraba me reía con igual entusiasmo, ignorando en absoluto la causa de tan continuada hilaridad. Mucho trabajo me costó sacar la historia que la provocaba. Don Francisco persiguiendo el esclarecimiento del misterio de los huevos, había descubierto el nidal. Pertrechado tras del cerco que separaba el huerto de la casa vecina, reteniendo casi el aliento, había descubierto que doña Rita buscaba los huevos entre el pasto, los elegía cuidadosamente y colocaba los dos más grandes y hermosos en su seno, metiéndolos bajo su camisa según lo aseguraba el espía ensañado en la víctima. De esta manera con tan piadoso ingenio, la buena mujer suplía el calor del nidal y contentaba al viejo cura. «¡Si supiera Ramón -decía el malvado en medio de nuevas explosiones de risa- de qué nido salen calientes los huevos que se engulle con tanto deleite!». Le supliqué no contar a su hermano el descubrimiento. ¿Para qué privarlo de este único placer de su vida? Pero el inexorable verdugo encontraba una infinita alegría en figurarse la escena con que el cura habría de rechazar su alimento contaminado con uno de los más perversos enemigos del hombre. Oyó el pobre cura la historia, se ruborizó intensamente y cuando Gregoria entró llevando el par de blancos y tibios huevos de su almuerzo, levantó iracundo su mano y los hizo saltar violentamente. La pobre mujer quedó como una estatua; yo hacía esfuerzos por no enternecerme y me sonreía y don Francisco salía estremeciéndose de nuevo con sus carcajadas.

El cura del Romeral me ha contado melancólicamente que hoy día odia los huevos a muerte; que siente el más profundo disgusto cuando los encuentra en un cesto en gran cantidad, y que cuando ve pasar unas mujeres jóvenes a su lado, cree que llevan siempre bajo su blusa un par de tan desagradables objetos calentándolos para otro confiado que se apega demasiado a las cosas materiales de esta vida.