El cántico de Navidad: Tercera estrofa

El cántico de Navidad
de Charles Dickens
Tercera estrofa
TERCERA ESTROFA
el segundo de los tres espíritus

Se despertó á causa de un sonoro ronquido.

Incorporándose en el lecho trató de recoger sus ideas. No hubo precision de advertirle que el reloj iba á dar la una. Conoció por sí mismo que recobraba el conocimiento, en el instante crítico de trabar relaciones con el segundo espíritu que debia acudirle por intervencion de Jacobo Marley. Pareciéndole muy desagradable el escalofrío que experimentaba por adivinar hácia qué lado le descorreria las cortinas el nuevo espectro, las descorrió él mismo, y reclinando la cabeza sobre las almohadas, se puso ojo avizor, porque deseaba afrontar denodadamente al espíritu así que se le apreciese, y no ser sorprendido ni que le embargase una emocion demasiado viva.

Hay personas de espíritu despreocupado, hechas á no dudar de nada; que se rien de toda clase de impresiones; que se consideran en todos los momentos á la altura de las circunstancias; que hablan de su inquebrantable valor enfrente de las aventuras más imprevistas y se declaran preparados á todo, desde jugar á cara ó cruz hasta comprometerse en un lance de honor (creo que apellidan de esta manera al suicidio). Entre estos dos extremos, aunque separados, á no dudarlo, por anchuroso espacio, existen infinidad de variedades. Sin que Scrooge fuera un maton como los que acabo de indicar, no puedo menos de rogaros que veais en él á una persona que estaba muy resuelta á desafiar un ilimitado número de extrañas y fantásticas apariciones, y á no admirarse absolutamente de nada, ya se tratase de un inofensivo niño en su cuna, ya de un rinoceronte.

Pero si estaba preparado para casi todo, no lo estaba en realidad para no esperar nada, y por eso cuando el reloj dió la una, sin que apareciese ningun espíritu, se apoderó de él un escalofrío violento y se puso á temblar con todo su cuerpo. Transcurrieron cinco minutos, diez minutos, un cuarto de hora y nada se veia. Durante aquel tiempo permaneció tendido en la cama, sobre la que se reunian, como sobre un punto central, los rayos de una luz rojiza que lo iluminó completamente al dar la una. Esta luz, por sí sola, le producia más alarma que una docena de aparecidos, porque no podía comprender ni la significación ni la causa, y hasta se figuraba que era víctima de una combustion espontánea, sin el consuelo de saberlo. A lo último comenzó á pensar (como vos y yo lo hubiéramos hecho desde luego, porque la persona que no se encuentra en una situacion difícil es quien sabe lo que se deberia hacer y lo que hubiera hecho); á lo último, digo, comenzó á pensar que el misterioso foco del fantástico resplandor podria estar en el aposento inmediato, de donde, á juzgar por el rastro lumímico, parecia venir. Esta idea se apoderó con tanta fuerza de Scrooge, que se levantó sobre la marcha, y poniéndose las zapatillas fué suavemente hácia la puerta.

En el momento en que ponia la mano sobre el picaporte, una voz extraña lo llamó por su nombre y le excitó á que entrase. Obedeció.

Aquel era efectivamente su salon, no habia duda, pero transformado de una manera admirable. Las paredes y el techo estaban magníficamente decorados de verde follaje: aquello parecia un verdadero bosque, lleno en su fronda de bayas relucientes y camesíes. Las lustrosas hojas del acebo y de la hiedra reflejaban la luz como si fueran espejillos. En la chimenea brillaba un bien nutrido fuego, como no lo habia conocido nunca en la época de Marley y en la de Scrooge. Amontonados sobre el suelo y formando como una especie de trono, habia pavos, gansos, caza menor de toda clase, carnes frias, cochinillos de leche, jamones, varas de longaniza, pasteles de picadillo, de pasas, barriles de ostras, castañas asadas, carmíneas manzanas, jugosas naranjas, suculentas peras, tortas de reyes y tazas de humeante ponche que oscurecia con sus deliciosas emanaciones la atmósfera del salon. Un gigante, de festivo aspecto, de simpática presencia, estaba echado con la mayor comodidad en aquella cama, teniendo en la mano una antorcha encendida, muy semejante al cuerno de la abundancia: la elevó por encima de su cabeza, á fin que alumbrase bien á Scrooge cuando éste entrabrió la puerta para ver aquello.

—Adelante, gritó el fantasma; adelante. No tengais miedo de trabar relaciones conmigo.

Scrooge entró tímidamente haciendo una reverencia al espíritu. Ya no era el ceñudo Scrooge de antaño, y aunque las miradas del fantasma expresaban un carácter benévolo, bajó ante las de éste las suyas.

—Soy el espíritu de la presente Navidad, dijo el fantasma. Miradme bien.

Scrooge obedeció respetuosamente. El espectro vestía una sencilla túnica de color verde oscuro, orlada de una piel blanca. La llevaba tan descuidadamente puesta, que su ancho pecho aparecia al descubierto como si despreciase revestirse de ningun artificio. Los piés, que se veian por bajo de los anchos pliegues de la túnica, estaban igualmente desnudos. Ceñia á la cabeza una corona de hojas de acebo sembradas de brillantes carámbanos. Las largas quedejas de su oscuro cabello pendian libremente; su rostro respiraba franqueza; sus miradas eran expresivas; su mano generosa; su voz alegre, y sus ademanes despojados de toda ficcion. Suspendida del talle llevaba una vaina roñosa, pero sin espada.

—¡No habeis visto cosa que se le parezca! dijo el espíritu.

—Jamás.

—¿No habeis viajado con los individuos más jóvenes de mi familia; quiero deciros (porque yo soy jóven) mis hermanos mayores de estos últimos años?

—No lo creo y aun sospecho que no. ¿Teneis muchos hermanos?

—Más de mil ochocientos.

—¡Familia terriblemente numerosa, gigante!

El espíritu de la Navidad se levantó.

—Conducidme, dijo con sumision Scrooge, adonde querais. He salido anoche contra mi voluntad y he recibido una leccion que comienza á producir sus frutos. Si esta noche teneris alguna cosa que enseñarme, os prometo que la aprovecharé.

—Tocad mi vestido.

Scrooge cumplió la órden y se agarró á la túnica. Inmediatamente se desvaneció aquel conjunto de comestibles que en el salon habia. El aposento, la luz rojiza, hasta la misma noche desaparecieron tambien, y los viajeros se encontraron en las calles de la ciudad la mañana de Navidad, cuando las gentes, bajo la impresion de un frio algo vivo, producian por todas partes una especie de música discordante, raspando la nieve amontonada delante de las casas ó barriéndola de las canalones, de donde se precipitaba en la calle con inmensa satisfaccion de los niños, que creian ver en aquello como avalanchas en pequeño.

Las fachadas de los edificios, y aun más las ventanas, aparecian doblemente oscuras, por la diferencia que resultaba comparándolas con la nieve depositada en los tejados y aun con la de la calle, si bien ésta no conservaba la blancura de aquélla, pues los carromatos con sus macizas ruedas la habian surcado profundamente: los carriles se extrecruzaban de mil modos millares de veces en la desembocadura de las calles, formando un inestricable laberinto sobre el amarillento y endurecido lodo y sobre el agua congelada. Las calles más angostas desaparecian bajo una espesa niebla, la cual caia en forma de aguanieve, mezclada con hollín, como si todas las chimeneas de la Gran Bretaña se hubieran concertado para limpiarse alegremente. Londres, entonces, no tenia nada de agradable, y sin embargo, se echaba de ver por de quiera un aire tal de regocijo, que ni en el dia más hermoso, ni bajo el sol más deslumbrante del verano se veria otro igual.

Un efecto. Los hombres que se ocupaban de limpiar la nieve de los tejados, parecian gozosos y satisfechos. Se llamaban unos á otros, y de rato en rato se dirigian, chancéandose, bolas de nieve (proyectil más inofensivo seguramente que muchos sarcasmos) riéndose cuando acertaban y aun más cuando no.

Las tiendas de volatería estaban medio abiertas tan sólo: las de frutas y verduras lucian en todo su esplendor. Por esta parte se ostentaban á cada lado de las puertas, anchurosos y redondos canastos henchidos de soberbias castañas, como ostentan sobre su vientre el ámplio chaleco los panzudos y viejos gastrónomos: aquellos canastos parecian próximos á caer, víctimas de su apoplética corpulencia. En otra parte figuraban las cebollas de España, rojas, de subido color, de abultadas formas, recordando por su gordura los frailes de su patria, y lanzando arrebatadoras miradas á las jóvenes que, al pasar por allí, se fijaban discretamente en las ramas de hiedra suspendidas de las paredes. Más allá, en apetitosos montones, peras y manzanas; racimos de uvas que los vendedores habian tenido la delicada atencion de exponer, en lugar visible, para que á los aficionados se les hiciera la boca agua y refrescaran así gratis; pilas de avellanas musgosas y morenas que train á la memoria los paseos en el bosque, donde se hunde uno hasta el tobillo en las hojas secas; biffins de Norfolk gruesos y oscuros, que resaltaban el color de las naranjas y de los limones, recomendables por su aspecto jugoso, para que los compraran á fin de servirlos á los postres.

Los peces de oro y de plata, expuestos en peceras, en medio de aquellos productos escogidos, si bien individuos de una raza triste y apática, parecian advertir, aunque peces, que sucedia algo extraordinario, porque giraban por su estrecho recinto con estúpida agitacion.

¡Y los ultramarinos! Sus tiendas estaban casi cerradas, excepto un tablero ó dos, pero ¡qué magníficas cosas se podian ver por las aberturas de estos! No era solamente el agradable sonido de las balanzas al caer sobre el mostrador, ni el crujido del bramante entre las hojas de las tijeras que lo separaban del carrete para atar los lios, ni el rechinamiento incesante de las cajas de hoja de lata donde se conserva el thé ó el café para servirlo á los parroquianos. Tras, tras, tras, sobre el mostrador: aparecen, desaparecen, se revuelven entre las manos de los dependientes como los cubiletes entre las de un prestidigitador. Allí no se debía fijar uno especialmente en elaroma del thé y del café tan agradables al olfato. Las pasas hermosas y abundantes; las almendras tan blancas; las cañas de canela tan largas y rectas; las demás especias tan gustosas; las frutas confitadas y envueltas en azúcar candi, á cuya sola vista los curiosos se chupaban el dedo; los jugosos y gruesos higos; las ciruelas de Toura y de Agen, de suave color rojo y gusto ácido, en sus ricas cestillas; y por último, todo lo que allí habia adornado con su traje de fiesta, llamaba la atencion. Era preciso ver á los afanosos parroquianos realizar los proyectos que habian formado para aquel dia, empujarse, tropezarse violentamente con la banasta de las provisionesm olvidándose, á lo mejor, de sus compras, volviendo á buscarlas precipitadamente, cometiendo otras equivocaciones, pero sin perder el buen humor, entranto que el dueño de la tienda y sus dependientes daban tantas muestras de amabilidad y de franqueza que no habia más que pedir.

Pero luego llamaron las campanas de las iglesias y de las capillas á que se acudiese á los oficios: bandadas degentes vestidas con sus mejores trajes, con muestras de júbilo y ocupando de lado á lado las calles acudieron al llamamiento. A la vez y desembocando de las callejuelas laterales y de los pasadizos, se dirigieron un gran número de personas á los hornos para que les asaran las comidas. Esto inspiró un interés grandísimo al espíritu, porque situándose con Scrooge á la puerta de una tahona, levantaba la tapadera de los platos, á medida que los iban llevando, y como que los regaba de incienso con su antorcha; antorcha bien extraordinaria en verdad, porque en dos ocaciones, habiéndose tropezado, un poco bruscamente, algunos de los portadores de comidas, á causa de la prisa que llevaban, dejó caer sobre ellos unas pocas gotas de agua, é inmediatamente los enojados tomaron á risa el fracaso, diciendo que era una vergüenza reñir en Navidad. Y nada más cierto, Dios mío, nada más cierto.

Poco á poco fueron cesando las campanas y los tahonas se cerraron, pero qudaba como un placer anticipado de las comidas, de los progresos que iban haciendo, en el vapor que se difundia por el aire escapándose de los encendidos hornos.

— ¿Tienen alguna virtud particular las gotas que se desprenden de vuestra antorcha? preguntó Scrooge.

—Seguramente: mi virtud.

—¿Puede comunicarse á toda clase de comida hoy?

—A toda clase de manjar ofrecido de buen corazon y particularmente á las personas más pobres.

—¿Y por qué á las más pobres?

—Porque son las que sienten mayor necesidad.

—Espíritu, dijo Scrooge despues de meditar un rato; estoy admirado de que los seres que se agitan en las esferas suprasensibles, que espíritus como vosotros, se hayan encargado de una comision poco caritativa; la de privar á esas pobres gentes de las ocaciones que se les ofrecen de disfrutar un placer inocente.

—¡Yo! exclamó el espíritu.

—Sí, porque les privais de medios de comer cada ocho dias; en el dia en que se puede decir verdaderamente que comen. ¿No es positivo?

—¿Yo?

—Ciertamente: ¿no consiste en vosotros que esos hornos se cierren en el dia del sabado? ¿No resulta entonces lo que yo he dicho?

—¿Yo, yo, busco eso? —¡Perdonadme si me he equivocado! Eso se hace en vuestro nombre ó por lo menos en el de vuestra familia.

—Hay, dijo el espíritu, en la tierra donde habitais, hombres que abrigan la presuncion de convencernos, y que se sirven de nuestro nombre para satisfacer sus culpables pasiones, el orgullo, la perversidad, el odio, la envidia, la mojigatería y el egoismo, pero son tan ajenos á nosotros y á nuestra familia, como si no hubieran nacido nunca. Acordaos de esto y otra vez hacedles responsables de lo que hagan y no á nosotros.

Scrooge se lo prometió y de seguida se trasladaron, siempre invisibles, á los arrabales de la ciudad. En el espíritu residia una facultad maravillosa (y Scrooge lo advirtió en la tahona); la de poder sin inconveniente, y á pesar de su gigantesca estatura, acomodaron á todos los lugares, sin que bajo el techo menos elevado perdiese nada de su elegancia, de su natural majestad, como si se encontrase dentro de la bóveda más elevada de un palacio.

Impulsado, acaso, por el gusto que tenía el espíritu en demostrar esta facultad suya, ó por su naturaleza benévola y generosa para con los pobres, condujo á Scrooge al domicilio de su dependiente. Al atravesar los umbrales, sonrió el espíritu y se detuvo para cehar una bendicion, regando además con la antorcha el humilde recinto de Bob Cratchit. Eso es. Bob no tenía más que quince bob[1] por semana: cada sábado se le entregaban quince ejemplares de su nombre de pila, y sin embargo, no por eso dejó el espíritu de la Navidad de bendecir aquella pobre morada compuesta de cuatro aposentos.

Entonces se levantó Mrs. Cratchit, mujer de Cratchit, vestida con un traje vuelto, pero en compensacion adornada de muchas cintas muy baratas, de esas cintas que producen tan buen efecto no obstante lo poquísimo que valen. Estaba disponiendo la mesa ayudada de Belinda Cratchit, la segunda de sus hijas, tan encintada como su buena madre, mientras que maese Pedro Cratchit, el mayor de los hijos, metia su tenedor en la marmita llena de patatas y estiraba cuanto le era posible su enorme cuello de camisa; no precisamente su cuello, sino el de su padre, pues éste se lo habia prestado, en honor de la Navidad, á su heredero presuntivo, quien orgulloso de verse tan acicalado, ansiaba lucirse en el paseo más concurrido y elegante. Otros dos pequeños Cratchit, niño y niña, penetraron en la habitacion diciendo que habian olfateado el pato en la tahona y conocido que era el de ellos. Engolosinados de antemano con la idea de la salsa de cebolla y salvia, rompieron á bailar en torno de la mesa, ensalzando hasta el firmamento la habilidad de maese Cratchit, el cocinero de aquel dia, en tanto que este último (tieso de orgullo á pesar de que el abundoso cuello amenazaba ahogarle) atizaba el fuego para ganar el tiempo perdido, hasta hacer que las patatas saltasen, al cocer, á chocar con la tapadera del perol, advirtiendo con esto que estaban ya á punto para ser sacadas y peladas.

—¿Por qué se retrasará tanto vuestro excelente padre? dijo Mrs. Cratchit ¿Y vuestro hermano Tiny Tim? ¿Y Marta? El año pasado vino media hora antes.

—Aquí está Marta, madre, gritó una jóven que entraba en aquel momento.

—Aquí está Marta, madre, gritaron los dos jóvenes Cratchit. ¡Viva! ¡Si supieras, Marta, que pato tan hermoso tenemos!

—¡Ah querida hija! ¡Que Dios te bendiga! Qué tarde vienes, dijo Mrs. Cratchit abrazándola una docena de veces, y desnudándola con ternura del manton y del sombrero.

—Ayer teníamos mucho trabajo, madre, y ha sido preciso entregarlo hoy por la mañana.

—Bien, bien; no pensemos en ello puesto que estás aquí. Acércate á la chiminea y caliéntate.

—No, no, gritaron los dos niños. Ahí está padre: Marta escóndete.

Y Marta se escondió. A poco hicieron su entrada el pequeño Bob y el padre Bob; este con un tapaboca que le colgaba lo menos tres piés por delante, sin contar la franja. Su traje aunque raido estaba perfectamente arreglado y cepillado para honrar la fiesta. Bob llevaba á Tiny Tim en los hombros, porque el pobre niño como raquítico que era, tenía que usar una muleta y un aparato en las piernas para sostenerse.

—¿Dónde está nuestra Marta? preguntó Bob mirando á todos lados.

—No viene, dijo Mrs. Cratchit.

—¡Qué no viene! exclamó Bob poseido de un abatimiento repentino, y perdiendo de un golpe todo el regocijo con que habia traido á Tiny Tim de la iglesia como si hubiera sido su caballo. ¡No viene para celebrar la Navidad!

Marta no pudo resistir verlo contrariado de aquella manera, ni aun en chanza, y salió presurosa del escondite donde se hallaba detrás de la puerta del gabinete, para coharse en brazos de su padre, mientras que los dos pequeños se apoderaban de Tiny para llevarlo al cuarto de lavado, á fin de que oyese el hervor que hacía el pudding dentro del perol.

—¿Qué tal se ha portado el pequeño Tiny? preguntó Mrs. Cratchit despues de burlarse de la credulidad de su marido, y que éste hubo abrazado á su hija.

—Como una alhaja y más todavía. En la necesidad en que se encuentra de estar mucho tiempo sentado y solo, la reflexion madura mucho en él, y no puedes imaginarte los pensamientos que le ocurren. Me decia, al volver, que confiaba en haber sido notado por los asistentes á la iglesia, en atencion á que es cojo y á que los cristianos deben tener gusto de recordar, en dias como este, al que devolvia á los cojos las piernas y á los ciegos la vista.

La voz de Bob revelaba una intensa emocion al repetir estas palabras: aun fué mayor cuando añadió que Tiny se robustecia de cada vez más.

Se oyó en esto el ruido que causaba sobre el pavimento la pequeña muleta del niño, el cual entró en compañía de sus dos hermanos. Bob, recogiéndose las mangas, como si pudieran ¡pobre mozo! gastarse más, compuso, con ginebra y limones, una especie de bebida caliente, despues de haberla agitado bien en todos sentidos, mientras que su hijo Pedro y los dos más pequeños, que sabian acudir á todas partes, iban á buscar el pato con el cual regresaron muy pronto, llevándolo en procesion triunfal.

A juzgar por el alboroto que produjo la presentacion, se hubiera creido que el pato es la más extraña de las aves, un fenómeno de pluma, con respecto al cual un cisne negro sería una cosa vulgar; y en verdad que tratándose de aquella pobre familia la admiracion era muy lógica. Mrs. Cratchit hizo hervir la pringue, preparada con anticipacion; el heredero Cratchit majó las patatas con un vigor extraordinario; Miss Belinda azucaró la salsa de manzanas; Marta limpió los platos; Bob hizo sentar á Tiny en uno de los ángulos de la mesa y los Cratchit más pequeños colocaron sillas para todo el mundo, sin olvidarse, por supuesto, de sí mismos, y una vez preparados, se metieron las cucharas en la boca, para no caer en la tentacion de pedir del pato antes de que les correspondiera el turno. Por fin llegó el momento de poner los platos, y rezada la bendicion, que fué seguida de un silencio general, Mrs. Cratchit, recorriendo cuidadosamente con la vista la hoja del cuchillo de trinchar, se preparó á hundirlo en el cuerpo del pato. Apenas lo hubo hecho; apenas se escapó el relleno por la abertura, un murmullo de satisfaccion se levantó por todas partes, y hasta el mismo Tiny, excitado por sus hermanos más pequeños, golpeó con el mango de su cuchillo la mesa y gritó: hurra.

—Nunca, dijo Bob, se habia visto un pato igual. Su sabor, su gordura, su bajo precio, lo tierno que estaba, fueron el texto comentado de la admiracion universal: con la salsa de manzanas y el puré de patatas hubo bastante para la comida de todos ellos. Mrs. Cratchit notando un pequeño resto de hueso, dijo que no se habian podido comer todo el pato: la familia entera estaba satisfecha, particularmete los pequeños Cratchit ambos llenos, hasta los ojos, de salsa de cebollas. Una vez cambiados los platos por Miss Belinda, su madre salió del comedor, pero sola, pues la emocion que le dominaba por el importante acto que iba á cumplir, requeria que no la molestaran testigos: salió para servir el pudding. ¡Oh! ¡oh! ¡Qué vapor tan espeso! Sin duda habia sacado el pudding del caldero. ¡Qué mezcla de perfumes tan apetitosos, de esos perfumes que recuerdan el restaurant, la pastelería de la casa de al lado. ¡Era el pudding! Despues de medio minuto escaso de ausencia, Mrs. Cratchit, con la cara encendida, sonriente y triunfante, volvió á la mesa, en la que presentó el pudding, muy parecido á una bala de cañon en lo duro y firme, y flotando en media azumbre de aguardiente encendido, y todo coronado por la rama de acebo, símbolo de la Navidad.

¡Qué maravilloso pudding! Bob Cratchit dijo, de una manera formal y seria, que lo consideraba como la obra maestra de Mrs. Cratchit desde que se habian casado, á lo que respondió la interesada, que ahora que ya no tenía ese peso sobre el corazon, confesaba las dudas que habia tenido, acerca de su tino en echar la harina. Todos experimentaron la necesidad de decir algo, pero ninguno se cuidó, si tuvo tal idea, de decir que era un pudding bien pequeño para tan numerosa familia. Verdaderamente hubiera sido muy feo pensarlo ó decirlo: ningun Cratchit hubiera dejado de sonrojarse de vergüenza.

Así que terminó la comida, quitaron los manteles, fué barrida la estancia y reanimada la chimenea. Se probó el grog compuesto por Bob y lo encontraron excelente; colocaron en la mesa manzanas y naranjas y entró el rescoldo un buen puñado de castañas. A seguida la familia se arregló alrededor de la chimenea, en círculo como decia Cratchit, en vez de semicírculo, y prepararon toda la cristalería de la familia, consistente en dos vasos y una pequeña taza de servir crema, sin asa. Y esto ¿qué importaba? No por eso dejaban de contener el hirviente licor como si hubieran sido vasos de oro, y Bob escanció la bebida radiante de júbilo, mientras que las castañas se asaban resquebrajándose con ruido al calor del fuego. Entonces Bob pronunció este brindis.

—Felices Páscuas para todos nosotros y nuestros amigos. ¡Que Dios nos bendiga!

Y toda la familia contestó unánimamente.

—¡Que Dios bendiga á cada uno de nosotros! dijo Tiny el último de todos.

Estaba sentado en un taburete cerca su padre. Bob le tenia cogida la descarada mano, como si hubiera querido darle una muestra especial de ternura, y consercarlo á su lado de miedo que se lo quitasen.

—Espíritu, dijo Scrooge con un interés que hasta entonces no habia manifestado: decidme si Tiny vivirá.

—Veo un sitio desocupado en el seno de esa pobre familia, y una muleta sin dueño cuidadosamente conservada. Si mi sucesor no altera el curso de las cosas, morirá el niño.

—No, no, buen espíritu: no; decid que viva.

—Si mi sucesor no altera el curso de las cosas en esas imágenes que descubren el porvenir, ninguno de mi raza verá á ese niño. Si muere disminuirá asi el excedente de la poblacion.

Scrooge bajó la cabeza cuando oyó al espíritu repetir aquellas palabras, y el dolor y el remordimiento se apoderaron de él.

—Hombre, añadió el espíritu; si poseeis un corazon de hombre, y no de piedra, dejad de valeros de esa jerigonza despreciable, hasta que sepais lo que es ese excedente y dónde se encuentra. ¿Os atreveríais á señalar los hombres que deben vivir y los que deben morir? Es muy posible que á los ojos de Dios seais ménos digno de vivir que millones de criaturas semejantes al hijo de ese pobre hombre. ¡Dios mio! que un insecto oculto entre las hojas diga que hay demasiados insectos vivientes, refiriéndose á sus famélicos hermanos que se revuelcan en el polvo!

Scrooge se humilló ante la reprimenda del espíritu, y temblando bajó los ojos. Pronto los levantó oyendo pronunciar su nombre.

—¡Ah, Mr. Scrooge! dijo Bob; bebamos á la salud de él, puesto que le debemos este humilde festín.

—¡Buen principal está! exclamó Mrs. Cratchit roja de cólera; quisiera verlo aquó para servirle un plato de mi gusto. Buen apetito habia de tener para comerlo.

—Querida mia, dijo Bob; los hijos... la Navidad.

—Se necesita que nos encontremos en tal dia para beber á la salud de un hombre tan aborrecible, tan avaro, tan duro como Mr. Scrooge. Ya sabeis que es todo eso. Ninguno lo puede decir mejor que vos, mi pobre marido.

—Querida mia, insistió dulcemente Bob, el dia de Navidad...

—Beberé á su salud por amor á vos y en honra del dia, mas no por él. Le deseo, pues, larga vida, felices Pascuas y dichoso año. Hé aquí con qué dejarlo bien contento, pero lo dudo.

—Los niños secundaron el brindis, y esto fué lo único que no hicieron de buena gana en aquel dia. Tiny bebió el último, pero hubiese dado su brindis por un perro chico. Scrooge era el vampiro de la familia: su nombre anubló la satisfaccion de aquellas personas, pero fué cosa de cinco minutos.

Pasados estos y desvanecido el recuerdo de Scrooge, Bob anunció que ya le habian prometido colocar á su hijo mayor con algo más de cinco chelines por semana.

Los pequeños Cratchit rieron como locos, pensando que su hermano iba á tomar parte en los negocios, y el interesado miró con aire meditabundo, y por entre los picos del cuello de la camisa, al fuego, como si ya reflexionase acerca de la colocacion que daria á una renta tan comprometedora.

Marta, pobre aprendiz en un establecimiento de modista, refirió la clase de obra que tenía que hacer y las horas que necesitaba trabajar sin descanso, regocijándose con la idea de que al siguiente dia podría permaneces más que de costumbre en el lecho. Añadió que acababa de ver á un lord y una condesa, aquél de la misma estatura que Pedro, con lo que éste se levantó tanto el cuello de la camisa, que casi no se le veia la cabeza. Durante la conversacion las castañas y el grog circulaban de mano en mano, y Tiny cantó una balada relativa á un niño perdido entre las nieves. Tiny poseia una vocecita lastimera y lo hizo admirablemente, por quien soy.

En todo aquello no habia ciertamente nada de aristocrático. Aquella no era una hermosa familia. Ninguno de ellos estaba bien vestido. Tenian los zapatos en mal uso y hasta Pedro hubiera podido con su traje hacer negocio con un ropavejero; sin embargo, todos eran felices, y vivian en las mejores relaciones, satisfechos de su condicion. Cuando Scrooge se separó de ellos se manifestaron más alegres de cada vez, gracias al benéfico influjo de la antorcha del espíritu, así es que continuó mirándolos hasta que se desvanecieron, y especialmente á Tiny-Tim.

Había llegado la noche, oscuro y lóbrega. Mientras Scrooge y el espíritu recorrian las calles, la lumbre chisporroteaba en las cocinas, en los salones, en todas partes, produciendo maravillosos efectos. Aquí la llama vacilante dejaba ver los preparativos de una modesta pero excelente comida de familia, en una estancia que preservaban del frio de la calle por medio de espesos cortinajes de color rojo oscuro. Por allá todos los hijos de la casa, desafiando la temperatura, salian al encuentro de sus hermanas casadas, de sus hermanos, de sus tios, de sus primos, para anticiparse á saludarlos. Por otras partes los perfiles de los convidados se divisaban á través de los visillos. Una porcion de hermosas jóvenes, encapuchadas y calzadas de fuertes zapatos, hablando todas á la vez, se dirigian apresuradamente á casa de su vecina. ¡Infeliz del célibe (las astutas hechiceras lo sabian perfectamente) que las viese entonces penetrar en la casa con los semblantes coloreados por el frio!

A juzgar por el número de personas que se dirigian á las reuniones, se hubiera podido decir que no quedaba nadie en las casas para dar la bienvenida, pero no sucedia así; en todas partes habia amigos que aguardaban con el corazon bien alegre y las chimeneas bien repletas de fuego. Por eso se veia al espíritu arrebatado de entusiasmo, y que descubriendo su ancho pecho y abriendo su dadivosa mano, flotaba por encima de aquella multitud, derramando sobre las gentes su pura y cándida alegría. Hasta los humildes faroleros, acelerándose delante de él, marcando su trabajo con luminosos puntos á lo largo de las calles; hasta los humildes faroleros, ya vestidos para ir á alguna reunion, se reian á carcajadas cuando el espíritu pasaba cerca de ellos, por más que ignorasen lo próximo que lo tenian.

De repente, sin que el espíritu hubiera dicho nada á su compañero, en preparacion para tan brusco tránsito, se encontraron en medio de un lugar pantanoso, triste, desierto y sembrado de grandes montones de piedras, como si allí hubiera un cementerio de gigantes. El agua circulaba por todas partes, y no se ofrecia para ello otro obstáculo que el hielo que la sujetaba prisionera. Aquel suelo no producia más que musgo, retama y una hierba mezquina y ruda. Por el horizonte y en la direccion del Oeste, el Sol poniente habia dejado un rastro de fuego de un rojo vivísimo, que iluminó por un momento aquel lugar de desolacion, como si fuese la mirada brillante de un ojo sombrío cuyos párpados se cerrasen poco á poco, hasta que desapareció completamente en la oscuridad de una densa noche.

—¿En dóndo estamos? preguntó Scrooge.

—Estamos donde viven los mineros, los que trabajan en las entrañas de la tierra, contestó el espíritu. Ya me reconocen, mirad.

Brilló una luz en la ventana de una pobre choza, y ambos se dirigieron hácia aquel lado. Penetrando á través del muro de piedras y tierra que constituia aquel mísero albergue, vieron una numerosa y alegre reunion en torno de una gran fogata.

Un bueno viejo, su mujer, sus hijos, sus nietos y sus biznietos, estaban congregados allí vestidos con su mejor traje. El viejo, con voz que ya no podia sobreponerse al agudo silbido del viento que soplaba sobre los arenales, cantaba un villancico (muy antiguo ya cuando él lo aprendió de niño), y los circunstantes repetian de tiempo en tiempo de estribillo. Cuando ellos cantaban el viejo se sentia reanimado, pero cuando callaban volvia á caer en su debilidad.

El espíritu no se detuvo aquí, sino que encargando á Scrooge que agarrara vigorosamente, lo transportó por encima de los pantanos, ¿adónde? No al mar, me parece; pues sí, al mar. Scrooge aterrorizado, observó como se desvanecia en la sombra el promontorio más avanzado: el ruido de las olas embravecidas y rugientes que corrian á estrellarse con el fragor del trueno en las cavernas que habian socavado, como si en el exceso de su ira el mar tratase de minar la tierra, le ensordeció.

Edificado sobre una desnuda roca que apenas salia á flor de agua, y azotado furiosamente por las olas durante todo el año, se levantaba a mucha distancia de tierra un faro solitario. En el basamento se acumulaban multitud de plantas marinas, y el pájaro de las tempestades, nacido acaso de los vientos como las algas de las aguas, revoloteaba en torno de la torre como las olas sobre que se mecia.

Hasta en aquel sitio, los dos hombres á cuyo cargo estaba la custodia del faro, habian encendido una hoguera que despedia sus luminosos rayos hasta el alborotado mar por la abertura hecha en la recia muralla. Dándose un apreton con sus callosas manos, por encima de la mesa á la cual estaban sentados, se deseaban felices Pascuas brindando con grog: el más viejo, de cutis apergaminado y lleno de costurones, como esas figuras esculpidas en la proa de los antiguos buques, entonó con voz ronca un canto salvaje que tenía mucho de las ráfagas tempestuosas.

El espectro seguía siempre sobre el mar sombrío y turbulento; siempre, siempre, hasta que en su rápida marcha, lejos ya, muy lejos de tierra como le dijo Scrooge, descendió á un buque, colocándose cerca del timonero á veces, otras del vigilante á proa, otras de los oficiales de guardia, visitando todas estas fantásticas figuras en los varios sitios adonde debían acudir. Todos ellos tarareaban una canción alusiva al día: pensaban en la Navidad; recordaban á sus compañeros otras de que habían disfrutado, contando siempre con volver al seno de sus familias. Todos á bordo, despiertos ó dormidos, buenos ó malos, habían estado más cariñosos entre sí que durante el resto del año; todos se habían comunicado sus alegrías; todos se habían acordado de sus parientes o amigos, esperando que éstos se acordasen también.

Scrooge quedó altamente sorprendido de que mientras estaba atento al estribor del huracán, y se perdía en abstracciones acerca de lo solemne de semejante viaje, á través de la oscuridad, por encima de aquellos espantosos abismos, cuyas profundidades son secretos tan impenetrables como el de la muerte, llegara á sus oídos una ruidosa carcajada. Pero su sorpresa fué mayor al advertir que aquella carcajada procedia de su sobrino, el cual se hallaba en un salon perfectamente iluminado, limpio, con buen fuego y en compañía del espíritu, que lanzaba sobre el alegre jóven miradas llenas de dulzura y de benevolencia.

Si os sucede, por una casualidad poco probable, que os encontreis con un hombre que sepa reir de mejor gana que el sobrino de Scrooge, os digo que desearia trabar relaciones con él. Hacedme el favor de presentármelo y entablaré amistad.

Por una dichosa, justa y noble compensación en las cosas del mundo, aunque las enfermedades y los pesares son contagiosos, lo es más la risa y el buen humor. Mientras el sobrino de Scrooge se reia, segun he indicado, apretándose los ijares é imprimiendo á su cara las muecas más extravagantes, la sobrina de Scrooge, sobrina por afinidad, se reia de tan buena gana como su marido; los amigos que con ellos estaban no hacian menos y acompañaban en la risa á más y mejor.

—Bajo palabra de honor, os aseguro, decia el sobrino, que ha proferido la palabra: que la Navidad es una tontería, é indudablemente esa era su conviccion.

—Tanto más vergonzoso para él, dijo la mujer indignada.

Por eso me gustan las mujeres: no hacen nada á medias: todo lo toman por lo serio.

La sobrina de Scrooge era bonita; excesivamente bonita, con su encantador rostro, con su aire sencillo y cándido, con su arrebatadora boquita hecha para ser besada, y que indudablemente lo era á menudo; con sus mejillas llenas de pequeños hoyuelos; con sus ojos, los más expresivos que pueden verse en fisonomía de mujer: en una palabra, su belleza tenía tal vez algo de provocativa, pero revelando que se hallaba dispuesta á dar una satisfaccion, sí; satisfaccion completa.

—Es muy chusco ese hombre, dijo el sobrino de Scrooge. En verdad, podría hacerse más simpático; pero como sus defectos constituyen su propio castigo, nada tengo que decir en contra de eso.

—Creo que es muy opulento, Federico, dijo la sobrina: á lo menos eso me habeis dicho.

—¡Qué importa su riqueza, mi querida amiga! replicó el marido. Para maldita la cosa que le sirve; ni aun para hacer bien á nadie; ni a sí mismo. Ni siquiera tiene la satisfaccion de pensar, ja, ja, ja, que nosotros nos hemos de aprovechar pronto de ella.

—Ni aun con eso puedo sufrirlo, continuó la sobrina, á cuya opinion se adhirieron sus hermanas y las demás señoras concurrentes.

—Pues yo soy más tolerante. Me aflijo por él, y nunca le desearé mal aunque tenga gana, porque quien padece de sus genialidades y de su mal humor es él y sólo él. Y lo que digo no es porque se le haya puesto en la cabeza rehusar mi convite, pues al fin, de aceptarlo, se hubiera encontrado con una comida detestable.

—¡De veras! Pues yo creo que se ha perdido una buena comida, exclamó su mujer interrumpiéndola. Los convidados fueron de la misma opinion, y necesariamente eran personas muy autorizadas para decirlo, porque acababan de soborearla.

—Me alegro de saberlo, repuso el sobrino de Scrooge, porque no tengo mucha confianza en el talento de estas jóvenes caseras. ¿Qué opinais Topper?

Topper tenía los ojos puestos en una de las cuñaditas de Scrooge, y respondió que un célibe era un miserable pária á quien no le asistía el derecho de emitir opinion sobre tal materia, á cuyas palabras la cuñada del sobrino de Scrooge, aquella jóven tan regordetilla que veia á un extremo con pañoleta de encajes, no la que lleva un ramo de rosas, se puso sofocada.

—Seguid lo que estabais diciendo, Federico, dijo su mujer dando unas palmadas. Nunca acaba lo que ha comenzado. ¡Qué ridículo es eso!

El sobrino de Scrooge soltó la carcajada de nuevo, y como era imposible librarse del contagio, aunque la jóven regordeta trataba de hacerlo poniéndose á aspirar el frasco de sales, todos siguieron el ejemplo del jóven.

—Me proponía únicamente decir, que mi tio presentándome tan mala cara, y negándose á venir con nosotros, ha perdido algunos momentos de placer que le hubieran venido muy bien. Indudablemente se ha privado de una compañía mucho más agradable que sus pensamientos, que un mostrador húmedo y que sus polvorientas habitaciones. Esto no quita para que todos los años le invite de la misma manera, plázcale ó no, porque tengo lástima de él. Dueño es, si así le parece, de burlarse de la Navidad; pero no podré menos de formar buena opinion de mí, cuando me vea presentarme á él todos los años, diciéndole con mi acostumbrado buen humor: «Mi querido tío: ¿qué tal os va?» Si esto pudiera inspirarle la idea de aumentar el sueldo de su dependiente hasta cuarenta y cuatro libras esterninas, se habría conseguido algo. No sé, pero se me figura que ayer lo ha quebrantado.

Al oir aquello todos los concurrentes se rieron, pareciéndoles que era sobrada pretension la de haber conseguido quebrantar a Scrooge; pero como el sobrino era de bellísimo génio, y no se cuidaba de saber por qué se reían con tal que se rieran, aun los animó haciendo circular las botellas.

Despues del thé hubo un poco de música, porque los convidados aquellos constituian una familia de músicas, que entendian perfectamente lo de cantar arias y ritornelos; sobre todo Topper, que sabia lanzar su gruesa voz de bajo como un artista consumado, sin que se le hincharan las venas de la frente y sin ponerse rojo como un cangrejo. La sobrina de Scrooge tenia bien el arpa: entre otras piezas ejecutó una cancioncilla (una cosa insignificante que hubiérais aprendido á tararear en dos minutos), pero que era justamente la favorita de la jóven que, tiempos atrás, fué en busca de Scrooge al colegio, como el fantasma de la Navidad se lo habia hecho á la memoria. Ante aquellas tan conocidas notas, recordó de nuevo Scrooge todo lo que el espectro le representara, y más enternecido de cada vez, consideró que si hubiera tenido la dicha de oir frecuentemente aquella insignificante cancioncilla, habria podido conocer mejor lo que de grato encierran las dulces afecciones de la existencia y cultivándolas; empresa algo más meritoria que la de cavar con impaciencia de sepulturero su fosa, segun ocurrió con Marley.

No tan sólo la música ocupó á aquellos convidados. Al cabo de rato se jugó á juegos de prendas, porque es conveniente volver á los dias de la niñez, sobre todo, teniendo en cuenta que la Navidad es una fiesta establecida por un Dios niño. Atencion. Se dió principio por gallina ciega. ¡Oh! ¡Y qué tramposo está Topper! Hace como que no ve, pero perded cuidado; ya sabe bien adonde dirigirse. Estoy seguro de que se ha puesto de acuerdo con el sobrino de Scrooge, pero sin conseguir engañar al espíritu de la Navidad allí presente. La manera como el pretendido ciego persigue á la regordetilla de la pañoleta, es un insulto positivo que se dirige á la credulidad humana. Por más que ella se coloque detrás del guarda-fuego, ó encima de las sillas, ó al amparo del piano, ó encima de las sillas, ó al amparo del piano, ó entre los cortinajes á riesgo de asfixiarse, á todas partes donde va ella va tambien él. Siempre sabe donde tropezar con la regordetilla. No quiero coger á nadie más, y aunque le salgais al paso, como algunos lo han hecho de propósito, hará como que os quiere agarrar, pero con tal torpeza, que no puede engañarnos, y luego se dirigirá hácia donde se olculta la regordetilla. «Eso no es jugar bien:» dice ella huyendo cuanto puede, y tiene razon; pero á lo último, cuando él la coge; cuando á despecho de la ligereza de la jóven, él logra arrinconarla de manera que no pueda escapársele, entonces su conducta es inícua. Bajo pretexto de que no sabe á quien ha cogido, la reconoce pasándole la mano por la cabeza, ó se permite tocar cierto anillo que ella lleva al dedo, ó una cadena con que se adorna el cuello. ¡Oh infame mónstruo! Por eso así que él deja el pañuelo á otra persona, los dos jóvenes tienen en el hueco de la ventana, detrás de las cortinas, una conferencia particular, en la que ella le dice á él todo lo que le parece.

La sobrina de Scrooge no tomaba parte en el juego. Se habia retirado á uno de los rincones de la sala, y allí estaba sentada en un sillon con lo piés en un taburete, teniendo detrás al aparecido y á Scrooge. En los juegos de enigmas sí que participó. Era muy diestra en ellos, con gran satisfaccion de su esposo, y les sentaba bien las costuras á sus hermanas y eso que no eran tontas: preguntádselo si no á Topper.

Allí habia como veinte personas entre viejos y jóvenes.

Todos jugaban, hasta el mismo Scrooge, quien, olvidando de todo punto que no sería dado, se interesaba en todo aquello, diciendo en alta voz el secreto de los enigmas que se proponian: os aseguro que adivinaba muchas y que la más fina aguja, la de marca más acreditada, la más puntiaguda, no lo era tanto como el ingenio de Scrooge, á pesar del aire bobalicon de que revestia para engatusar á sus parroquianos.

El aparecido gozaba de verle en semejante disposicion de espíritu, y lo contemplaba con aspecto tan lleno de benevolencia, que Scrooge le pidió encarecidamente como un niño, que lo tuviese allí hasta que se marcharan los convidados.

—Un nuevo juego, espíritu; un nuevo juego. Media hora nada más.

Tratábase del juego conocido con el nombre de sí y no. El sobrino de Scrooge debia tener un pensamiento, y los demás la obligacion de adivinarlo. A las preguntas que le hacian él no contestaba más que sí ó no. La granizada de interrogatorios á que lo sujetaron, fué causa de que hiciese muchas indicaciones; que pensaba en un animal: que era un animal vivo, adusto y salvaje; un animal que rugia y gruñia en varias ocaciones: que otras veces hablaba: que residia en Lóndres: que se paseaba por las calles: que no lo enseñaban por dinero: que no iba sujeto con cordon: que no estaba en una casa de fieras ni destinado al matadero, y que no era ni un caballo, ni un asno, ni una vaca, ni un toro, ni un tigre, ni un perro, ni un cerdo, ni un gato, ni un oso. A cada pregunta que le hacian aquel tunante de sobrino daba á reir, y tan grandes eran á veces los accesos, que se veia obligado á levantarse para patear de gusto. Por fin la cuñada regordetilla, riéndose á más no poder, exclamó:

—Lo he adivinado, Federico: ya sé lo que es.

—¿Qué es?

—Es vuestro tio Scro...o...o...o...oge.

Efectivamente habia acertado. La admiracion fué general, si bien algunas personas objetaron que á la pregunta: «¿Es un oso?» debia haberse contestado: «Sí,» tanto más, cuanto que á la respuesta negativa, muchos habian dejado de pensar en Scrooge para buscar por otro lado.

—En medio de todo ha contribuido muy especialmente á divertirnos, dijo Federico, y seríamos sobre toda ponderacion ingratos, si no bebiéramos á su salud. Cabalmente todos empuñamos ahora un vaso de ponche de vino; por lo tanto: á la salud de mi tio Scrooge.

—Sea: á la salud del tio Scrooge, contestaron.

—Felices Pascuas y dichoso año para el viejo, á pesar de su genio. El no aceptaria este buen deseo de mi parte, pero se lo tributo sin embargo. A mi tio Scrooge.

Scrooge se habia dejado dominar de tal modo por la hilaridad general, experimentaba tanto descanso en su corazon, que de buena gana hubiera tomado parte en el brindis, aunque nadie sabía de su presencia allí, y pronunciado un buen discurso de gracias, siquiera fuese desoido, á no ser porque no se lo permitió el fantasma. Hubo cambio de escena. Cuando el sobrino pronunciaba la última palabra del brindis, Scrooge y el espíritu comprendieron de nuevo el curso de su viaje.

Vieron muchos países. Fueron muy lejos visitaron un gran número de moradas, y siempre con las mejores consecuencias para aquellos á quienes se acercaba el espíritu de la Navidad.

Al aproximarse al lecho de uno, enfermo y en extranjera tierra, éste se olvidaba de su dolencia y se creia trasportado al suelo patrio. Si á una alma en lucha con la suerte, le infundia sentimientos de resignacion y esperanza en mejor porvenir. Si á los pobres, inmediatamente se creian ricos. Si á las casas de caridad, á los hospitales y á las prisiones, á todos estos refugios de la miseria, donde el hombre vano y orgulloso no habia podido, abusando de su pequeño y efímero poder, impedir la entrada al espíritu, éste dejaba caer su bendicion y enseñaba á Scrooge mil preceptos caritativos.

Fué una noche muy larga, si es que todo esto se cumplió en una noche: Scrooge lo dudó porque á su juicio habian sido condensadas muchas Navidades en el tiempo que estuvo con el aparecido. Sucedia una cosa extraña y era que mientras Scrooge conservaba incólumes sus formas exteriores, el espíritu se hacía más viejo; visiblemente más viejo.

Scrooge advirtió la transformacion, mas no dijo nada, hasta que al salir de un recinto, donde varios niños celebraban la fiesta de Reyes, miró al espíritu, así que se encontraron solos, y vió lo mucho que habia encanecido.

—¿Tan corta es la vida de los espíritus?

—La mia es muy breve en este mundo, contestó el espectro. Termina hoy por la noche.

—¡Esta noche!

—Esta noche. A las doce. Oid: la hora se acerca. A la sazon daba el reloj los tres cuartos para las doce.

—Dispensadme si es que soy indiscreto, dijo Scrooge que consideraba atentamente la vestidura del espíritu: veo algo extraño que sale de debajo de vuestra túnica y que no es vuestro. ¿Es un pié ó una garra?

—Podria ser garra si se fuera á juzgar por la carne que la cubre, contestó es espíritu: mirad.

Y de los pliegues de la túnica sacó dos niños, dos míseros seres, que se arrodillaron á sus piés y se agarraron á su vestido.

—¡Oh, hombre! Mira, mira, mira á tus piés, exclamó el espíritu.

Eran un niño y una niña, amarillos, flacos, cubiertos de andrajos, de fisonomía ceñuda, feroz, aunque servil en su abyeccion. En vez de la graciosa juventud que hubiera debido hacer frescas y redondas sus mejillas, con hermosos colores, una mano seca y descarnada, como la del tiempo, las había puesto rugosas, escuálidas y descoloridas. Aquellos rostros, que hubieran podido asemejarse á los de los ángeles, parecian como de demonios, hasta en las miradas tan torvas que lanzaban. Ningun cambio, ninguna descomposicion de la especie humana, en ningun grado, hasta en los misterios más recónditos de la naturaleza, han producio mónstruos tan horrorosos y terribles.

Scrooge retrocedió, pálido y lleno de espanto. No queriendo ofender al espíritu, padre acaso de aquellos infelices seres, probó á decir que eran unos niños hermosos, pero las palabras se le detuvieron en la garganta por no hacerse cómplices de una mentira tan atroz.

—Espíritu, ¿son vuestros hijos?

Scrooge no pudo añadir más.

—Son los de los hombres, contestó el espíritu contemplándolos, y me piden auxilio para quejarse de sus padres. El de allá es la ignorancia; el de aquí la miseria. Preservaos del uno y del otro y de toda su descendencia; pero sobre todo del primero, porque sobre su frente veo escrito «¡Condenacion!» Apresúrate, Babilonia, continuó extendiendo la mano sobre la ciudad; apresúrate á que desaparezca esa palabra que te condena más que á él: á tí á la ruina, á él á la desdicha.¡Atrévete á decir que no eres culpable! Calumnia á los que te acusan: esto servir á tus aborrecibles designios; pero, ¡cuidado al fin!

—¿No poseen ningun recurso, ni cuentan con asilo? gritó Scrooge.

—¿No hay prisiones? respondió el espíritu devolviéndole irónicamente, y por la vez postrera, sus mismas frases.

En el reloj daban las doce.

Scrooge buscó al espectro, pero ya no lo vió. Al sonar la última campanada, hizo memoria de la prediccion del viejo Marley, y alzando la vista divisó otro aparecido de majestuosa apostura, envuelto en una túnica y encapuchado, que se acercaba deslizándose sobre el suelo vaporosamente.




  1. Nombre popular de los chelines.