Dos mujeres
de Gertrudis Gómez de Avellaneda
Capítulo I

Capítulo I

-Te repito por centésima vez, hermana, que es absolutamente preciso que mi hijo conozca un poco del mundo antes de contraer empeños tan solemnes como los del matrimonio.

-Sí, porque arrojar a un pobre muchacho de veinte años, que sale de un colegio, en esa Babilonia de Madrid, para que le perviertan y corrompan, es el mejor medio de prepararle a ser un buen marido. ¡A la verdad, hermano, que discurres con acierto!

-Leonor, tú interpretas mis palabras con una arbitrariedad que me pasma. ¿Quién trata de arrojar a Carlos, como dices tú, para que le perviertan y le corrompan? No pude mi hijo ir a la corte recomendando a sujetos apreciables y prudentes, que le sirvan de guía en ésa que tú llamas Babilonia? Además, en Madrid como en Sevilla hay bueno y malo: no sé por qué se ha de suponer que todo el que vaya, habrá de pervertirse forzosamente. ¡Tienes unas preocupaciones tan injustas y tan tenaces!

-¡Y tú unos caprichos tan inconcebibles!... Conque, en fin, Francisco, estás resuelto a pesar de las repetidas reflexiones que te hago, a enviar al chico a Madrid apenas llegue a Sevilla.

-No digo yo que sea precisamente apenas llegue a Sevilla, no por cierto. Hace ocho años que no veo a Carlos y...

-Gracias a la loca manía que tuviste de querer hacer a tu hijo un revolucionario, un hereje, un francés. No fue ciertamente mi dictamen el que seguiste cuando enviaste a Carlos a tomar lo que tú llamas una brillante educación, a un colegio de Francia: de esa Nínive, de ese centro de corrupción, de herejías, de...

-Por el amor de Dios, hermana, suspende tus calificaciones y déjame concluir lo que iba diciendo. Repito que hace ocho años no veo a mi hijo, y que es natural desee tenerlo a mi lado algunos meses antes de volver a separarme de él. Pero después, es cosa decidida, después irá a Madrid, irá a tomar ese bañito de corte que sienta tan bien a un joven de su clase, y que en nada, así lo espero, podrá perjudicar a sus sentimientos y buenas costumbres. ¡Hermana Leonor! Ningún Silva ha sido pícaro ni libertino, y yo juro, vive Dios, que no será Carlos el primero.

-Pero ¿qué necesidad tiene Carlos de ese bañito de corte, como tú dices? Porque se quede tranquilo en su patria al lado de su padre y de su esposa, cuidando sus intereses, que a Dios gracias son considerables, será menos caballero, menos estimado de sus compatriotas? ¿Pierde algo con no ir a Madrid?

-Sí, señora, porque este paseo, que por otra parte no será largo, le proporcionará revivir útiles relaciones, que yo tengo muy descuidadas: podrá, por medio de ellas, vestir el distinguido hábito de Carlos III que yo obtuve a su edad, pues mi hijo no ha de ser menos que yo; se dará a conocer y cultivará la amistad su primo que es capellán de la Reina, anciano valetudinario y poderosos, que no tiene parientes más próximos... en fin, suponte que ninguna ventaja resulte de este viaje, yo lo quiero y esto basta.

-Ésa es la razón que tú acostumbras oponer a todas las que yo te presento para apartarte de alguno de los proyectos desatinados que formas cada día. A la verdad, hermano, que a los cincuenta y cuatro años eres más loco que fuiste a los veinte.

-Y tú más tenaz y dominante a los cincuenta que a los diez y ocho, cuando te casate con aquel pobre hombre a quien echaste a la sepultura a fuerza de impertinencias. Estas beatas o devotas son más temibles que una legión de demonios.

-¡Hermano Francisco!

-¡Hermana Leonor!

-Tú te excedes.

-Tú me precipitas.

En el momento en que el debate de los dos hermanos, llegaba a esta línea peligrosa que divide el terreno de la discusión y el agravio, abriose sin ruido una puerta vidriera cubierta de cortinas de tafetán verde, y asomó por ella una rubia angélica cabeza diga del pincel de Urbino o del Corregio.

-¿Qué es esto, mi querida mamá?, ¿qué tiene Ud., mi amado tío?, ¿están ustedes riendo? ¡Ah! ¡y yo me aflijo tanto siempre que tienen Vds. estas disputas que terminan por enfadarse!

Al oír estas palabras, pronunciadas con un ligero y gracioso acento andaluz por una voz musical, desarrúguese la frente de don Francisco de Silva, y una sonrisa de orgullo maternal asomó a los pálidos labios de doña Leonor que un momento antes temblaban de cólera.

-Ven, Luisita -exclamó la buena señora, removiendo en un ancho sillón de damasco encarnado con galón de plata, su cuerpo enjuto y acartonado-. Ven y tráeme agua de colonia, éter, cualquier cosa, porque me siento muy mala. ¡Ay, Dios mío, qué flato!, estas cosas me asesinan.

-Hermana -dijo don Francisco mirándola con inquietud- yo siento mucho..., ¡pero tú me insultas de un modo...! En fin, olvídese esto; si te he ofendido perdóname. Ya sabes mi genio... soy una pólvora... pero repito que me perdones.

Mientras el caballero tartamudeaba estas palabras, sintiendo sinceramente la indisposición de su hermana, aunque debía estar acostumbrado a tales escenas que eran demasiado frecuentes, Luisa salió del gabinete con un frasquito de éter, y poniéndose en una banquetita delante de su madre, acercó su linda cabeza para examinar con tierno sobresalto las facciones de la anciana, alteradas aún por la cólera, pero en las que se traslucía la satisfacción que le causaba la victoria que, merced a su flato, acababa de obtener sobre su antagonista.

Luego la hermosa niña aplicó el frasquillo a la nariz de la enferma, y volviendo a su tío dos bellísimos ojos azules, llenos de ternura y mansedumbre, pareció decirle con ellos: «¿Por qué, por amor a mí, no es Ud. más dulce con mi madre?»

Don Francisco se levantó de su silla, no ya con las cejas fruncidas ni la frente arrugada, sino con aire contrito y avergonzado, y tomando una mano de su hermana.

-Leonor -la dijo-, dime que me perdonas. De todos modos Carlos no irá ya a Madrid.

Estas palabras fueron un himno de triunfo de triunfo para doña Leonor, que aparentó sin embargo no atender a ellas, y haciendo alarde de generosidad.

-Yo te perdono, Francisco -exclamó-, y espero que tú también...

-No digas más, mi buena Leonor, olvídese de esto; ¿estás mejor?

-Quisiera irme a la cama, hermano mío, necesito reposo. ¡Hace tres días que me siento tan mala!

-¡Y yo, bárbaro!, que sin consideración al estado de tu salud, te doy a cada hora un nuevo disgusto...

-Vamos, tío, ya Ud. ha dicho que no se hable más de eso. Venga Ud.; llevemos a mamá a su cama y luego... luego le daré Ud. un abrazo en premio de lo bien que ha reparado su falta.

-¡Hechicera!

Y el caballero miraba cayéndosele la baba, como suele decirse en su país, a la linda niña, hasta que dándole un golpecito en el hombro le recordó ésta que era preciso conducir al lecho a la anciana.

Mientras que descansa en sus bien mullidos colchones la respetable y doliente señora; que se marcha don Francisco después de recibir el prometido abrazo; y que Luisa aprovecha el momento en que se ve sola para leer a hurtadillas detrás de las cortinas de la cama de su madre, el libro de Pablo y Virginia, que por pertenecer al anatematizado gremio de las novelas era en el concepto de ésta una obra perjudicial a la juventud, nos tomaremos sin disgusto el trabajo de dar al lector una breve noticia de las personas que le hemos presentado. Poco hay que decir de don Francisco de Silva: era ni más ni menos, lo que aparece en la escena anterior. Corazón bueno y generoso, alma cándida, carácter vivo, un poco caprichoso pero fácil de dominar pasado el primer impulso. No era la prudencia su cualidad más sobresaliente, y solía tomar las resoluciones más extravagantes y peligrosas con una ligereza que los años no habían podido destruir y hacían resaltar. Rara vez consultaba otra opinión que la suya propia; irritable la contradicción manifiesta; no cedía jamás a los argumentos; pero nunca supo resistir a la súplica y un niño podía gobernarle a su antojo por medio de la dulzura. Vástago de una familia antigua y poderosa de Sevilla, casó con una mujer de igual clase, de la que no tuvo más hijos que Carlos. Su esposa había muerto poco después del nacimiento de éste, y doña Leonor, única hermana de don Francisco, se encargó entonces del niño que no conoció otra madre. Don Francisco, no obstante, sus eternas disputas con su hermana, creyó no poder confiar su hijo a mejores manos. Devota, rígida, severa, doña Leonor era una mujer de cuya virtud la misma envidia no se atrevió a dudar en ningún tiempo. Tenía toda la prudencia que faltaba a su hermano, era tan reflexiva como él precipitado y si tomaba sus resoluciones con menos energía sabía sostenerlas con más tesón. Don Francisco censurando sin cesar la inflexibilidad del carácter de su hermana, era, sin que él lo conociese, dominado por este mismo carácter. Leonor jamás retrocedía en camino tomado con madura deliberación; y su posición grave, constante, inmutable a todo lo que contradecía sus principios o contrariaba sus proyectos, quedaba siempre vencedora, ganando a su contrario de cansado muchas veces.

De seis hijos que tuvo doña Leonor, no le quedaba más que uno a la muerte de su esposo, y la pérdida de tantos queridos objetos había hecho más preciosa para ella aquella última prenda de su unión. Luisa, la linda Luisa era esta cara prenda, y su madre había tenido en su educación el más incansable desvelo. No entraba en sus ideas el adornarla de talentos distinguidos y la educación de Luisa fue más religiosa que brillante: a pesar de la oposición de don Francisco a un sistema tan rígido. No tuvo maestros de música, ni de baile, ni de ningún género de habilidad; pero en compensación conocía todos los secretos de la economía doméstica, era sobresaliente en el bastidor y la almohadilla, sabía los primeros rudimentos de la aritmética y la geografía, podía recitar de memoria la historia sagrada y estaba medianamente instruida en la profana; con lo cual nada le faltaba, según decía su madre, para poder llamarse una mujer instruida. Además, aunque doña Leonor hubiese anatematizado todos los libros de novelas y poesías amatorias, solía permitir a Luisa obras en su concepto tan amenas como instructivas y aprovechando la niña esta concesión leía y releía en sus horas de descanso las Tardes de la Granja, la Vida de las santas, el Almacén de niñas, Eufemia o la mujer verdaderamente instruida, y aun las composiciones de Fray Luis de León, con tal de que no fuesen de aquéllas en las que el poeta se dejaba inspirar algún tanto por la ternura de su corazón. Además su tío solía darla a hurtadillas algunas novelas como el Robinson, Pablo y Virginia, etc.

Luisa no tuvo amigas de su edad, doña Leonor no le gustaba da dar por compañeras a su hija jóvenes del día, tal era su expresión, que se educaban en los teatros y en los bailes, y que a los trece años salían a la reja a pelar la pava con sus amantes. Escandalizábase de la libertad que las madres dejaban a sus hijas, sostenía que en su tiempo era muy diferente, y terminaba por mal decir muy devotamente a la Francia y a los franceses, pues creía y probaba que de ella y de ellos, había recibido España el contagio fatal de las malas costumbres.

Doña Leonor era en alto grado española y realista. El culto que daba a Fernando VII estaba como enlazado al que tributaba a Dios, y la desafección al Rey legítimo y absoluto era para ella un pecado de herejía, de tal modo se confundía en su cabeza el altar y el trono. Durante el reinado de José Bonaparte en España habíase confinado en un pueblo pequeño de la sierra viviendo en el más absoluto retiro, para evitar de este modo el oír hablar de aquel usurpador hacia el cual conservó toda su vida un odio tan grande como el que profesaba a la Francia, siendo a sus ojos una de las mayores faltas de su hermano el que no participase de sus sentimientos en este punto. Don Francisco, aunque adicto sinceramente a la causa del Rey, no era en manera alguna un enemigo de los Bonapartes; y aun no pocas veces había exaltado la bilis de su hermana, asegurando, a fuer de hombre previsor y político, que conforme o no a sus intenciones, ellos habían traído ventajas a la España que debían hacerse palpables más tarde. Nunca olvidaba el noble caballero contar entre estas ventajas la abolición del tribunal terrible de la Inquisición, y era entonces cuando doña Leonor ponía el grito en los cielos, pues la piadosa señora no dejó de rogar devotamente cada día; después del rosario, por la restauración del Santo Oficio y exterminio de los herejes; así como por la vuelta de Fernando y caída de Bonaparte, a quien nunca nombró de otro modo que Malaparte, bien que su hermano se burlase claramente de su una puerilidad tan ridícula.

Doña Leonor volvió a Sevilla a mediados del año 1814 para solemnizar con fiestas religiosas, que hizo celebrar a su costa en varios conventos, la vuelta del Rey.

Tres años habían transcurrido desde dicho día hasta aquel en que comienza nuestra relación, y aunque el entusiasmo popular por el restituido monarca se hubiese algún tanto entibiado durante ese tiempo, no sucedía lo mismo con el de doña Leonor, que por el contrario se exaltaba cada día más, como de su devoción religiosa, llegando ambos sentimientos al grado de fatalismo.

Es de suponer que su casa y su familia hubieran podido transportarse al siglo XVII sin que se desdijesen en nada. El aire que allí se respiraba tenía un olor a antiguo y monacal, los muebles, el interior, todo en doña casa de Leonor era español puro, antiguo y acendrado. Comíase a la una del día, merendábase chocolate y dulces a las cinco de la tarde, cenábase a las nueve de la noche, y a las diez, en punto, en verano o en invierno, todo el mundo estaba en la cama.

Doña Leonor trataba a pocas personas y no tenía intimidad con nadie. Su única diversión era jugar algunas tardes a la malilla con doña Beatriz y doña Serafina, señoras maduras y devotas como ella, y sus tertulias del otro sexo eran con su hermano, su venerable confesor el cura de las Capuchinas, y dos galanes que se acordaban del casamiento de arlos IV con María Luisa, a cuyas fiestas asistió Leonor al primero y único baile que había visto en su vida. Esta mundana diversión, así como la del teatro, estaban proscriptas de la casa de la austera dama y Luisa no sabía apenas qué significaban tales nombres. Bien es verdad que en compensación solía dejarla ir su madre algunas tardes a ver las corridas de toros, y todos los años la confiaba una noche a sus amigas doña Serafina y doña Beatriz para que la llevasen a la velada de San Juan en la alameda de los Hércules, a dar un paseo y a comer un par de buñuelos.

A esto se reducían todos los placeres de Luisa, pero a falta de ellos llenaban su vida mil pequeños deberes que su madre la hacía cumplir escrupulosamente.

Ningún sábado dejaba de confesar y comulgar en las Capuchinas, ningún domingo de oír dos misas en la catedral. Había ciertos días del año: destinados a visitar hospitales para consolar y socorrer a los enfermos, otros que madre e hija consagraban a trabajar con sus manos ropas para los niños de la cuna, de cuyo establecimiento era especial protectora doña Leonor: en fin la multitud de novenas, las varias fiestas que se ofrecían ya a un santo, ya a una santa, las visitas a los conventos de monjas, en cada uno de los cuales tenía doña Leonor una parienta o una amiga, todas estas cosas unidas a los cuidados domésticos, ocupaban la vida de Luisa lo bastante para preservarla tal vez de estos éxtasis ardientes, peligro de la juventud en inacción, de esas vagas cavilaciones de la vida contemplativa que suelen extraviar las imaginaciones más puras. Además, nada anunciaba en Luisa una de aquellas almas de fuego, una de aquellas imaginaciones poderosas y activas que s devoran a sí misma si carecen de otro alimento.

Aunque nacida bajo el ardiente cielo de Andalucía no tenía ni física ni moralmente los rasgos que caracterizan a las mujeres meridionales. Cándida y pura como su tez era su alma, y su carácter dulce y humilde como su mirada. La inocencia brillaba en cada una de sus facciones, como en cada uno de sus pensamientos, y cuando sus ojos azules y serenos se levantaban en lo alto, y un rayo de luz argentaba su blanca frente, diríase que recordaba en la tierra la existencia del cielo.

Parecía cercar a aquella figura pública e ideal una atmósfera de divina poesía, y que en torno suyo se respiraba un aroma de pureza.

La imaginación menos casta concebía al verla, pensamientos vagos de amor tímido y religioso, el corazón más gastado se sentía reanimar al aspecto de aquella juventud tan bella y tan cándida. Parecía que las pasiones de los hombres, no podían tener influencia sobre una criatura toda celestial, y que la voz humana debía herir aquellos oídos acostumbrados a los cánticos de los ángeles.

Todo en ella correspondía a su divina figura: tierna, suave, benigna, siempre con la sonrisa en los labios y la paz en el corazón, no había conocido ni los placeres ni los dolores de la vida, y llevaba en su frente el sello de un alma virgen. Sin embargo, si nadie contemplándola se atrevería a imaginar que pudiesen hallar entrada en aquella existencia apacible fogosas y terribles pasiones, cualquiera al observar la dulzura melancólica de su frente y la exquisita sensibilidad que se traslucía en su mirada, hubiera comprendido que aquella alma todavía serena, había sido formada para amar: para amar con toda la pureza del ángel, y toda la abnegación de la mujer. Ella empero lo ignoraba: ¡pobre niña! ¿se había atrevido nunca a preguntar a su corazón por qué palpitaba algunas veces cuando las tortolillas arrullaban en torno de sus nidos, cuando escuchaba en el silencio de la noche los amorosos trinos del ruiseñor, o cuando vagando solitaria por el jardín a la luz de la luna, veía temblar las ramas halagadas por el viento, y producir un sonido vago y melancólico que semejaba un suspiro?

Tenía solamente siete años y diez Carlos su primo, cuando los dos hermanos concertaron unirlos. Aquel enlace era bajo todos los aspectos proporcionado: ambos ran hijos únicos, ambos ricos y análogos en edad: Luisa y Carlos se habían criado como dos hermanos, y como tales se amaban. Los padres no vieron en lo futuro nada que pudiera contrariar aquel proyecto, pero don Francisco quiso enviar a su hijo a educarse a un colegio de Francia, y desde que realizó este pensamiento doña Leonor pronosticaba sin cesar que aquel deseado enlace no se verificaría.

Y la verdad, la buena señora hubiera sentido con extremo que se cumpliesen sus pronósticos, pues sea por apego a su familia, sea por el largo tiempo que alimentaba el proyecto de dicha unión, o porque viéndose anciana y enferma quisiese asegurar cuanto antes a su hija un protector, doña Leonor deseaba ardientemente no sólo realizar, sino también apresurar en lo posible el casamiento de Luisa con su primo. Con la considerable dote de ésta y su mérito es de suponer que no faltarían muchos interesados por su mano, pero el conocimiento que todos tenían de su proyectado enlace y el absoluto retiro en que vivía, no habían permitido hasta entonces que ninguno se presentase como aspirante, y doña Leonor temblaba al pensar que podía morir sin haber colocado a su hija.

Sin duda estas consideraciones la hacían oponerse con tanto tesón al paseo que don Francisco quería hiciese su hijo a Madrid, y su corazón no descansó completamente ni aun después de haberle oído ofrecer que desistiría de tal pensamiento.

Tendida en su cama daba vueltas a un lado y a otro sin poder sosegar, y entre los ayes que le arrancaban, de vez en cuando, sus dolores reumáticos y sus accesos de histérico, la oía Luisa exclamar con voz destemplada.

-No, no estaré tranquila hasta verlos volver del altar.