El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LXIV
LXIV


Ordenó que no la contrariasen mientras practicara el régimen prescripto. Mucha dulzura, mucho disimulo ante sus caprichos, si, alterando su natural docilidad, le sobrevenían.

Apreciaba más bien como episódica aquella enfermedad; es decir con cuidado, pero sin alarma. La rapidez de la mejoría confirmábalo al parecer.

Lo indispensable, sí, era fortificar a Luisa, evitarle toda grande emoción. Afortunadamente llegaba el verano. Apenas entrara de lleno, intentarían la cura que era el grande hallazgo de actualidad para las afecciones del pecho, y nunca aprovecharían mejor aquella residencia del balneario, que tantas comodidades ofrecía. El sería también huésped de tiempo en tiempo, que muy cansado andaba, y creía poder arreglarse con un suplente para dejar la clientela en sus manos hasta por quince días. Bueno era, pues, que fuesen preparándose.

Enterada de todo por la tía Marta, quien, considerándola digna de confianza sin ambages, no le ocultó ni la prescripción de acatar sus previstos antojos, experimentó Luisa confortante alegría. La carta de Suárez Vallejo llegó por entonces, completando aquella favorable impresión; y para tornarla definitiva, decidió se simultáneo el compromiso de Adelita y Toto, aunque a indicación de aquélla, no lo formalizarían sino durante la temporada en el balneario.

Fué tan visible el efecto del régimen prescripto por Sandoval, y ayudado por todo aquello, que doña Irene no se cansaba de admirarlo.

—Es maravilloso nuestro doctor, afirmaba diariamente a Luisa. Y te quiere tanto, que las huellas de tu enfermedad las lleva él en su cara más que tú misma.

Y era cierto. La decisión del crimen iba acuñándole aquella "cara de verdugo" que el escribano le advirtió. Sombrío hasta lo funesto, parecía que aun a pleno sol conservaba su tez la opacidad lúgubre ele las noches de alarma.

Su tremenda sentencia era aquel envío al mar que seguía creyendo mortífero para las tisis abiertas, a pesar de la teoría biológica.

Jugaba, así, conciencia y crédito, pero qué le importaba ya, si aquella condena a muerte era también la suya. El se iría, claro está, a las tinieblas, detrás de la criatura sacrificada. Con ella y con su secreto incomprensible para el mundo, incapaz en su torpeza de comprender aquel amor. Aquel formidable amor del pirata renacido en su limbo atávico.

Su idea de transformar por un refinamiento de la ciencia el vigor del mar en veneno; su voluntad sobrepuesta a todo escrúpulo; su gozo bárbaro de la muerte-eran eso, de allá venían.

Y por eso mismo, nadie ¡nadie sobre la tierra! nadie, nadie la quería como él.

Nadie; es decir el otro, el probable mequetrefe de salón, indigno a buen seguro del afecto que inspiraba.

Durante la cuotidiana esgrima, a la que había vuelto con rigor, su alma entera fulminaba en la hoja audaz, como una centella.