Don Manuel en Pago Chico


Una de las frecuentes revoluciones provinciales quedó por milagro dueña de algunos partidos. Entre ellos se contaba Pago Chico, pues la junta central revolucionaria envió como delegado un capitán de línea cuyo marcial ascendiente subyugó a los infelices paisanos que dragoneaban de vigilantes, con medio sueldo para acrecer los gajes del comisario oficialista, quien escapó al primer asomo de revuelta, temiendo la infidelidad y la venganza de los subalternos. Tomose la policía con cuatro gatos, sin disparar un tiro, y como «muerto el perro se acabó la rabia», la comuna quedó en manos de los opositores.

-¡Viva la revolución! -gritaba el pueblo poco después, saliendo de sus casas al saberse triunfante.

El capitán Pérez reunió enseguida a los opositores principales (que habían creído deber patriótico no derramar sangre de hermanos y convecinos) y deliberó con ellos acerca del buen gobierno inmediato de Pago Chico. De la deliberación resultaron, como es lógico, miembros de la Municipalidad, todos los presentes, y el capitán quedó al frente de la comisaría y demás fuerzas armadas.

Pero considerose decorativo y de acuerdo con los altos ideales que se perseguían a tanta costa, nombrar un intendente imparcial, fundamentalmente honrado y universalmente querido. Sólo don Juan Manuel García reunía estas condiciones, y don Juan Manuel García fue puesto a la cabeza de la comuna.

Era un hombre ya maduro, rico para aquel rincón y aquella época, muy bondadoso, muy conciliador enemigo de chismes y politiquerías, y a quien todos rodeaban de la consideración debida a un ente superior por la experiencia, la práctica y el buen sentido natural que ponía gustoso al servicio de cualquiera. Todos esperaban grandes cosas de él... ¡pero no tan grandes!

Pasado el primer momento de entusiasmo y de embriaguez, los demás municipales cayeron en la cuenta de que, «podían comprometerse demasiado», pues como al fin y al postre «los gobiernos son gobiernos», el de la provincia acabaría por rehacerse a la corta o a la larga, en cuyo triste y probabilísimo trance iban a quedar peor que nunca. Estos temores se acentuaban con la falta de noticias fidedignas, pues el telégrafo seguía interrumpido, y sólo llegaban al Pago rumores contradictorios. Silvestre, el boticario, al ver las caras recelosas y la nerviosidad de los municipales, murmuraba epigramáticamente:

-El miedo no es sonso, ni junta rabia.

Para atenuar, en efecto, las futuras responsabilidades y sacar el cuerpo en lo posible a las amenazadoras represalias, los funcionarios comenzaron por ralear y acabaron por no presentarse en la Municipalidad, dejando en manos de don Juan Manuel la suma de los poderes públicos.

Éste, viendo la diserción, pensaba:

-¡No hay mal que por bien no venga! ¡Así, solito y mi alma, podré hacer mucho más!...

El capitán Pérez, buen muchacho, aunque no de largos alcances, le presto incondicionalmente su apoyo material y moral: ya había arriesgado, «metiéndose en la revolución», lo bastante para que no le dolieran prendas.

-Gota más, gota menos, el amargo no aumenta y el veneno es el mesmo -decía aplicando a su situación el proverbio popular.

Y con este poderoso auxiliar, don Juan Manuel, comenzó a poner orden en la administración; reprimió abusos, cortó coimas, castigó defraudaciones, limpió las oficinas y dependencias de empleados inútiles, criaturas del favoritismo, puso a raya a la empresa del alumbrado, persiguió sin cuartel a los cuatreros, convirtió, en fin, a Pago Chico en una Arcadia... salvo los odios que nacían violentos en todas partes.



El diario oficialista no aparecía. La Pampa, de Viera, aplaudía a todo trapo al intendente, y don Juan Manuel, rodeado como cualquier dictador, de una corte de aduladores, interesados o entusiastas, por muy sensato, prudente y modesto que fuera, no advertía las resistencias, el descontento, la oposición crecientes. Había tomado gusto al poder, usábalo sin fiscalización ni restricciones y se lo pasaba discurriendo proyectos y planes de bienandanza y prosperidad general.

A ser más justa y equitativa la humanidad pagochiquense le hubiera erigido un monumento -estatua o arco triunfal-. ¡Pues no señor! Sólo la posteridad sabe honrar a los grandes hombres, y ella misma tiene, a veces, tan poco discernimiento, que don Juan Manuel corre peligro de quedarse sin laureles, ni aún póstumos.

Una vez puesta en mejor pie la administración, preocupáronlo sobremanera las obras públicas: el edificio de la Municipalidad se caía a pedazos, los caminos eran pantanos invadeables o vertiginosas montañas rusas, la tablada un chiquero, las calles, rompecabezas, y las acequias del riego, mal cuidadas, estaban inmundas, destrozadas, cegadas en gran parte. Qué síntesis del vandalismo oficialista... Como los fondos escaseaban hasta la completa ausencia, don Juan Manuel no sabía cómo remediar tamaña devastación, cuando de repente atravesó su cerebro una idea genial, engendrada por el recuerdo de una conversación con el bearnés Navarrot, jardinero de su chacra. Allá en los Pirineos, los vecinos hacían desde tiempo inmemorial las obras públicas, construcción y conservación de carreteras, caminos de herraduras, sendas, etc., trabajando uno o más días al mes si era necesario, enviando un substituto si no podían o querían hacerlo personalmente, o en último caso, suministrando dinero para pagar al peón que hiciese sus veces. Iluminado por este recuerdo, don Juan Manuel echó sus cuentas:

-El partido de Pago Chico tendrá unos ocho o diez mil habitantes vaya uno a averiguarlo después de las trampas que han hecho los gubernistas en el censo, con propósitos electorales! ¡Bueno, no importa! Sea como sea, si todos -descontando naturalmente las mujeres y los niños-, trabajan un día por mes en bien de la comuna, en menos de un año se habrán hecho maravillas. ¡Ya estuvo, pues! ¡Manos a la obra!

Como mera fórmula, pero también para mayor tranquilidad de conciencia, habló del asunto con Silvestre, que en su entusiasmo, comenzó a imitar el silbo y el estampido de las bombas de estruendo y a canturrear su estrofa preferida de la Marsellesa.

-Magnífico, don Juan Manuel -gritó, por fin-. Vamos a imitar a los galenses del Chubut, que por su propia iniciativa, sin ayuda oficial, ni decretos del gobierno ni un centavo de gasto, se han hecho magníficos caminos y obras estupendas de irrigación. Lo leí hace poco, en un libro... ¡Ah, bravo! ¡Viva don Juan Manuel García! ¡Pshit... pum... Pshit... puum!... ¡Sean eternos!...

Y él mismo, convertido en amanuense, escribió el iradé convocando a los vecinos para distribuirles sin más discusión el trabajo...



Viera escribió en La Pampa, con muchos circunloquios, que la ordenanza podía no parecer muy constitucional y provocar alguna oposición, pero que, en vista de las circunstancias, la bondad del propósito, etc., había que apoyarla resueltamente... Los destronados entretanto, no desperdiciaron la ocasión de volver por su patrimonio de tanto tiempo, y se movieron como epilépticos, armando el lazo. Pago Chico parecía un avispero.

El día fijado por la ordenanza y a la hora prescripta, don Juan Manuel entró en la Municipalidad, lleno de satisfacción y regocijo. No era, en apariencia, para menos: el largo salón, el potrero llamado patio, las mismas oficinas, estaban de bote en bote. No cabía un alfiler.

-¡Qué me contaban de oposición! -decíase el intendente provisional- ¡Aquí están todos, como un guante!

Pero en cuanto entró diose vuelta la tortilla: un murmullo hostil de desaprobación y enojo fue creciendo hasta el escándalo. Todos hablaban, todos gritaban a un tiempo, gesticulando con los brazos por sobre las cabezas, y entre la alborotada batahola discerníanse frases de este porte: ¡dictadura! ¡anticonstitucional! ¡excesos humillantes! ¡tiranía! ¡demencia! ¡loco de atar! ¡a su casa! ¡al manicomio! ¡muera! ¡abajo!

Don Juan Manuel, colorado como un tomate, con la melena blanca revuelta y erizada, pudo a duras penas y merced a un último resto de prestigio, llegar, abriéndose paso hasta la tarima del fondo, encaramarse, tratar de que le escucharan:

-¡Compatriotas! Se trata del bien común, y con un pequeñísimo esfuerzo...

-¡Abajo! ¡Ya nos secan a impuestos! ¡No es constitucional! ¡Que lo saquen! ¡A sembrar papas! ¡Coco-ro-có! ¡Guau, guau!

El intendente buscó con los ojos al capitán Pérez, aterrado por aquel indecible «titeo». Por fin lo vio, con el brazo recostado en el marco de la puerta, las piernas cruzadas y un palito entre los dientes; se encogía de hombros, «jugándole risa», declarándose impotente, porque él tampoco «las iba» con la ordenanza. Algo más atrás, Silvestre, hacía señas desesperadas: ¡no, no!

El tirano, gritando a voz en cuello, consiguió dominar un instante la infernal algarabía:

-¡Compatriotas! ¡Tienen razón! ¡Me declaro gusano! ¡Ahí queda eso! ¡Busquen madre que los envuelva! ¡Yo, a mi chacra! ¡Que talle otro!

Y calándose el sombrero, cruzó impertérrito y altivo la multitud sorprendida, subió al tílbury, que lo esperaba a la puerta, y dando un latigazo al caballo -única manifestación de su cólera-, echó un ajo como una casa y salió del pueblo al trotecito.

Horas después, los situacionistas formaban una nueva Municipalidad mixta («mistonga» decía Silvestre), y volvían a tomar, disimuladamente todavía, la sartén por el mango. El capitán juzgó acto de prudencia tomar el portante, porque el gobierno provincial se rehacía. Todo encajó otra vez en el viejo quicio y... así terminó la ominosa dictadura pagochiquense de don Juan Manuel.

-¡También meterse a hacer cosas! -le decía más tarde Silvestre-. íLa Constitución, la Constitución, amigo!... ¡Para gobernar sin opositores es preciso no hacer nada y sobre todo, nada bueno!...


Este cuento forma parte del libro Nuevos cuentos de Pago Chico