El corsario
de Lord Byron


 Cuando el poniente sol al alto faro 
 dio sus adioses últimos, en sombra 
 más que la noche y sus tinieblas densa, 
 el pensamiento hundiose de Medora. 
 Nació y ha muerto el sol del tercer día 
 y aún no Conrado a su regazo torna. 
 No amenaza borrasca nube alguna; 
 débil el viento más propicio sopla; 
 y la nave de Anselmo tornó al puerto 
 y en vano surcó intrépida las olas 
 en busca de su jefe. ¡Ay!, la ardua empresa, 
 aunque siempre al Pirata peligrosa, 
 si este buque aguardaran los corsarios, 
 coronárala acaso la victoria. 
 Ya refresca el crepúsculo la brisa: 
 sentada inmóvil en las duras rocas 
 Medora triste en su aflicción suspira. 
 En la alta cumbre de la parda loma, 
 los ojos en la mar, la halló el ocaso, 
 los ojos en la mar la halló la aurora. 
 La noche cierra: la inquietud la arrastra 
 a las vecinas playas, y llorosa 
 por la mojada orilla al azar corre, 
 sin ver las olas que avanzando sordas 
 bañan sus pies, y lúgubres mugiendo 
 le dicen que huya la engañosa costa. 
 Pero no siente nada; nada escucha: 
 sopla helada la brisa, ¿qué le importa, 
 si más fría que el hálito del viento 
 la angustia heló su corazón traidora? 
 Tal perturbó su mente combatida 
 el hondo afán de tan amargas horas, 
 tan cierta juzga su fatal desgracia, 
 que si el amante que perdido llora 
 de repente a sus brazos se arrojase, 
 muerta cayera delirando loca. 
 Destrozado por fin un buque arriba: 
 los marineros con mirada torva 
 y con aspecto lúgubre, en la playa 
 silenciosos contemplan a Medora. 
 Mancha la sangre sus desnudos brazos; 
 su voz cortada la aflicción sofoca; 
 pocos son, y salváronse del riesgo, 
 pero cómo salváronse aún lo ignoran. 
 Y callados se miran, y cada uno 
 espera que otros el silencio rompan. 
 Medora con los ojos les pregunta; 
 y cuando a hablar van ellos, hablar no osan 
 Perspicaz ella adivinolo todo; 
 mas no desfalleció: sintiose sola 
 al dolor en la tierra abandonada; 
 mas aquella mujer débil y hermosa 
 al nivel del peligro elevar sabe 
 en varonil esfuerzo su alma heroica. 
 Mientras de la esperanza al dulce halago 
 su alma constante vaciló dudosa, 
 la dormida energía evaporose 
 en ternura y en lágrimas; mas hora 
 se concentra indomable, y en su mente 
 desesperado un pensamiento brota: 
 «Cuando nada que amar queda en el mundo, 
 nada hay tampoco que temer.» ¡Ay!, rota 
 la cadena que el hombre al mundo liga, 
 ¡con qué osadía a combatir se arroja! 
 Es que esas armas que el delirio esgrime 
 la desesperación es quien las forja. 

 -«¿Calláis...? ¿Calláis?... Tenéis razón: no quiero 
 ni un acento escuchar de vuestra boca. 
 Pero, no, no; decicime... ¡ay!, no me atrevo... 
 Decid, decid; en la fatal derrota, 
 ¿qué fue de mi Conrado? -Lo ignoramos. 
 Apenas de la noche entre las sombras 
 pudimos escapar. Pero no ha muerto: 
 algunos, a la luz de las antorchas, 
 rotas sus armas y manchado en sangre, 
 encadenado viéronle, señora.» 
 No escuchó más: en su interior en vano 
 aún la lucha, esforzándose prolonga; 
 los pensamientos que evitaba, entonces 
 a su mente en tropel todos se agolpan. 
 Al alma fuerte que en febril firmeza 
 brava el peligro contrastó, las cortas 
 palabras del corsario han ya rendido. 
 Vacila desmayada y cae Medora 
 a la orilla del mar, y otro sepulcro 
 le evitarán tal vez las turbias olas, 
 si a las iras del mar no la arrancasen 
 ansiosos los piratas, que se asombran 
 al sentir que sus ojos se humedecen 
 y que a pesar de contenerse, lloran. 
 En sus mejillas, antes sonrosadas, 
 como la muerte hoy pálidas, arrojan 
 el agua amarga sus callosas manos, 
 y de nuevo a la vida la retornan, 
 y a sus siervas llamando, el cuerpo frío 
 en sus brazos inmóvil abandonan, 
 Y en solemne silencio lo contemplan 
 mientras en triste coro ellas sollozan. 

 Y mudos los corsarios lentamente 
 trepando van por las agrestes rocas 
 y a la gruta de Anselmo se encaminan 
 a comenzar la relación penosa; 
 que siempre a los valientes fue asaz duro 
 contar una batalla sin victoria. 

 Audaces planes que el despecho dicta 
 y la venganza y el furor provocan 
 en voz alta propuso la osadía 
 en aquella asamblea tumultuosa. 
 Quién habla de rescate y de tesoros, 
 quién un ataque repentino apoya; 
 todos de muerte y de venganza tratan, 
 nadie la fuga o el reposo abona. 
 El alma de Conrado aún se cernía 
 sobre los restos de su osada tropa, 
 y arrojaba de su isla la flaqueza 
 que desmayada al infortunio postra. 
 Sea cual fuere su destino incierto, 
 los que siguieron su bandera roja 
 le salvarán o aplacarán sus manes. 
 Pocos, muy pocos son; pero no importa: 
 que cuando fieles son los corazones 
 los fuertes brazos su valor redoblan.