Dos mujeres
de Gertrudis Gómez de Avellaneda
Capítulo V

Capítulo V

Si existe una felicidad para los hombres, si es posible alcanzarla sobre la tierra, la unión del amor con la virtud puede solamente darla. El amor santificado por la religión, el amor templado por la seguridad y la costumbre, el amor constituido en deber, el deber embellecido por el amor... ¡qué sublime, qué santa armonía! ¿Por qué la naturaleza en su eterna mudanza arrebata al hombre este estado divino de ventura? ¿Por qué no nos es dado hacer estable la concordancia del sentimiento y de la obligación? ¡Oh imperfección e inconsecuencia de la naturaleza humana! ¡Que el amor eterno, que es el voto del alma, no pueda ser cumplido por el corazón!...

Pero Carlos y Luisa son tan dichosos!... ¡Oh! Alejaos, frías reflexiones, alejaos tristes luces de la verdad, que quiero recrearme en el espectáculo encantador de un amor feliz y casto. Mas no intentaré pintarle: las almas puras y amantes le adivinan, y jamás puede hacerse que le comprendan los seres insensibles y depravados.

Los primeros meses pasaron para los dos esposos en una embriaguez divina: los segundos en una calma deliciosa. Hacía más de un año que estaban unidos y no habían tenido una sola hora de fastidio ni pesar: por el contrario, parecía que eran cada día más felices y se comprendían mejor.

La salud de doña Leonor, que decaía rápidamente y el hábito de una vida recogida, hacían que Luisa no saliese casi nunca de su casa, y Carlos, feliz con su vida doméstica, se había separado también de toda sociedad. Pero, ¿qué necesidad hay de placeres cuando se tiene ventura? Luisa que había sustituido a su madre (ya postrada en cama constantemente), en los cuidados domésticos, y que asistía a la anciana con esmero y ternura verdaderamente filial, sabía cumplir estos deberes sin descuidar un momento a su marido. Y era tan hermosa, tan sublime, cuando descendía de su esfera de ángel para ocuparse en los más pequeños detalles de la vida doméstica! Todo marchaba en aquella casa con un orden admirable. Todos los momentos estaban empleados, todos los acontecimientos previstos, todas las atenciones preparadas. Habíase mudado don Francisco en casa de su hermana, y era una sola familia doblemente enlazada y perfectamente unida: hasta los pequeños debates de los dos hermanos eran ya raros, y la paz, la monotonía de aquella vida inocente y sosegada, era tan inalterable que parecía llevar un sello de eternidad.

Llegó enero: hacía quince meses que ya estaban casados Carlos y Luisa, y les parecía que había sido la víspera. Las largas noches de invierno eran para ellos deliciosas. Era un cuadro digno de ser inmortalizado por el pincel de Murillo -si Murillo hubiese vivido entonces-, el que presentaba aquella familia patriarcal. En medio de una espaciosa alcoba que ardía un abundante fuego. En torno de ella una joven hermosísima vestida sencillamente y ocupada en las labores de su sexo, y un gentil mancebo que junto a ella leía en alta voz una novela de Richardson, interrumpiendo por momentos la lectura para hacer una caricia a su linda vecina: un poco más lejos, en tres cómodos sillones, un anciano todavía robusto, en medio de dos reverendas damas; doña Beatriz y doña Serafina, constantes tertulias de doña Leonor, escuchando los tres con silenciosa atención lo que Carlos leía, impacientándose con sus interrupciones, e interrumpiendo ellos mismos muchas veces con exclamaciones de admiración o de lástima, según la posición en que se hallaban los héroes de la novela. ¡Cuántas reflexiones no promovía la virtud de Pamela y la altanería de su cuñada: premiada la una y humillada la otra! ¡Cuánta indignación la perversidad de Lovelace! ¡Cuánta piedad la desventura de Clara! Luisa lloraba con frecuencia durante aquellas lecturas, y como nunca era tan bonita como cuando lloraba, su marido dejaba suspensa muchas veces la curiosidad de su auditorio en los pasajes más interesantes, para deleitarse en contemplar a su mujer. Luisa se avergonzaba de que se reparase en su sensibilidad, las dos damas se enfadaban de que se interrumpiese la lectura, don Francisco aprovechaba aquel momento para criticar la obra, aunque nadie le atendiese; y era preciso que doña Leonor sacase fuera de la cama su mano afiliada y transparente, y dijese en tono absoluto: -¡Adelante!- para que el auditorio volviese a sosegarse y el lector a continuar su tarea.

El destino miró con ceño aquella dulce serenidad de una vida dichosa y bien pronto las inocentes veladas fueron interrumpidas. Una carta de Madrid llevó a Sevilla la noticia de haber muerto el capellán de la reina, primo hermano de don Francisco, y que había sustituido a éste y a doña Leonor sus universales herederos. El difunto dejaba un considerable caudal en casas, alhajas y deudas, que tenían hacia él varios sujetos de la corte: sus asuntos no quedaban tan arreglados que no fuese preciso, según escribían sus albaceas a los herederos, que fuese alguno de ellos a arreglarlos por sí mismo. Don Francisco, que no había perdido nunca completamente el deseo de enviar a su hijo a tomar, como él decía, un bañito de corte, declaró que era absolutamente preciso que Carlos fuese el encargado de este negocio. Hubo por parte de doña Leonor sus dificultades, por la del joven una manifiesta repugnancia, por la de Luisa una tímida oposición, pero, al fin, después de algunos días de discusiones, quedó decidida la cuestión a favor de don Francisco, y Carlos se sometió con disgusto a separarse de su esposa con la esperanza de que sería por poco tiempo, pues se proponía ocuparse exclusivamente en Madrid en terminar con prontitud el asunto que le llevaba. Se comenzaron los preparativos del viaje y se escribieron cartas de recomendación. Estaban en la corte dos señoras enlazadas con la familia de Silva y a las cuales debía ser eficazmente recomendado Carlos, pues Luisa temía que tuviese una enfermedad lejos de ella, y para un caso de esta naturaleza juzgaba indispensable que hubiese algunas personas de su sexo interesadas en favor del joven. Se escribieron, pues, por los dos hermanos dos largas cartas a las parientas por afinidad, pero suscitose una discusión con este motivo, que terminó por rasgarse una. De las dos damas era la una doña Elvira de Sotomayor, viuda de un primo hermano de doña Leonor, y que, aunque no era conocida personalmente de ésta, pues jamás había salido de Madrid la una, ni la otra de Sevilla, había sostenido largo tiempo correspondencia epistolar con ella, aunque después de muerto su marido. La otra era la condesa de S.***, viuda también de un pariente cercano de los Silvas, pero cuyo matrimonio había sido muy a disgusto de doña Leonor. El motivo de este desafecto hacia la condesa no era otro que el de haber nacido en Francia: nación, como ya hemos dicho, aborrecida por doña Leonor. El conde de S.*** casó en París en 1811 con Catalina de T..., cuya madre, española, había dado la mano al vizconde de T... estando éste de secretario de la embajada francesa en España, pero habiendo regresado poco después a su patria el vizconde con su esposa, Catalina había nacido en aquel país execrado por doña Leonor. Cuando el conde de S.*** la participó su enlace con una francesa, la respetable señora le contestó aconsejándole que la sacase cuanto antes de aquella tierra maldita, y no perdonó nunca a su pariente el desprecio que hizo de este consejo. Viuda la condesa y heredera de una parte considerable de los bienes que su marido poseía en España, determinó establecerse en Madrid, donde se hallaba a la muerte del conde. Sabía todo esto doña Leonor por su hermano que solía escribir de vez en cuando a la condesa, pues ella, por su parte, no había querido jamás entablar correspondencia con aquella extranjera: y es de advertir que el designar doña Leonor con este nombre a cualquier persona, era un modo breve y decoroso de manifestar el más absoluto desprecio. Así, pues, cuando don Francisco la leyó la carta que dirigía a la condesa recomendándola su hijo, doña Leonor declaró que no tendría Carlos necesidad ninguna de la amistad de la extranjera, y que recibiría un mortal disgusto en que su yerno cultivase semejante conocimiento. Don Francisco recordó en aquel día su antiguo sistema de oposición y sostuvo que ninguna persona podía ser más útil a su hijo en Madrid, que una señora relacionada con las casas más distinguidas, habituada a la mejor sociedad y que, según estaba informado, reunía a su perfecto conocimiento del mundo un talento extraordinario. Pero esta especie de elogio no era el más a propósito para reconciliarla a doña Leonor con su prima política, y todo lo que su hermano la dijo con respecto a ésta sólo sirvió para aumentar la antipatía instintiva que desde que oyó por primera vez su nombre la inspiraba Catalina. Don Francisco, pues, hubo de ceder esta vez como otras: la carta para la condesa se rasgó, y Carlos no fue recomendado a otro individuo del bello sexo que a doña Elvira de Sotomayor, que al fin (como decía doña Leonor), era española y que se había criado como Dios manda, y no en tierras donde se profanaban altares, y se guillotinaban reyes, y reinaban soldados.

Llegó, por fin, el día de la partida de Carlos: muchos hacía ya que Luisa no cesaba de llorar, y su dolor se manifestaba de una manera tan viva que la severa mamá hubo de reñirla seriamente, después de haberle hecho inútiles reflexiones sobre la grave culpa que es a los ojos de Dios la falta de resignación, y lo que se ofende su Divina Majestad de que se emplee en un mortal ese amor inmenso que para él sólo merece y que a él sólo debemos. La pobre niña escuchaba a su madre con su acostumbrada humillada y pedía perdón de su dolor, pero pesarosa de sentirle no podía siquiera ensayar el vencerle. Como si la inmensidad de los mares hubiese de separarla de su marido, su imaginación medía con espanto la distancia de Sevilla a Madrid, y parecíale que había un mundo de por medio. Cuántas tiernas aprensiones y cuántos tristes presentimientos acompañaban comúnmente a la primera separación de un objeto querido, se apoderaron a la vez de la tímida y apasionada esposa, y parecía que la iba abandonando la vida a medida que se aproximaba la hora fatal de la partida de Carlos: Aquél era su primer dolor, y el primer dolor sino siempre es el más grande, es indudablemente el más sensible.

Cuando arreglaba las maletas de su marido besaba sus ropas humedeciéndolas con sus lágrimas, y pensó con una especie de celos que otras manos que las suyas plegarían en lo sucesivo aquellos pañuelos que ella había bordado para Carlos, y se encargarían de todos los pequeños cuidados que solamente ella debía prestarle. Cuando le abrochaba su chaqueta de viaje y cepillaba su capa:

-Carlos -le dijo llorando-, no seré yo en adelante...

Y no pudo concluir, embargada su voz por sollozos. Carlos la tomó en sus brazos y quiso en vano consolarla: él mismo lloraba como un niño, y casi ya estaba a punto de tomar la resolución de llevarse a Luisa cuando compareció doña Leonor apoyada en el brazo de su hermano, tan pálida, tan enferma, que el joven al verla se avergonzó de haber pensado en privar de su hija a aquella anciana madre a quien el sepulcro reclamaba. La salida de los criados, que conducía las maletas a la diligencia, y el vibrante sonido del reloj de la catedral que daba distintamente la hora teñida, anunciaron a Carlos que había llegado el momento de una separación a la que aún no se había resignado. Cubrió de besos la rubia cabeza de su esposa, y haciendo un esfuerzo doloroso pronunció la terrible palabra:

-Adiós.

Luisa se estremeció: levantó los ojos y los fijó con avidez en el rostro de Carlos, y quitando de su cuello una cinta negra que sostenía un escapulario de la virgen, bordado por su mano, lo puso en el de su marido, pudiendo apenas articular:

-Ella te proteja.

Intentó luego repetir, mas no pudo, las recomendaciones mil veces hechas ya, de que se preservase el aire sutil de Madrid, de que no hiciese ningún género de exceso... En fin, aquellas prevenciones que sólo se ocurren a una mujer y que son tan pueriles como tiernas.

-Ea, hijos míos -dijo don Francisco-. ¡Valor! Pronto, muy pronto, volveréis a reuniros.

-Así sea -pronunció doña Leonor acercándose a abrazar a su yerno.

Pero Carlos no podía apartarse de Luisa, que, enlazándose a su cuello, repetía entre sollozos la palabra fatal:

-Adiós.

-No irritéis al cielo, hijos míos -dijo la anciana-, no os atraigáis en castigo de un dolor sin causa un dolor más justo.

A esta estimación Luisa, estremecida, se apartó de su marido, exclamando:

-Perdón, Dios mío, y hágase tu voluntad.

Carlos desvió sus ojos de ella porque conocía que mientras la viese no podría tener valor para partir.

-Va a salir la diligencia -gritó el mayordomo desde la puerta-.

Carlos besó la mano de su padre, abrazó a su tía, y sin mirar a Luisa se lanzó fuera de la sala.

Quiso ella correr al balcón para verle aún, para decirle mil cosas que en aquel momento se la ocurrían, pero la pobre niña no pudo llegar al sitio a que se encaminabas: sus fuerzas la abandonaron y cayó desfallecida en los brazos de su madre.

-¡Luisa! ¡Luisa! -exclamó don Francisco conteniendo sus lágrimas-: ¿no piensas en el estado de tu pobre madre?, ¿quieres acabar de matarla con tu dolor?

-¡Yo!, ¡yo! -gritó temblando la niña-: ¡Ah!, ¡no! Madre mía, que tome Dios mi vida en cambio de la vuestra, pero que me conceda verle aun otra vez... ¡Un momento, un solo momento...!

-Pronto volverá a tu lado, hija mía -dijo conmovida doña Leonor.

-Muy pronto debe ser -exclamó la desconsolada esposa-, si queréis que me encuentre viva.