El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XLI

XLI


Bromeaban aún con lo de la cara de novia, cuando entró Sandoval, a quien prodigaron, como era justo, las felicitaciones por el éxito de su prescripción .

—No es mucha ciencia recomendar aire libre y ejercicio. Pero a mi vez te felicito, Luchita. Será o no así la cara de la novia... Lo que yo sé es que con ésa, más de un novio te va a salir...

Sorprendióse de experimentar un recóndito dolor al eco de sus propias palabras. Comprendiendo que iba a quebrársele la voz, calló de golpe; y bajo el silencio que sobrevino, su rostro adquirió, pronunciada como nunca, la ruda fiereza que le era entonces peculiar. A doña Irene le pareció que enflaquecía de pronto, como excavado por interno derrumbe.

Mientras reponíase de aquella anómala emoción, prolongado el paladeo de su café, miraba a Luisa de soslayo sobre el borde de la taza.

Ganada por su abstracción habitual, vencíala ahora una suavísima plenitud de azucena. Eran los ojos lejanos de siempre, los mismos, sin duda. Por qué no?... Lo cierto es que su mirada parecía

abismársele hacia adentro en la contemplación de una luz profunda. Sobre aquella delicia absorta, una sonrisa que no llegaba a definirse materialmente, difluía en cándida gracia su vaguedad.

"Ama pensó él con desgarradora clarividencia—ama o va a llegarle la hora de amar".

Y con violenta arrancadura de cepa, sangróle bárbaramente, hasta írsele en palidez mortal, la angustia del corazón mordido.

Tan singular fué aquel trance, que casi al punto reaccionó en asombro. Su voluntad enderezóse como un látigo.

—Mal tiempo—dijo;—pesado, fatigoso... Acabo de sentir un vago mareo...

—Sí, está muy pálido—afirmó Toto.

—No será nada. Vamos, Tristán. El aire y la marcha me harán bien seguramente.

Por la puerta que acababan de entreabrir, azuleó afuera un ancho relámpago.

—Va a seguir lloviendo—advirtió doña Irene.

—No importa; vamos, Ignacio. El coche nos seguirá. Vienes, Toto?

—No, papá, no salgo esta noche.

Y en voz baja, para que sólo su hermana oyera:

—Estoy penitenciado... —añadió con malicia cordial.

—Me alegro , dijo ella del mismo modo.

Aquel secreto estremeció con nuevo sobres alto el alma dolorosa de Sandoval.