El conde de Montecristo: 1-22

El conde de Montecristo
Primera parte: El castillo de If
Capítulo 22

de Alejandro Dumas
Capítulo veintidós
Los contrabandistas

Dantés había pasado escasamente un día a bordo, y ya sabía perfectamente a qué casta de pájaros pertenecía aquella gente. Aunque no hubiese aprendido en la escuela del abate Faria, el digno patrón de La joven Amelia (tal era el nombre de la tartana), sabía casi todas las lenguas que se hablan en torno a ese gran lago llamado Mediterráneo, desde el árabe hasta el provenzal. Con ello se ahorraba intérpretes, gentes fastidiosas de suyo y tal vez indiscretas, y le era más fácil y directo entenderse, ya con los buques que encontraba a su paso, ya con las barquillas con las que tropezaba en las costas, ya en fin con esos seres sin nombre, sin patria y sin oficio aparente, que nunca faltan en esos barrios bajos de los puertos de mar, y que se alimentan de ese maná misterioso y oculto atribuido a la Providencia, de quien efectivamente debe venir, pues el observador más perspicaz no descubriría en ellos medio alguno visible de ganarse la vida.

Ya se adivinará fácilmente que Dantés se hallaba a bordo de un barco contrabandista.

Por esto le recibió el patrón al principio con cierta desconfianza. Como se hallaba en tan malas relaciones con los aduaneros de la costa, y como entre él y ellos porfiaban a quién engañaba a quién, pensó al principio que Dantés era simplemente un espía de la Hacienda que empleaba tan ingenioso medio para penetrar los secretos del oficio, pero el modo brillante con que Dantés se defendió cuando trató de sonsacarle, le dejó casi enteramente convencido. Cuando vio flotar después aquella columna de humo sobre el baluarte del castillo de If, y cuando oyó el estampido remoto del cañonazo, se imaginó por un instante que acababa de recibir a bordo a uno de esos por quienes se disparan cañonazos a la entrada y a la salida, como por los reyes. En honor de la verdad, justo es decir que esto le importaba menos que si fuese un aduanero el recién venido, pero también esta segunda suposición desvanecióse como la primera, gracias a la impasible serenidad de Edmundo. Alcanzó, pues, éste la ventaja de saber quién era su patrón, sin que su patrón supiera quién era él. No le atacaba ni el patrón ni marinero alguno por lado que no defendiera perfectamente, ya hablando de Nápoles, ya de Malta, que conocía tan bien como Marsella, y todo con una exactitud que hacía mucho honor a su memoria.

Así, pues, el genovés fue quien se dejó engañar por Edmundo, al cual favorecía su dulzura, su pericia náutica y en particular su refinado disimulo.

¿Quién sabe, además, si el genovés era uno de esos hombres que tienen bastante talento para no saber nunca más que lo que deben saber, ni creer nunca más que aquello que les importa creer? En esta recíproca situación les sorprendió la llegada a Liorna.

Allí debía intentar Edmundo otra prueba, que era saber si se reconocería a sí mismo, al cabo de catorce años que no se veía. Conservaba una idea muy exacta de lo que había sido cuando joven, e iba a ver lo que era cuando hombre. En concepto de sus camaradas, ya estaba cumplido su voto, y entró en la calle de San Fernando, en casa de un barbero a quien conocía de sus anteriores viajes.

El barbero vio con asombro a aquel hombre de larga cabellera y de espesa y negra barba, semejante a esas cabezas tan hermosas que pintó Ticiano. En aquella época no se usaban la barba ni el cabello tan largos.

Cuando Edmundo sintió perfectamente afeitada su barba, cuando sus cabellos quedaron como los llevaban todos comúnmente, pidió un espejo para mirarse.

Como ya dejamos dicho, tenía treinta y tres años, y los catorce que pasó en el castillo de If habían cambiado su fisonomía.

Entró en el castillo con ese rostro risueño e infantil del joven que es feliz, y que da sin trabajo ni pena sus primeros pasos en el sendero de la vida, fiando en el porvenir, como consecuencia natural de lo pasado. Todo eso había desaparecido. Su cara ovalada era ahora angulosa; su boca risueña formaba esos pliegues tirantes que indican firmeza y resolución, sus cejas se juntaban debajo de una arruga, que aunque única, declaraba la actividad de su pensamiento, sus ojos se habían como impregnado de profundísima tristeza, y a veces emitían fulminantes destellos de odio y de misantropía; su tez, por tanto tiempo privada de la luz del día y de los rayos del sol, había tomado ese color mate que cuando va unido a cabellos negros constituye la belleza aristocrática de los hombres del Norte. La profunda ciencia que había aprendido ceñía su rostro como una aureola de inteligente superioridad.

Además, aunque de estatura bastante elevada, tenía el vigor de un cuerpo que vive siempre concentrando sus fuerzas. La elegancia de sus formas, nerviosas y enjutas, había adquirido muscular solidez; los sollozos, las oraciones y las blasfemias habían cambiado tanto su voz, que unas veces era de exquisita dulzura y otras tenía un acento agreste y casi bronco.

Como acostumbrados a la oscuridad y a la luz opaca, sus ojos habían adquirido esa rara facultad que tienen los de la hiena y el lobo de distinguir los objetos en medio de la oscuridad. Edmundo sonrió al contemplar su imagen en el espejo. Era imposible que su mejor amigo, si le quedaba algún amigo todavía, le reconociese, puesto que apenas se conocía a sí mismo.

El patrón de La joven Amelia, a quien importaba mucho tener en su tripulación un hombre del temple de Dantés, le propuso algunos adelantos a cuenta de sus ganancias futuras, y aceptó. Lo primero que hizo al salir de la barbería donde había sufrido su primera metamorfosis, fue entrar en una tienda de ropas a comprarse un vestido de marinero. Este vestido, como todo el mundo sabe, es muy sencillo y se compone de un pantalón blanco, una camisa rayada y un gorro frigio.

Cuando volvió Dantés al barco, llevando a Jacobo la camisa y el pantalón que le había prestado, viose en la precisión de repetir su historia, pues el patrón no acertaba a reconocer en aquel elegante marinero al hombre de espesa barba que desnudo y moribundo había recogido en La Joven Amelia, con los cabellos llenos de algas y el cuerpo empapado en agua de mar.

Seducido por su buena planta, renovó a Dantés sus proposiciones de enganche, pero como éste tenía otros proyectos, no las quiso aceptar sino por tres meses. Pocas tripulaciones se habrán visto tan activas como la de La Joven Amelia, ni pocos patrones como el suyo, tan amigos de aprovechar el tiempo. A los ocho días escasos de su estancia en Liorna, estuvieron los redondos costados de la tartana llenos de muselinas pintadas, algodones de contrabando, pólvora inglesa, y tabaco que no quería pagar derechos a la aduana. Tratábase de sacar todas estas mercancías de Liorna, puerto franco, y desembarcarlo en las costas de Córcega, desde donde se encargarían ciertos especuladores de introducirlo en Francia.

Edmundo volvió a cruzar aquel mar azulado, primer horizonte de su juventud, objeto de todos sus sueños en el calabozo, y dejando a la derecha a la Gorgona, y a la Pianosa a la izquierda, se dirigió a la patria de Paoli y de Napoleón.

Al día siguiente, al subir como acostumbraba todos los días muy temprano, el patrón encontró a Dantés apoyado en la borda, mirando con extraña atención una mole de rocas que el sol coloreaba con su rosada luz. Era la isla de Montecristo. La Joven Amelia la dejó a tres cuartos de legua a estribor, y siguió su ruta a Córcega.

Dantés pensaba, al mirar aquella isla de tan dulce nombre para él, que con echarse al agua llegaría en media hora a la tierra prometida, pero ¿qué haría allí, sin herramientas para sacar su tesoro, y sin armas para defenderlo? ¿Qué dirían, además, los marineros? ¿Qué pensaría el patrón? Era preciso esperar.

Por fortuna sabía esperar. Había esperado catorce años la libertad, de manera que ahora que era libre podía esperar mejor seis meses o un año la riqueza. Si le hubieran brindado la libertad sin riqueza, ¿no la habría aceptado? Además, ¿no era aquella riqueza enteramente fantástica? Nacida en la imaginación enferma del pobre abate Faria, ¿no habría muerto con él? Aunque, en realidad, la carta del cardenal Spada era una prueba concluyente. Y repetía la carta en su memoria de cabo a rabo, sin olvidar una letra.

Por fin llegó la noche. Edmundo vio pasar a su isla por todas las gradaciones de las tintas del crepúsculo, y perderse para todos en la oscuridad, menos para él, que, acostumbrado a las tinieblas de su prisión, continuó viéndola sin duda, puesto que fue el último que quedó sobre cubierta.

El día siguiente les amaneció a la altura de Aleria, y se pasó todo en contraventear. Por la noche aparecieron unos hombres en la costa, lo que indudablemente constituía la señal de que podía efectuarse el desembarco, puesto que se puso un fanal en el asta-bandera de la tartana, que llegó a tiro de fusil de la orilla. Dantés había observado que al aproximarse a la orilla, el patrón de La Joven Amelia se había pertrechado, sin duda para las circunstancias solemnes, con dos culebrinas, que sin hacer mucho ruido por su tamaño podían arrojar a mil pasos balas de a cuarterón. Pero aquella noche fue inútil semejante precaución, porque todo salió a pedir de boca. Arrimáronse a la sordina cuatro chalupas a la tartana, que sin duda, para hacerles los honores botó al mar su propia chalupa, portándose tan bien las cinco, que a las dos de la mañana estaba en tierra todo el cargamento de La Joven Amelia.

Tan hombre de orden era el patrón, que aquella misma noche se repartieron las ganancias, tocándole a cada uno cien libras toscanas o lo que es lo mismo, ochenta francos sobre poco más o menos en moneda francesa.

Pero aún no se había concluido la expedición, sino que hicieron rumbo a Cerdeña, donde tenían que emplear el dinero que acababan de recoger.

Esta segunda operación fue tan afortunada como la primera. Estaba de suerte la tartana.

Componíase el nuevo cargamento casi todo él de cigarros habanos, vinos de Jerez y Málaga, con destino al ducado de Luca. Pero allí tuvieron que sostener una refriega con los aduaneros, eternos enemigos del patrón de La Joven Amelia. Aquellos tuvieron un muerto, y dos heridos la tripulación. Dantés era uno de estos dos heridos; una bala le había atravesado la carne del hombro derecho.

Aquella escaramuza y aquella herida dejaron a Dantés muy satisfecho de sí mismo, pues le demostraron, aunque con la dureza acostumbrada, la influencia que podrían tener los dolores sobre su corazón. Sonriendo había arrostrado el peligro, y al recibir el balazo había dicho como aquel filósofo de Grecia: “Dolor, no eres un mal”.

Además había contemplado al aduanero moribundo, y bien porque le hiciese la lucha sanguinario, bien porque sus sentimientos humanitarios estuviesen ya muy fríos, aquel espectáculo no le causó sino pasajera impresión. Ya estaba Dantés templado como deseaba, ya el objeto de todos sus afanes se realizaba... ya el corazón se le iba petrificando en el pecho. En desquite, Jacobo, que al verle caer en la acción le tuvo por muerto, se había apresurado a levantarle del suelo, y a curarle como un excelente camarada.

Este mundo no era tan bueno como el doctor Pangloss suponía, pero tampoco era tan malo como se lo figuraba Dantés, puesto que un hombre que si algo podía esperar de su compañero era sólo la mezquina herencia de la suma que había ganado, se afligía de tal modo con su desgracia.

Por fortuna, como ya hemos dicho, Dantés no estaba más que herido. Gracias a ciertas hierbas cogidas en épocas determinadas, que venden a los contrabandistas las viejas sardas, la herida se cerró muy pronto. Entonces trató Edmundo de probar a Jacobo, ofreciéndole dinero en recompensa de sus atenciones, pero Jacobo lo rehusó con indignación. La consecuencia de esta simpatía que Jacobo demostró a Edmundo desde el primer momento, fue que Edmundo experimentase también por Jacobo cierto afecto, pero el marinero no exigía más, adivinando instintivamente que el discípulo del abate Faria era muy superior a su posición y a aquellos hombres, superioridad que Edmundo sólo de él dejaba traslucir. El pobre marino se contentaba, pues, con esto, aunque era bien poco. En esos días, que tan largos resultan a bordo, cuando la tartana paseaba tranquilamente por aquel mar azul, sin necesitar de otra ayuda que la del timonel, gracias al viento favorable que henchía sus velas, Edmundo, con un mapa en la mano, hacía con Jacobo el papel que con él había desempeñado el pobre abate Faria. Le explicaba la situación de las costas, las alteraciones de la brújula, y enseñándole, en fin, a leer en ese gran libro abierto sobre nuestras cabezas, escrito por Dios con letras de diamantes, en páginas azules.

Y al preguntarle Jacobo:

-¿Para qué ha de aprender todas esas cosas un pobre marino como yo?

Edmundo le respondía:

-¿Quién sabe? Acaso llegues un día a ser capitán de barco. ¿No ha llegado a ser emperador tu compatriota Bonaparte?

Nos habíamos olvidado de decir que Jacobo era corso.

Dos meses y medio pasaron en estos viajes. Edmundo llegó a ser tan excelente costeño, como en otro tiempo había sido hábil marino, trabando amistad con todos los contrabandistas de la costa y aprendiendo los signos masónicos que sirven a estos semipiratas para entenderse entre sí. Veinte veces habían pasado a la ida o a la vuelta por delante de la isla de Montecristo, pero ni una sola tuvo ocasión de desembarcar en ella.

Había tomado su resolución. Tan pronto como terminara su ajuste con La Joven Amelia, alquilaría una barquilla (que bien lo podría hacer, pues había ahorrado unas cien piastras en sus viajes), y con un pretexto cualquiera se encaminaría a la isla de Montecristo. Allí haría libremente sus pesquisas. Y, con todo, no con libertad entera, pues de seguro le espiarían los que le hubiesen conducido; pero, a la larga, en este mundo es preciso arriesgar algo. La prisión había hecho al joven tan prudente, que hubiera deseado no arriesgar nada. Pero por más que ponía a prueba su resignación, que era tan fecunda, no encontraba otro medio de arribar a la deseada isla.

Dantés luchaba con tales incertidumbres cuando el patrón, que tenía en él mucha confianza, y deseaba retenerle a su servicio, le cogió una noche del brazo y le condujo a una taberna de la calle del Oglio, donde acostumbraba a reunirse la flor de los contrabandistas de Liorna.

Era allí donde generalmente se fraguaban todos los alijos de la Costa. Ya en dos o tres ocasiones había entrado Edmundo en esa bolsa marítima, y al ver reunidos a aquellos audaces marineros, que dominan como señores absolutos en un litoral de dos mil leguas a la redonda, se había preguntado a sí mismo cuán poderoso no sería el hombre que llegara a imponer su voluntad a todas aquellas diferentes voluntades.

Tratábase a la sazón de un gran negocio. Se trataba de encontrar un terreno neutral, donde pudiera un barco cargado de tapices turcos, telas de Levante y cachemiras, trasladar su cargamento a los barcos contrabandistas, que se encargarían de despacharlo en Francia.

La ganancia era enorme si el negocio salía bien, cuando menos tocarían cincuenta o sesenta piastras a cada marinero. El patrón de La Joven Amelia propuso para este objeto la isla de Montecristo, que, desierta, sin aduaneros ni soldados, parece colocada a propósito en medio del mar allá por los tiempos olímpicos por el mismo Mercurio, dios de los comerciantes y de los ladrones, oficios que nosotros hemos hecho diferentes, pero en la antigüedad, según parece, eran hermanos gemelos.

El nombre de Montecristo hizo estremecer a Dantés. Para ocultar su emoción, tuvo que ponerse de pie y dar una vuelta por la taberna, donde se hablaban todos los idiomas del mundo conocido. Cuando volvió a reunirse con sus compañeros, estaba ya resuelto el desembarco en Montecristo, y la partida para la noche siguiente.

La opinión de Dantés, al que consultaron, fue que la isla ofrecía todas las seguridades posibles, y que las grandes empresas, para salir bien, se han de llevar a cabo sobre la marcha. En nada se alteró el programa. A la noche siguiente se aparejaría, y como el viento era favorable, al amanecer se hallarían en las aguas de la isla designada.


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