El comendador Mendoza: 27

El comendador Mendoza
de Juan Valera
Capítulo XXVI

Capítulo XXVI

Cuando el padre y el Comendador se quedaron solos de nuevo, cerró éste la puerta e interrogó al padre en voz baja sobre lo que había oído a Doña Blanca, sobre lo que había hablado con Clarita; pero nada sacó en limpio.

El P. Jacinto parecía otro del que antes era. Mostrábase preocupado; buscaba evasivas para no contestar a derechas: sus misterios y reticencias daban a su interlocutor una confusa alarma.

Al fin tuvo D. Fadrique que dejar partir al fraile, sin averiguar nada más que lo que ya sabía.

Aquella noche no salió de su cuarto; no quiso ver a nadie; pretextó hallarse indispuesto, para encerrarse y aislarse.

Se pasaron horas y horas, y aunque se tendió en la cama, no pudo dormir. Mil tristes ideas le atormentaban y desvelaban.

Rendido de la fatiga, se entregó al sueño por un momento; pero tuvo visiones aterradoras.

Soñó que había asesinado a Doña Blanca, y soñó que había asesinado a su hija. Ambas le perdonaban con dulzura, después de muertas; pero este perdón tan dulce le hacía más daño que las punzantes palabras que aquel día había escuchado de boca de su antigua querida. Ésta y Clara se ofrecían a su imaginación con la palidez de la muerte, con los ojos fijos y vidriosos, pero como triunfantes y serenas, subiendo lentamente por el aire, hacia la región del cielo, y entonando un antiguo himno religioso, que siempre había atacado los nervios y contrariado los sentimientos harto gentílicos del Comendador por su fúnebre ternura, por su identificación del amor y de la muerte, y por su misantrópica exaltación del ser del espíritu por cima de todo deleite, contento, esperanza, consolación o bien posible en la tierra.

Las mujeres, que iban subiendo al cielo, cantaban; y D. Fadrique oía, a través del ambiente tranquilo, los últimos versos del himno, que decían:


Mors piavit, mors sanavit
insanatum animum


Con estos dos versos en la mente se despertó D. Fadrique.

Apenas se hubo vestido, oyó que daban golpecitos a la puerta.

-¿Quién es? -preguntó.

-Soy yo, tío -dijo la dulce voz de Lucía-. Tengo que hablar con V. ¿Puedo entrar?

-Entra, -contestó el Comendador con bastante zozobra de que Lucía trajese malas noticias.

La cara de Lucía estaba demudada. Los ojos algo encarnados, como si hubiesen vertido lágrimas.

-¿Qué hay? -dijo D. Fadrique.

-Que Doña Blanca está muy mala. Clara me escribe diciéndomelo, y me ruega que haga la caridad de ir a acompañarla.

-¿Y se sabe qué tiene Doña Blanca?

-Yo, tío, no lo sé. El mal ha venido de súbito. La criada, que me trajo la carta de Clarita, dijo que su ama cayó enferma como herida por un rayo; que eso es verdad, la señora estaba delicada, pero que al fin lo pasaba regular, como casi todos, cuando de repente, cual si hubiera tenido alguna aparición de los malos y hubiera peleado con ellos, cayó en tal postración, que ha sido menester ponerla en la cama, donde está aún con calentura.

Don Fadrique sintió un frío repentino, que discurría por todo su cuerpo y que hasta los huesos le penetraba. Imaginó que se le erizaban los cabellos. Se inmutó; pero con habla interior dijo para sí:

-En efecto, ¿habré sido tan brutal que la haya asesinado?

Notando después que Lucía no tenía más que decir y aguardaba respuesta, el Comendador hizo un esfuerzo para aparentar serenidad, y dijo a su sobrina:

-Ve, hija mía; ve a cumplir con ese deber de caridad y de amistad para con Clarita. Procura consolarla. ¡Ojalá que el padecimiento de Doña Blanca no tenga peores consecuencias!

-Voy volando, -replicó Lucía.

Y sin aguardar más, con la venia de su madre, que ya tenía, bajó la escalera y se fue a la casa inmediata.