El Quin
de Leopoldo Alas


Lo siento por los que en materias de gusto no tienen más criterio que la moda, y no han de encontrar de su agrado esta verídica historia, porque en ella se trata de estudiar el estado de alma de un perro; y ya se sabe que el arte psicológico, que estuvo muy en boga hace muchos años, volvió a estarlo hace unos diez, ahora les parece pueril, arbitrario y soso a los modistos de las letras parisienses, que son los tiranos de la última novedad.

Los griegos, los clásicos, no tenían palabra para el concepto que hoy expresamos con esta de la moda; allí la belleza, por lo visto, según Egger, no dependía de estos vaivenes del capricho y del tedio. ¡Ah! los griegos hubieran podido comprender a mi héroe, cuya historia viene al mundo un poco retrasada, cuando ya los muchachos de París y hasta los de Guatemala, que escriben revistas efímeras, se burlan de Stendhal y del mismísimo Paul Bourget.

De todas suertes, el Quin era un perro de lanas, blanco. Él no sabía por qué le llamaban el Quin, pero estaba persuadido de que este era su nombre y a él atendía, satisfecho con este conocimiento relativo, como lo están los filósofos positivistas con los suyos, que llama Clay conocimientos sin garantía, y que no alcanzan más firme asiento. Si hubiera sabido firmar, y poco le faltaba, porque perro más listo y hasta nervioso no lo ha habido, hubiera firmado así: El Quin; sin sospechar que firmaba, aunque con muy mala ortografía: Yo el rey. Sí, porque sin duda su verdadero nombre era King, rey; sólo que las personas de pocas letras con quien se trataba pronunciaban mal el vocablo inglés, y resultaba en español Quin, y así hay que escribirlo.

Mayor ironía, por antífrasis, no cabe; porque animal que menos reinase, no lo ha habido en el mundo. Todos mandaban en él, perros y hombres, y hasta los gatos; porque le parecía una preocupación de raza, indigna de un pensador, dejarse llevar del instinto de antipatía inveterado que hace enemigos de gatos y perros sin motivo racional ninguno.

El Quin había nacido en muy buenos pañales; era hijo de una perrita de lanas muy fina, propiedad de una señorita muy sensible y muy rica, que se pasaba el día comiendo bombones y leyendo novelas inglesas de Braddon, Holifant y otras escritoras británicas. Nació el Quin, con otros cuatro o cinco hermanos, en una cesta muy mona, que bien puede llamarse dorada cuna; a los pocos días, la muerte, más o menos violenta, de sus compañeros de cesta le dejó solo a sus anchas con su madre. La señorita de las novelas le cuidaba como a u príncipe heredero; pero según crecía el Quin, y crecía muy deprisa, iba marchitando las ilusiones de su ama, que había soñado tener en él un perrito enano, una miniatura de lana como seda. La lana empezó a ser menos fina y rizosa; la piel era como raso, purísima, sonrosada... pero el Quin ¡daba cada estirón! Un perito declaró a la señorita fantástica que se trataba de un bastardo; aquella perrita ¡preciso es confesarlo! Había tenido algún desliz; había allí contubernio; por parte de padre el Quin era de sangre plebeya sin duda... De aquí se originó cierto despego de la sensible española-inglesa respecto del perro de sus ensueños; sin embargo, se le atendía, se le trataba como a un infante, si no ya como a príncipe heredero. Al principio, por miedo que lo arrojara a la calle, a la vida de vagabundo, que le horrorizaba, porque es casi imposible para un perro, sin el pillaje y el escándalo; al principio, digo, Quin procuró mantenerse en la gracia de su dueño haciendo olvidar el vicio grosero de su crecimiento aborrecido, a fuerza de ingenio... y, valga la verdad, payasadas.

Un escritor muy joven y de mucho talento, Mr. Pujo, en un libro reciente hace una observación muy atinada, que no me coge de nuevas, respecto de lo mucho que se engañan las personas mayores, de juicio, respecto del alcance intelectual de los niños. El niño, en general, es mucho más precoz de lo que se piensa. Yo de mí sé decir que, cuando contaba muy pocos años, me reía a solas de los señores que me negaban un buen sentido y un juicio que yo poseía hace mucho tiempo, para mis adentros. Pues esto que les suele pasar a los niños, le pasaba al Quin, que había llegado a entender perfectamente el lenguaje humano a su manera, aunque no distinguía las palabras de los gestos y actitudes porque en todo ello veía la expresión directa de ideas y sentimientos. El Quin no acababa de comprender por qué extrañaban los hombres que él fuera tan inteligente; y los encontraba ridículos cuando los veía tomar por habilidad suma el tenerse en dos pies, el cargar con un bastón al hombro, hacer el ejercicio, saltar por un aro, contar los años de las personas con la pata, etc., etc. todas estas nimiedades que le conservaban en el favor relativo de su ama, le parecían a él indignas de sus altos pensares, cosa de comedia que le repugnaba. Si se le quería por payaso, no por haber nacido allí, en aquel palacio, poco agradecimiento debía a tal cariño. Además, delante de otros perros menos mimados, que no hacían títeres, le daba vergüenza aquel modo de ganar la vita bona. Él deseaba ser querido, halagado por el hombre, porque su naturaleza le pedía este cariño, esta alianza misteriosa, en que no median pactos explícitos, y en que, sin embargo, suele haber tanta fidelidad... a lo menos por parte del perro. «Quiero amo, decía, pero que me quiera por perro, no por prodigio. Que me deje crecer cuanto sea natural que crezca, y que no me enseñe como un portento, poniéndome en ridículo».

Y huyó, no sin esfuerzo, del palacio en que había visto la luz primera.



Pasaba junto a la puerta de un cuartel, y el soldado que estaba de centinela lo llamó, le arrojó un poco de queso y el Quin, que no había comido hacía doce horas, porque todavía no sabía buscárselas, mordió el queso y atendió a las caricias del soldado. ¿Por qué ir más lejos? Él, amo sí lo quería; la vida de perdis le horrorizaba: si le admitían, se quedaría allí. Y se quedó. Ocultó al regimiento, que a poco prohijó al animal, las habilidades que tenía; pero dejó ver su nobleza, su lealtad; y todo el cuartel estaba loco de contento con el Quin, cuyo nombre se supo porque lo llevaba grabado en el collar de cuero fino con que se había escapado.

Desde el coronel al último recluta, todos se juzgaban dueños y amigos pro indiviso del noble animal. El Quin ocultaba sus gracias, su gran ingenio, pero se esmeraba en las artes de la buena conducta, era leal, discreto en el trato, varonil, hasta donde puede serlo un perro, en su fidelidad al regimiento no había nada de amanerado, de comedia. Era el encanto y el orgullo del cuartel y a él no le iba mal del todo con aquella vida. Desde luego la prefería a la del palacio. A lo menos aquí no era un bufón, y podía crecer y engordar cuanto quisiera. Huía de que le cortaran la lana al ras del pellejo, porque no quería lucir la seda de color de rosa de su piel; no quería mostrar aquellas pruebas de su origen aristocrático. La lana larga le parecía mejor para su modestia, para su incógnito; la llevaba como una mujer honesta y hermosa lleva un hábito. Procuraba estar limpio, pero nada más.

Trabó algunas amistades por aquellos barrios y le presentaron sus compañeros en el oficio de azotacalles a una eminencia que llamaba muchísimo la atención en Madrid por aquella época. Le presentaron al perro Paco. El Quin le saludó con mucha frialdad. Le caló en seguida. Era un poseur, un cómico, un bufón público. En el fondo era una medianía; su talento, su instinto, que tanto admiraban los madrileños, eran vulgares; el perro Paco tenía la poca dignidad de hacer valer aquellas habilidades que otros canes ocultaban por pudor, por dignidad, por no merecer la aclamación humillante de los hombres, que se asombraban de que un perro tuviera sentido común. Entre los perros, Paco llegó pronto a desacreditarse; los más grandes de su especie, o lo que fuese, le despreciaban en medio de sus triunfos populares; prostituía el honor de la raza; todo su arte era una superchería; todo lo hacía por la gloria; llegó al histrionismo y al libertinaje asqueroso. Las vigilias de los colmados, sus hazañas de la plaza de toros las vituperaban los perros dignos, serios, valientes y las miraban como Agamemnon y Ayax, de Shakespeare, los chistes y agudezas satíricas de Tersites.

El Quin era de los que le desdeñaba más y mejor, sin decírselo. El perro Paco cada vez que le encontraba se ponía colorado, como se ponen colorados los perros negros, es decir, por los ojos, y en su presencia afectaba naturalidad y fingía estar cansado de aquella vida de parada, de exhibición y plataforma. Por no ver aquellas cosas, el Quin deseaba salir de la corte. «Perro chistoso, pensaba el Quin, recordando a Pascal, mal carácter». Empezó, además, a encontrar poco digna de su pensamiento más hondo, la vida del cuartel. Algunos soldados eran groseros, abusaban de su docilidad... y aquella fama de perro leal que tenía y tanto había cundido, acabó por molestarle. Deseaba oscurecerse, irse a provincias; peor ¿con quién?



Un comandante del regimiento que había declarado al Quin, si no hijo, perro adoptivo, tenía pendiente de resolución en las oficinas de Clases pasivas la jubilación de un pariente cercano, y con el tal comandante solía nuestro héroe entrar en aquellas oficinas; pero es claro que no pasaba de la portería, donde le toleraban; y allí esperaba a que saliera su comandante para irse de paseo con él. Pues en aquella portería, donde el Quin llevaba grandes plantones, encontró la persona con quien pudo realizar su gran deseo de marcharse a provincias.

Observaba el Quin que, después de mayor o menor lucha con los porteros, todos los que pretendían entrar a vérselas con los empleados, lo conseguían. Notó el perro que los más audaces, los más groseros en sus modales eran los que entraban más fácilmente, aunque no fueran personajes. Los tímidos sudaban humillación y vergüenza antes de vencer la resistencia de los cancerberos con galones. Y un joven delgado, de barba rala, de color cetrino, de traje no muy lucido, de ojos azules claros muy melancólicos, a pesar de no faltar ni un día sólo a la portería defendida como una fortaleza, nunca podía pasar adelante; y eso que, a juzgar por el gesto de ansiedad que ponía cada vez que le negaban el permiso de entrar donde tanto le importaba, aquella negativa debía de causarle angustias de muerte. El Quin, tendido en un felpudo, con el hocico entre las patas, seguía con interés y simpatía la pantomima cotidiana del portero y el joven cobarde.

El cancerbero ministerial le leía en los ojos al mísero provinciano (que lo era, y harto se le conocía en el acento) que venía sin más recomendaciones y sin más ánimos que otras veces; y en él desahogaba toda su soberbia y todo su despotismo vengándose de los desprecios de otros más valientes. En el rostro del joven se pintaba la angustia, la desesperación; se leía un momento un relámpago de energía, que pasaba para dejar en tinieblas de debilidad y timidez aquella cara abandonada a la expresión de la tristeza abatida.

Llegó a conocer el Quin que el portero todavía tenía en menos al tal muchacho que a él mismo, con ser perro. Puede que primero le hubiera dejado pasar a él a preguntar por su expediente.

El de los pantalones de color de canela, como el Quin llamaba para sus adentros al provinciano de barba rala, se sentaba en un banco de felpa y allí se estaba las horas muertas, como podía estar un saco, para los efectos del caso que le hacían.

Por algunos pedazos de conversación que el Quin sorprendió, supo que aquel chico venía de una ciudad lejana a procurar poner en claro los servicios de su padre, difunto, a fin de obtener una corta pensión de viuda para su madre, pobre y enferma. No tenía padrinos, luego no tenía razón; ni siquiera le permitían ponerse al habla con el alto empleado que se empeñaba en interpretar mal cierto decreto; equivocación, o mala voluntad, de que nacían los apuros del pretendiente, llamémosle así. Pretendiente de justicia, el más desahuciado.

A fuerza de verse muchas veces solos en la portería el Quin y Sindulfo (el nombre del tímido mancebo), con el compañerismo de su humildad, de aquel non plus ultra que los detenía en el umbral de la gracia burocrática, llegaron a tratarse y a estimarse. Los dos se tenían a sí propios, en muy poco; los dos sentían la sorda, constante tristeza de estar debajo, y sin hablarse, se comprendían. De modo que, con poco que buenas palabras sin más que algunas muestras de deferencias, tal como dejarle el Quin un sitio mejor que el suyo a Sindulfo, algunas caricias de una mano y otras de un hocico, se hicieron muy buenos amigos. Y cuando ya lo eran, y compartían en silencios eternos su común desgracia de ser insignificantes, una tarde entró un mozo de cordel con un telegrama para Sindulfo, que se puso pálido al ver el papelito azul. Apenas era nada. La muerte de su madre; todo lo que tenía en el mundo. Se desmayó; el portero se puso furioso; le dieron al provinciano, de mala gana un poco de agua, y en cuanto pudo tenerse en pie casi le echaron de allí. Sindulfo no volvió a las oficinas de Clases pasivas. ¿Para qué? La viuda ya no necesitaba viudedad; se había muerto antes de que le arreglaran el expediente. Nuestros covachuelistas jamás cuentan con eso, con que somos mortales.

Pero no perdió Sindulfo el amigo que había ganado en la portería. La tarde de su desgracia el Quin dejó, sin despedirse, al comandante, y siguió al huérfano hasta su posada humilde.

En la soledad del Madrid desconocido, el provinciano de los pantalones de color de canela no tuvo más paño de lágrimas, si quiso alguno, que las lanas de un perro.



Y en un coche de tercera se fueron los dos a la ciudad triste y lejana de Sindulfo. El Quin, por no separarse de su amo, se agazapó bajo un banco, y así llegó a la provincia: lo que él quería; a la oscuridad, al silencio.

Aquel poco ruido y poco tránsito de las calles le encantaba al Quin. Le parecía que salía a la orilla después de haber estado zambullido entre las olas de un mar encrespado.

Se trataba con pocos perros. Prefería la vida doméstica. Su amo vivía en una casita humilde, pero bien acariciada por el sol, en las afueras. Vivía con una criada. Por la mañana iba a un almacén donde llevaba los libros de un tráfico que no había por la tarde. Y entonces volvía junto al Quin, y trabajaba silencioso, triste, en obras primorosas de taracea, que eran su encanto, su orgullo, y una ayuda para vivir. El ruido rápido, nervioso, de la sierrecilla, algo molestaba al Quin al principio; pero se acostumbró a él, y llegó a dormir grandes siestas mecido por aquel ritmo del trabajo.

¡Ay, respiraba! Aquello era vivir.

Los primeros meses Sindulfo trabajaba en la marquetería callado, triste. A veces se le asomaban lágrimas a los ojos.

«Piensa en su madre», se decía el Quin; y batía un poco la cola y alargando el hocico se lo ponía al amo sobre las flacas rodillas, que cubría el paño de color de canela. Una tarde de Mayo el Quin vio con grata sorpresa que su dueño, después de terminar una torre gótica de tejo, sacaba de un estuche una flauta y se ponía a tocar muy dulcemente.

¡Qué encanto! Aquellas dancitas antiguas, aquellas melodías románticas, monótonas, pero de sencillez y naturalidad simpáticas, apacibles, entrañables, le sabían a gloria al perro.

El Quin nunca había amado. Las perras le dejaban frío. Aquella brutal poligamia de la raza le hacía repugnante el amor sexual. Además, ¡qué escándalos daban los suyos por las calles! ¡Y qué lamentables complicaciones fisiológicas las de la cópula canina! «Si algún día me enamoro, pensó, será en la aldea, en el campo».

La flauta de su dueño le hacía pensar en el amor, no en los amores. Para temperamentos como el del Quin, la amistad puede ser un amor tibio; sublime en la solidez de su misteriosa tibieza.

Sus amores eran su dueño. Le leía en los ojos, y en el modo de trabajar en la taracea, y, sobre todo, en el de tañer la flauta, el fondo del alma. Era un fondo muy triste, no desesperado, pero sí desconsolado. Era Sindulfo hombre nacido para que le quisieran mucho, pero incapaz de procurar traer a casa el amor, en pasando de la personalidad íntima de un perro. Había llevado al Quin; no se atrevería a llevar una compañera, mujer o querida.

Pero Sindulfo, como el Quin en la paz tenía un bálsamo. Sí, se comprendían por señas, por actos acordes. La vida sistemática, el silencio en el orden, la ausencia de peripecias en la vida, como una especie de castidad; la humildad como un ambiente. Esto querían.

El cariño del Quin era más fuerte, más firme que el de Sindulfo. El perro, como inferior, amaba más. No temía, sin embargo, una rival. «No, pensaba el perro; aquí no entrará una mujer a robarme este halago. Mi amo no me dejará nunca por una esposa ni por una querida. No se atreve con ellas».



-Nos vamos al campo, amigo, entró un día diciendo Sindulfo. Y se fueron. A pocas leguas de la ciudad, donde la madre había dejado unas poquísimas tierras que llevaba en renta un criado antiguo, Sindulfo iba a pescar, y a corregir las condiciones del arrendamiento.

Al Quin, a la vista de los prados y los bosques y las granjas sembradas por la ladera, le corrió un frío nervioso por el espinazo. Se acordó de su antiguo pensamiento: «Yo sólo podría amar en la aldea».

«¡Si todavía podré ser yo feliz con algo más que paz y resignación dulce!». Sentir esta esperanza le pareció una soberbia. Además, era una infidelidad. ¿No se había casi prometido él, en secreto, no querer más que a su amo, al amo definitivo?

Pero tenía disculpa su vanidad de soñar con poder ser feliz voluptuosamente, en las nuevas intensas emociones que le causaba el ambiente campesino, la soledad augusta del valle nemoroso.

Con delicia de artista contemplaba ahora el Quin los pasos de su vida: de la corte a la ciudad provinciana, de la ciudad a la aldea... Y cada paso en el retiro le parecía un paso más cerca de su alma. Cuanta más soledad, más conciencia de sí.

Cuando llegó la noche, los caseros le dejaron en la quintana, en la calle, delante de la casa. ¡Oh memorables horas! Las aves del corral yacían recogidas en el gallinero, y allá a lo lejos se oían sus misteriosos murmullos del sueño perezoso. El ganado de cerda, en cubil de piedra, dormitaba soñando, con gruñidos voluptuosos; el aire movía suavemente, con plática de cita amorosa, las bíblicas y orientales hojas de la higuera; la luna corría entre nubes, y en toda la extensión del valle, hasta la colina de enfrente, resonaban como acompañamiento de la luz de plata, que cantaba la canción de la eterna poesía del milagro de la creación enigmática, resonaban los ladridos de los perros, esparcidos por las alquerías. Ladraban a la luna, como sacerdotes de un miedoso culto primitivo, o como poetas inconscientes, exasperados y tenaces en su ilusión mística.

El Quin se sintió unido, con nuevos lazos, de iniciación pagana, a la madre naturaleza, al culto de Cibeles... y a las pasiones de su raza... De los castaños de Indias se desprendía un perfume de simiente prolífica; amor le pareció un rito de una fe universal, común a todo lo vivo. De la próxima calleja, sumida en la obscuridad de los árboles que hacían bóveda, esperaba el Quin que surgiera la clave del enigma amoroso.

El alma toda, con las voces de la noche de estío, le gritaba que por aquella obscuridad iba a presentarse el misterio; por allí debía de aparecer... la perra.

Sintió ruido hacia la calleja... surgieron dos bultos... Eran dos mastines. Dos mastines que le comían al Quin las sopas en la cabeza.

El Quin ignoraba las costumbres de la aldea. No sabía que allí, los perros como los hombres, iban a rondar, a cortejar a las hembras.

Aquellos dos mastines eran dos valientes de la parroquia que habían olido perro nuevo en ca el Cutu, y venían a ver si era perra.

Olieron al Quin con cierta grosería aldeana, y, desengañados, con medianos modos le invitaron a seguirles. Iban a pelar la pava, o, como por aquella tierra se dice, a mozas, es decir, a perras.

¡Oh desencanto! La perra, en el campo, como en la corte, como en la ciudad, vivía en la poligamia.

El Quin, sin embargo, no resistió a la tentación; y más por la ira del desengaño, que por la seducción de la noche de efluvios lascivos, siguió a los mastines; como tantos poetas de alma virginal, tras la muerte helada del primer amor puro, se arrojan a morder furiosos la carne de la orgía.

El Quin-Rollá pasó aquella noche al sereno.



Siguió a los mastines por la calleja obscura, sin saber a punto fijo adónde le llevaban, aturdido, lleno de remordimientos y repugnancia antes del pecado. Le zumbaban los oídos. Pero iba. Era la inercia del mal, de la herencia de mil generaciones de perros lascivos.

Desembocaron en los prados anchos, iluminados por la luna, cubiertos por una neblina, recuerdo del diluvio según Chateaubriand, la cual, como una laguna de plata, inundaba el valle. Era sábado. Los mozos de todas las parroquias del valle cortejaban en las misteriosas obscuridades poéticas de las dos colinas que al Norte y al Sur limitaban el horizonte, junto a las alquerías escondidas en la espesura de castaños y robledales.

El ixuxú prehistórico del aldeano celta resonaba en las entrañas de las laderas y bajo las bóvedas de los bosques, mezclándose con el canto del grillo, la wagneriana exclamación estridente de la cigarra y el ladrido de los perros lejanos.

Jamás es la prosa del vicio grosero tan aborrecible como cuando tiene por escenario la poesía de la naturaleza.

En aquel valle, de silencio solemne, que hacían resaltar los lamentos de los animales en vela, aquellos gritos como perdidos en la inmensa soledad callada de la tierra y el aire; en aquella extensión alumbrada con luz elegiaca por la eterna romántica del cielo, ¡cuánto hubiera deseado el Quin alguna pasión casta, un amor puro!... Pronto se enteró de lo que ocurría. Se trataba de una perra nueva que había llegado a un de aquellas parroquias rurales por aquellos días. La escasez de perras en la aldea es uno de los males que más afligen a la raza canina del campo; por una selección interesada, en las alquerías se proscribe el sexo débil para la guarda de los ganados y de las casas; y al perro más valiente le cuesta una guerra de Troya el más pequeño favor amoroso, por la competencia segura de cien rivales.

Pero aquellos mastines hicieron comprender al Quin aquella noche, con datos de observación, que menos racionalmente obraban los hombres. Al fin, los perros se atacaban, se mordían para conquistar una hembra, o por lo menos alcanzar la prioridad de sus favores; pero los mozos de la aldea, que gritaban ¡ixuxú! y, como los perros, atravesaban los prados a la luz de la luna, y se escondían en las cañadas sombrías, y daban asaltos a los hórreos y paneras en mitad de la noche, ¿por qué se molían a palos y se daban de puñaladas con navajas barberas y disparaban ad vultum tuum cachorrillos y revólveres? Por el amor de la guerra; porque, pacíficamente, hubieran podido repartirse las zagalas casaderas, que abundan más que los zagales y no eran tan recatadas que no echaran la persona (galanteo redicho, conceptuoso, a lo galán de Moreto), con diez o doce en una sola noche, a la puerta de casa, a la luz de las estrellas, como Margarita la de la de Fausto, menos poéticas, pero más provistas de armas defensivas de la virginidad putativa, gracias a los buenos puños.

Sí; los hombres, como los perros, hacían del valle poético, en la noche del sábado, campo de batalla, disputándose en la soledad la presa del amor. La diferencia estaba en que las aventuras perrunas llegaban siempre al matrimonio consumado, aunque deleznable y en una repugnante poligamia, mientras los deslices graves eran menos frecuentes entre mozos y mozas.



Al amanecer, jadeante, despeado, con una cuarta de lengua fuera, la lana mancillada por el lodo de cien charcos, el Quin llegó a la puerta de la granja en que descansaba su amo, arrepentido de delitos que no había cometido, con la repugnancia y el dejo amargo de placeres furtivos que no había gustado. Traía la vergüenza de la bacanal y la orgía, sin la delicia material de sus voluptuosidades. La perra dichosa, tan disputada por ochenta mastines aquella noche, había repartido sus favores a diestro y siniestro; pero la timidez, la frialdad de Quin, no habían sido elemento a propósito para fijar un momento la atención de aquella Mesalina de caza; porque era de caza.

En fin, nuestro héroe volvió a la puerta de su casa sin haber conocido perra aquella noche, y en cambio humillado por las patadas y someros mordiscos de otros perros, que le habían creído rival y le habían maltratado.

Pero faltaba lo peor. Sindulfo, el dueño, más querido que todas las perras del mundo, había desaparecido. Se había ido de pesca antes de amanecer. El Quin no sabía adónde. Esperó todo el día a la puerta de la granja, y el amo no pareció. Ni de noche vino. Al día siguiente supo Quin que un recado urgente de la ciudad la había hecho abandonar su proyectada estancia en el campo y volverse al almacén, donde era indispensable su presencia. Más supo el perro: el casero de Sindulfo, el aldeano que llevaba en arriendo sus cuatro terrones, se había enamorado del buen carácter del animal, y había suplicado a Sindulfo que se lo dejara en la granja, ya que él no tenía perro por entonces. Y el Quin, en calidad de comodato, estaba en poder de aquellos campesinos.

Toda la extensión del ancho valle le pareció un calabozo, una insoportable esclavitud.

Él era humilde, obediente, resignado; pero aquella ingratitud del amo no podía sufrirla. ¡Cómo! ¿El destino enemigo le castigaba tan rudamente al primer desliz? ¡Sólo por una tentativa, casi involuntaria, de crápula pasajera, le caía encima el tremendo azote de quedarse sin el amparo del único real cariño que tenía en el mundo! No pensaba el Quin que esta forma toman los más exquisitos favores de la gracia; que los deslices de los llamados a no tenerlos tienen pronta y aguda pena, para que el justo no se habitúe al extravío.

Tomó vientos, y con la nariz abierta al fresco Nordeste, como hubiera hecho Ariadna, a ser podenco, el Quin, huyendo de la alquería a buen trote, buscó el camino de la ciudad y llegó a su casa de las afueras en pocas horas.

No le recibió de buen talante Sindulfo, aunque orgulloso del apego del perro a su persona y de la hazaña del viaje; pero el Quin tuvo que volver a la aldea, porque la palabra es la palabra, y el préstamo del perro había de cumplirse. No se rebeló el humilde animal. Ante un mandato directo y terminante, ya no se atrevió a invocar los fueros de su libertad.

El cariño le ataba a la obediencia. Aquel amo lo había escogido él entre todos. Era el amo absoluto. Lloró a su modo la ingratitud, y la pagó con la lealtad, viviendo entre aquellos groseros campesinos, que le trataban como a un villano mastín de los que daba la tierra.

Al principio la vida de la aldea, con su prosa vil de corral, le repugnaba; pero poco a poco empezó a sentir, como nueva cadena, la fuerza de la costumbre. Empezó a despreciarse a sí mismo al verse sumirse, sin gran repugnancia ya, en aquella existencia de vegetal semoviente.

Y ¡horror de los horrores! empezó a perder la memoria de la vida pasada, y con ella su ideal: el cariño al amo. No fue que dejara de quererle, dejó de acordarse de él, de verle, de sentir lo que le quería; velo sobre velo, en su cerebro fueron cayendo cendales de olvido; pero olvidaba... las imágenes, las ideas; desapareció la figura de Sindulfo, en concepto de amo, el de ciudad, el de aquellos tiempos. Perro al fin, el Quin no era ajeno a nada de lo canino, y su cerebro no tenía fuerza para mantener en actualidad constante las imágenes y las ideas. Pero le quedó el dolor de su desencanto; de lo que había perdido. Siguió padeciendo sin saber por qué. Le faltaba algo, y no sabía que era su amo; sentía una decepción inmensa, radical, que entristecía el mundo, y no sabía que era la de una ingratitud.

¡Quién sabe si muchas tristezas humanas, que no se explican, tendrán causas análogas! ¡Quién sabe si los poetas irremediablemente tristes, serán ángeles desterrados... del cielo... y sin memoria!

El Quin se amodorraba; como no tenía el recurso de hacerse simbolista, ni de crear un sistema filosófico, ni una religión, se dejaba caer en la sensualidad desabrida como en un pozo; escogía la forma más pasiva d ela sensualidad, el sueño; siempre que le dejaban, estaba tendido, con la cabeza entre las patas. Y con la paciencia de Job, un Job sin teja, miraba las moscas y los gusanos que se emboscaban en sus lanas, sucias, largas, desaliñadas, lamentables.

Y así pasó mucho tiempo. Era el perro más soso del valle. No vivía ni para afuera ni para adentro; ni para el mundo ni para sí. No hacía más que dormir y sentir un dolor raro.



Una tarde, dormitaba el perro de lanas sobre la saltadera del muro que separaba la corrada de la llosa, por entre cuya verdura de maíz iba el sendero, que llevaba a la carretera, haciendo eses. Por allí se iba a la ciudad, y el Quin despertó mirando con ojos entreabiertos la estrecha cinta de la trocha, según instintiva costumbre, sin acordarse ya de que por allí había marchado el ingrato amigo.

De repente, sintió... un olor que le puso las orejas tiesas, le hizo erguir la cabeza, gruñir y después lanzar dos o tres ladridos secos, estridentes, nerviosos. Se puso en pie. Oyó un rumor entre el maíz. ¡Aquel olor! Olía a una resurrección, a un ideal que despertaba, a un amor que salía del olvido como un desenterrado... Al olor siguió una voz... El Quin dio una salto... y en aquel instante, allá abajo, a los pocos metros, apareció Sindulfo, con su pantalón candela todavía.

De un brinco el Quin se arrojó de la pared sobre su amo; y en dos pies, con la lengua flotando al aire como una bandera, se puso a dar saltos como un clown para llegar a las barbas ralas del dueño, que reaparecía brotando entre las tinieblas del olvido del latente dolor nostálgico.

¡Todo lo comprendía el Quin! ¡Aquello era lo que le dolía a él sordamente! ¡Aquella ausencia, aquella ingratitud, que ya estaba perdonando, en cuanto se hizo cargo de ella! ¡Perdonaba, ya lo creo! ¿Cómo no, si el ingrato estaba otra vez allí?

Saltaba el Quin, aullando tembloroso de delicia suprema... Saltaba... y en uno de esos saltos, en el aire, sintió que, como una sierra de agudísimos dientes, le cogían por mitad del cuerpo y le arrojaban en tierra. Mientras el lomo le dolía con ardor infernal, sintió que le oprimía el pecho y el vientre con dos patazas de fiera, y vio, espantado, sobre sus ojos la faz terrible de un enorme perro danés, gigante, que le enseñaba las fauces ensangrentadas, amenazando tragarle...

Acudió Sindulfo y libró a su pobre Quin de las garras de la muerte.

-¡Fuera, Tigre! ¡Malvado! ¿Habrase visto? ¡Son celos, ja, ja; son celos!

Cuando el Quin volvió de su terror y aturdimiento, se enteró de lo que pasaba. Ello era que con Sindulfo venía su nuevo amigo fiel, el Tigre, un perro danés de pura raza, fiera hermosa y terrible.

No consentía rivales ni enemigos de su amo, y al ver los extremos de aquel perruco de lanas, se había lanzado a defender a su dueño o a librarle de caricias que a él, al Tigre, le ofendían.

Sí; tal era la triste verdad. El Quin había hecho nacer un Sindulfo el amor genérico a la raza canina; el individuo ya le era indiferente; no podía vivir sin perro, y ahora tenía otro, al cual le unían lazos firmes y estrechos ¡Cosa más natural!

Sindulfo acarició al Quin, le cató las heridas, que eran crueles; pero en el fondo estaba orgulloso y satisfecho de la hazaña del Tigre. ¡Qué celo el de su danés!

Aquella noche la pasó el Quin desesperado de dolor; con ascuas de fuego material en las heridas de sus lomos, y fuego de un infierno moral en las entrañas de perro sensible.

¡Para esto volvía el recuerdo, para esto renacía la clara conciencia de la amistad perdida! No pudo resistir su pasión.

Se pasó la horrible noche rascando la puerta del cuarto de Sindulfo; y por la mañana, cuando la abrieron, saltó dentro de la alcoba con ímpetu loco, y sin reparar en el lodo y la sangre de sus lanas miserables, se lanzó sobre el lecho en que aún descansaba el amo ingrato, saltando por encima del Tigre, que en vano quiso coger por el aire al intruso.

El Quin, tembloroso, casi arrepentido de su hazaña, se refugió en el regazo de su dueño, dispuesto a morir entre los dientes del rival odiado, pero a morir al calor de aquel pecho querido.

No hubo muertes; Sindulfo evitó nuevos atropellos; pero aquella tarde dejó la aldea, se volvió a la ciudad con el Tigre, se despidió del Quin con tres palmadas y prohibiéndole que le acompañara más allá de la saltadera de la corrada.

Y el Quin, herido, maltrecho, humillado, los vio partir, al amo y al perro favorito, por el sendero abajo, camino de la carretera, de la ciudad, del olvido...

Era la hora del Angelus; en una capilla que había al lado de la granja se juntaba la gente de la aldea a rezar el rosario. Iban los campesinos entrando en el templo, sin fijarse en el Quin y menos en sus penas.

El perro de lanas, cuando perdió de vista al ingrato, dejó su atalaya, anduvo un rato aturdido, y al oír el rumor de la oración en la capilla, atravesó el umbral y se metió en el sagrado asilo. No entendía aquello; pero le olía a consuelo, a último refugio de espíritus buenos, doloridos... Mas cuando sentía estas vaguedades, sintió también una grandísima patada que uno de los fieles le aplicaba al cuarto trasero para arrojarlo del recinto.

«Es verdad», pensó; saliendo de prisa sin protestar.

«¿Qué hago yo ahí? Lo que los perros en misa. Yo no tengo un alma inmortal. Yo no tengo nada». Y volvió a su atalaya, en adelante inútil, de la saltadera, sobre el muro que dominaba el sendero, el sendero de la eterna ausencia.

No pudiendo con el peso de sus dolores, se dejó caer, más muerto que echado... Oscurecía; el cielo plomizo parecía desgajarse sobre la tierra. Metió la cabeza entre las patas y cerró los ojos... Para él no había religión, para él no había habido amor: había despreciado la vanidad, la ostentación; se había refugiado en el afecto tibio, sublime en su opaca luz, de la amistad fiel... y la amistad le vendía, le ultrajaba, le despreciaba...

Y para colmo de injurias, volvería la condición de su cerebro, de su alma perruna, a traerle el olvido rápido del ideal perdido... y le quedaría el dolor sordo, intenso, sin conciencia de su causa...

¡Pobre Quin! Como era un perro, no podían consolarse pensando que, con eso y con todo, a pesar de tanta desgracia, de tanta miseria, sólo por haber sido humilde, leal, sincero, era más feliz que muchos reyes de los que más ruido han hecho en la tierra.


Este cuento forma parte del libro Cuentos morales