IV.

Horacio me despertó bruscamente sacudiéndome por los hombros.

Mi primer pensamiento fué para el día anterior: mi huída, el éxito de mi treta para preceder a Don Segundo en la estancia de Galván, la recepción de Goyo y la presentación que hizo de mí a la peonada como mensual nuevo, el incidente de la mesa.

Alboreaba y ya, por la pequeña ventana, vi rociarse de tintes dorados las nubes del naciente, largas y finas como pétalos de mirasol.

Bajé los pies del catre, me levanté con esfuerzo sobre las piernas blandas como queso, ajusté mi faja, me rasqué los ojos cuyos párpados sentía más pesados que si los hubieran picado los mangangás, y me encaminé arrastrando las alpargatas hacia la cocina. Tenía frío y el cuerpo cortado de cansancio.

En torno al fogón, casi apagado, concluía de matear la peonada y ligué tres amargos que me despertaron un tanto.

—Vamos — dijo uno, y como si no se hubiese esperado sino aquella voz, nos desparramamos desde la puerta hacia rumbos diferentes.

La primera mirada del sol me encontró barriendo los chiqueros de las ovejas, con una gran hoja de palma. No era muy honroso en verdad, eso de hacer correr las cascarrias por sobre los ladrillos y juntar algunos flecos de lana sarnosa; sin embargo, estaba tan contento como la mañanita. Hacía mi trabajo con esmero, diciéndome que por él era como los hombres mayores. El fresco apuraba mis movimientos. En el cielo deslucíanse los colores volteados por la luz del día.

A las ocho nos llamaron para el almuerzo y mientras, a diente, despedazaba un trozo de churrasco, espié a mis compañeros de quienes todo quería adivinar en los rostros.

El domador, Valerio Lares, era un tape forzudo, callado y risueño; hubiera deseado hacerme amigo suyo, pero no quería ser entrometido. Además, nadie hablaba porque el escaso tiempo de que disponíamos, quería ser aprovechado por cada uno en forma más útil.

Concluído el almuerzo, el cocinero me dijo que quedara a ayudarlo y fueron saliendo todos, hasta dejar vacío el gran aposento cuyo significado parecía resumirse en el fogón, bajo cuya campana tomó lugar la olla, rodeada de pavas como un ñandú por sus charabones.

El cocinero no fué más locuaz que el día de mi llegada, y me pasé la mañana haciendo de pinche, los ojos constantemente atraídos por la silenciosa silueta del domador que, vecino a la puerta, cosía unas riendas de cuero crudo.

Debía ser ya cerca de mediodía, cuando oímos unas espuelas rascar los ladrillos de afuera. La voz de Valerio saludó a alguien, invitándolo a que pasara a tomar unos mates. Curiosamente me asomé, viendo al mismo Don Segundo Sombra.

—¿Pasiando? — preguntaba Valerio.

—No, señor. Me dijeron que aquí había unas yeguas pa domar y que usté estaba muy ocupao.

—¿No gusta dentrar a la cocina?

—Güeno.

Los dos hombres se arrimaron al fogón. Don Segundo dió los buenos días sin parecer reconocerme; ambos tomaron asiento en los pequeños bancos y continuó la conversación con grandes pausas.

Volviéndose hacia mí, Valerio ordenó con autoridad:

—A ver pues, muchacho, traite un mate y cebale a Don Segundo.

—¿Este?

—No. Ese es de Gualberto que' es medio mañero. Agarrá aquel otro sobre la mesa.

Encantado puse una pava al fuego, activé las brasas y llené el poronguito en la yerbera.

—¿Dulce o amargo?

—Como caiga.

—Dulce, entonces.

—Güeno.

Arrimé un banco para mí y, mientras el agua empezaba a hacer gorgoritos, contemplé a Don Segundo con cierto resentimiento, por no haber sido en su saludo un poco menos distraído.

Como nadie hablaba, me atreví a preguntarle:

—¿No me reconoce?

Don Segundo me miró sin dignarse hacer un esfuerzo para darme gusto.

—Yo juí — agregué — el que le espantó el redomón ayer noche en las quintas del pueblo.

Lejos de la exclamación que esperaba, mi hombre se puso a observarme con atención, como si algo curioso había esperado encontrar en mi semblante.

—La lengua — dijo — parece que la tenés pelada.

Comprendí y se me encendió la cara. Don Segundo temía una indiscreción y prefería no conocerme. Un rato largo quedamos en silencio, y el diálogo interrumpido entre el forastero y el domador volvió a arrastrarse lentamente.

—¿Son muchas las yeguas?

—No, señor. Son ocho no más, son.

—Me han dicho que los animales d'esta cría saben salir flojos de cincha.

—No, señor; son medioh'idiosos no más, son.

La campana llamó para la comida. Don Segundo seguía chupando la bombilla y ya había yo cambiado dos veces la cebadura.

Fueron cayendo los peones abotagados de calor, pero alegres de haber concluído por un tiempo con el trabajo. Siendo casi todos conocidos del forastero, no se oyó un rato sino saludos y "güenos días".

Poco dura la seriedad en una estancia cuando en ella trabajan numerosos muchachos inquietos y fuertes. Goyo tropezó en los pies de Horacio. Horacio le arrojó por la cabeza un pellón. La gente hizo cancha a aquellos mocetones incómodos, acostumbrados a andar golpeándose por todos los rincones.

—¡A dedo tiznao, maula! — convidó Horacio, y ambos visteadores por turno pasaron sus dedos sobre la panza de la olla.

Las piernas abiertas en una guardia corta, que permite rápidas cuerpeadas y embestidas, el brazo adelante como si lo guareciera el poncho, la derecha movediza en cortas fintas, Goyo y Horacio buscaban marcarse.

Paró la chacota, cuando Horacio se echó a la cara las puntas del pañuelo que llevaba al cuello, queriendo disimular la raya de hollín que sesgaba su mejilla.

—Sos muy pesao — decía Goyo.

—Ya te tuvo que contar tu hermana.

—¿De cuándo comemos chancho en casa?

Interrumpió la bulla la entrada del patrón, hombre de aspecto ríspido. Don Segundo se adelantó hacia él, diciéndole el objeto de su venida. Salieron a conversar y la cocina quedó como en misa.

Don Segundo comió con nosotros y dijo que se había arreglado para empezar la doma esa misma tarde. Valerio se comidió a echar las yeguas al corral, cuando cayera un poco el sol, para que sufrieran menos.

—Si necesita algún maniador, riendas o lo que se ofrezca, yo le puedo emprestar lo que guste.

—Muchas gracias. Creo que tengo todo.

A pesar de mi fatiga no pude dormir la siesta, pensando en cómo haría para asistir a la domada. Sabía que el patrón había recomendado a Don Segundo el mayor cuidado, visto su peso, pero ¿hasta dónde puede evitarse que un potro corcovee?

Llegado el momento, me arreglé para llevar a los zanjones unas cargas de alambres rotos, fierros viejos y varillas quebradas. Camino haciendo, cruzaría por la playa y tal vez me cupiera en suerte presenciar el trabajo.

Adivino lo que había previsto. Las tres primeras yeguas salieron mansas, dando trabajo sólo a los padrinos. La cuarta quiso librarse del bulto que pesaba en sus lomos, pero fué vencida por las manos potentes del domador que le impedía agachar la cabeza.

La quinta fué trigo de otra chacra y como no pudiera correr, corcoveó furiosamente, a vueltas, del modo más duro y peligroso.

Tuve la ganga de que esto coincidiera con una vuelta mía de los zanjones y de cerca oí el grito ahogado de la bestia, el sonar de las caronas, el golpear descompasado de las patas contra el suelo, en cuyo apoyo la yegua buscaba desesperadamente el contragolpe brusco. El cuerpo del hombre grande estaba como atornillado en los bastos, mientras la cara broncínea decía el esfuerzo y la boca entreabierta jadeaba breves palabras:

—...Déjela de ese lao... atráquese a la derecha a ver si se enderieza... ¡aura sí!... ¡hasta que se desaugue!

Los padrinos trataban de seguir aquellas órdenes, aunque no hubiera más remedio que quedar a distancia, esperando intervenir de un modo eficaz. La yegua no gritaba ya. Don Segundo calló. Era como si ambos estuviesen atentos a un intenso trabajo mental, hecho de malicias y sorpresas, de resistencia y bizarría.

El animal, ya entregado, resistió pasivamente los tirones que debían ablandarle la boca. Don Segundo se desmontó en un salto ágil, que le colocó a distancia prudente. Su respiración buscaba, hondamente, satisfacer el ansia de aire, levantando su torax vasto. Tenía las manos aun encogidas de haber estrangulado las riendas, las piernas moldeadas por el recado arqueábanse sobre los pies, como para solidificar su equilibrio, y sus hombros echados hacia atrás, a fin de despejar el pecho, parecían complacerse de sentir su capacidad de dominio.

Lastimosa, la yegua, cuyo cogote sudado apenas podía sostener la cabeza, jadeaba afanosamente, los ijares temblorosos y vacíos.

—Esta no es como la zaina — dijo Valerio con cierta satisfacción.

—No, señor; — replicaba Don Segundo con su asombrada voz de falsete — ésta es alazana.

De pronto recordé que estaba en mi petizo Sapo, con mi carrito de pértigo a la cincha, abriendo la boca ante los ojos mismos del patrón y un susto repentino me hizo castigar al pobre bichoco, tomando rumbo a las casas al compás del férreo canto de la horquilla, que temblequeaba sobre las planchas del carrito. ¡Dale música hermano y moveme esos güesitos!

A la oración, el señor me mandó llamar para que le cebara unos mates, bajo la sombra ya oscura de un patio de paraísos. Para eso tuve que ir a la cocina de adentro. La cocinera, que me entregó el poronguito, me hizo largas recomendaciones, diciéndome casi que el patrón me iba a comer, si veía nadar unos palitos en la boca de plata. Desagradablemente me acordé de mis tías. ¿Pa qué servían las mujeres? Pa que se divirtieran los hombres. ¿Y las que salían fieras y gritonas? Pa la grasería seguramente, pero les andaban con lástima.

El patrón me preguntó de dónde era, si tenía familia, y si hacía mucho que salía a trabajar. Contesté aproximadamente la verdad de miedo de pisar en alguna trampa y ser mandado al pueblo.

—¿Qué edad tenés?

—Quince años — contesté, agregándome uno.

—'Sta bien.

Sonaron los últimos chupetazos en la bombilla.

—No cebés más... Volvete pa la cocina y mandámelo a Valerio.

Hubo gran contento en la cocina después de la comida. Al día siguiente sería domingo y la gente preparaba su ida al pueblo. Los muchachos se daban bromas precisas, siendo conocidos los amoríos de cada uno. Los que tenían familia se iban esa misma noche, para volver el lunes de madrugada. Los puesteros tal vez se decidieran también al viajecito para hacer alguna compra necesaria; pero los más quedarían de seguro en sus ranchos, "haciendo sebo", o vendrían a las casas principales a jugar una partida de bochas, en la cancha que había bajo un despejado plantío de moreras.

Los más viejos protestaban diciendo que ya no había corridas de sortija, ni carreras, ni "entretención" alguna. Medio dormido me acomodé en un rincón, cerca de un grupo formado por Don Segundo, Valerio y Goyo, que quería aprender el oficio, y escuchaba en lo posible los comentarios del trabajo brutal, lleno de sutilezas y mañas.

Atento a las lecciones, me hamacaba hacia atrás sobre mi pequeño banco con maquinal vaivén de cuna. Poco a poco las voces fueron siendo como pensamientos confusos del fogón en vías de apagarse y sentía muy patente un pie, porque lo tenía pisado con el otro.

Aquella presión de la alpargata me era agradable y al imprimir a mi banco su lento balanceo, mi empeine sufría con placer el áspero contacto de la tosca suela de soga.

Mis tías me hubieran reñido seguramente por tan curioso entretenimiento, pero estaban tan lejos, tan lejos, que apenas oía sus veces sumidas en un rezo, singularmente grave... ¿por qué tenían mis tías esa voz de cura?...

De pronto el banco, en que había concluído por dormirme, cayó hacia atrás, bruscamente. Mis espaldas comprimieron un manojo de leña y las pequeñas ramas al quebrarse me hincaron las costillas como espuelas.