Don Diego Portales. Juicio Histórico: 05

Capítulo: V

Don Diego Portales entra a ejercer un poder absoluto que todos temían ejercer. En aquellos tiempos no era fácil encontrar quien quisiera ser tirano de su patria: en los nuestros cualquiera se pinta solo para serlo, o a lo menos para gobernar demasiado; y subdelegado hemos conocido nosotros que se excusaba de sus arbitrariedades, diciendo que no concebía la razón por qué el Presidente solo había de tener facultades extraordinarias, cuando él también las necesitaba en su subdelegación. ¡Admirable contagio del vicio y del abuso!

Entonces los gobiernos no querían seguir el camino en que se había perdido O’Higgins. Investido de poderes amplios, Freire cuando era Director Supremo, había tenido que hacer una exposición de excusas y de razones justificativas para separar del país a unos cuantos ciudadanos, conservándoles sus empleos y rentas y dando auxilios pecuniarios a los que no los tenían. Pinto más tarde había renunciado la presidencia al frente de la revolución, por no tomar medidas extremas. El Presidente Ruiz Tagle acababa de renunciar, porque no se sentía con fuerzas para hacer frente a la situación y dominar a sus correligionarios; y el vice presidente Ovalle también había renunciado por la misma razón. Pero Portales, que lamentaba la falta de energía en sus compañeros, no trepidó en ponerse al lado del último para darle la fuerza que le faltaba, haciendo por supuesto que su renuncia no fuese admitida. Para Portales no tenía valor ninguno la consideración de que habiéndose hecho la revolución, no contra un gobierno despótico, sino únicamente por las infracciones constitucionales que había cometido el último Congreso, no era lógico, ni mucho menos patriótico, erigir un verdadero despotismo para reemplazar a aquel gobierno.

Cuando Portales admitió el ministerio, ya hacía un mes que el Ejecutivo estaba investido secretamente de facultades extraordinarias contra las personas; y públicamente, por decreto de 2 de abril, de autoridad para usar las rentas y de los bienes de la nación y para proporcionarse recursos a fin de restablecer el orden. El Congreso de Plenipotenciarios, que por sí no tenía esos poderes, ni por la Constitución que aparentaba defender y obedecer, ni por los tratados en virtud de los cuales fue convocado, era el que confería tamaña autoridad.

Aquellas facultades no eran conocidas, pero durante cinco meses fueron usadas por el ministerio en toda su latitud; y hasta ahora habrían quedado ignoradas, si Portales no hubiera creído en cierto momento que debía darlas a conocer, solo para satisfacer a los ciudadanos pacíficos y no por complacer a sus enemigos. Son curiosas las notas que con este motivo cambió el gobierno con el Congreso; helas aquí:


Santiago, setiembre 27 de 1830.

Cuando el vice presidente que suscribe se resolvió a tomar las riendas del gobierno en las apuradas circunstancias que rodeaban a la patria, lo hizo con aquel conocimiento de que no podría extinguir la guerra civil que la devoraba, sujetándose a la observancia de fórmulas, que si son alguna vez las protectoras de la inocencia, lo son también con mayor frecuencia del crimen. Esto mismo expuso a los señores plenipotenciarios; y los términos en que está concebido el juramento que prestó el día de su recibimiento, indican demasiado sus propósitos. Satisfecho el Congreso de esta verdad, que solo la práctica de los negocios puede descubrir en toda su extensión, y mereciendo el que suscribe su confianza, fue autorizado en sesión secreta de 7 de marzo último, para destinar dentro o fuera del país a los que se hicieren prisioneros de la división de don Ramón Freire, y a cualesquiera otros individuos que fuese necesario para conservar el orden y tranquilidad pública. Usando de esta autorización, ha procedido contra varios de los más conocidos desorganizadores, para contener en tiempo los progresos de la rebelión que comenzaba a amagar de nuevo a la república: y atacado el gobierno por semejante providencia, que suponen haber tomado excediendo los límites de sus atribuciones, habría convenido publicar las facultades que tiene del Congreso, para poner coto a la calumnia, si la calidad de reservadas con que vinieron, no exigiese previa autorización al efecto.

El que suscribe, tiene la honra de ponerlo en noticia del Congreso, para que si estima conveniente que se publiquen dichas facultades, más bien para satisfacción de los ciudadanos pacíficos, que por complacer a los enemigos de la paz, le comunique oportunamente su resolución. Y con esto se complace en ofrecer al Congreso de Plenipotenciarios el homenaje de su profunda consideración y respeto.

José Tomás Ovalle.

Diego Portales.

Congreso Nacional de Plenipotenciarios.

Santiago, setiembre 30 de 1830.

A S. E. el Vice Presidente de la República.


Cuando los pacíficos pueblos de la República alzaron un grito de indignación contra las infracciones que jamás viéramos, en las elecciones constitucionales, y en las cámaras legislativas del año anterior, todas las provincias se pusieron de hecho independientes, y vino en seguida una guerra civil, provocada y sostenida por los obstinados autores de tanta nulidad e infracción. Triunfó, como era de esperar, la causa del orden y de la justicia, y entonces las provincias nombraron este Congreso de plenipotenciarios para restablecer el pacto de unión y el imperio de la Constitución y de las leyes. Como uno de los medios de cumplir y asegurar tan sagrados objetos, se autorizó a S. E. el Vice Presidente de la República en 7 de marzo último para que pudiese separar del país a los desorganizadores que trabajaban en su ruina, y si la nota llevó la calidad de reservada, solo fue para que el gobierno preparase medidas y tomase providencias que no pudiesen burlarse después de su publicación; puede, pues, S. E. mandarla publicar y también el juramento que prestó en la Sala, como lo propone en su nota de 27 del presente. El Vice Presidente que suscribe saluda a S. E. el Vice Presidente de la República.

F. A. Elizalde.

Manuel Camilo Vial, Secretario interino.


En estas notas se preludian las bases de la política conservadora que se entronizó entonces y que ha dominado hasta nuestros días. Para el gobierno las formas legales son con la mayor frecuencia las protectoras del crimen, si bien alguna vez lo son de la inocencia; el poder absoluto es indispensable para conservar el orden y tranquilidad; sus enemigos son los de la paz y no merecen que se les dé razón de la opresión que se emplea con ellos; el gobierno solo debe satisfacción a sus amigos, que son los ciudadanos pacíficos, es decir, los que no se ocupan en la cosa pública, y los que ocupándose en ella, lo hacen en servicio del gobierno. Para el Congreso no hay obstáculo en confesar por milésima vez que la revolución no se ha hecho contra el gobierno liberal porque fuese déspota o arbitrario, sino por las infracciones en las elecciones constitucionales y en la cámaras legislativas, mientras que para remediarlas, comete mayores infracciones y crea una dictadura; ni tiene tampoco embarazo para calumniar a sus enemigos, presentándolos como autores y provocadores de la guerra civil que solo el partido del Congreso había encendido dos veces consecutivas. Era necesaria esta calumnia para autorizar el despotismo que ese Congreso fundaba.

Aquella era propiamente la primera guerra civil que había manchado la historia de Chile después de su independencia: con ella se había entronizado también el despotismo con su acostumbrado cortejo de calumnias, de hipocresía y de impavidez para negar los principios fundamentales de la vida civil y reemplazarlos por errores y sofismas.

Puesto en esta vía el nuevo ministro y animado, no tanto de ambición, cuanto de un odio a sus enemigos, que había ido irritándose con los contratiempos y con las peripecias que dilataban su triunfo, desplegó una arbitrariedad tan osada en todas sus medidas y hasta en sus actos personales, que admiró y sobrecogió a sus correligionarios, y enamoró a los realistas y O’Higginistas, que vieron restablecidos por el ministro sus buenos tiempos.

Lo primero que hizo fue nombrar intendentes, comandantes de armas, y fulminar varios decretos de prisión; y a los diez días de su poder (17 de abril de 1830), expidió el célebre decreto dando de baja al capitán general Freire con todo su ejército, considerándolos “como los más encarnizados enemigos de la patria, porque se habían sublevado con el único objeto de privar de su libertada los pueblos y reinstalar a un gobierno que acababa de destronarse por el voto unánime de todas las provincias”.

El ministro se olvidaba absolutamente de la historia de la víspera, de los tratados y de la Constitución que aquel ejército quería hacer respetar, y haciendo a un lado las leyes y las formas legales, infligía una pena a los jefes y oficiales que pretendían restablecer las instituciones.

Ya el presidente Ruiz Tagle se había despedido del mando, dando también de baja a cuatro generales, dos coroneles y otros tantos tenientes coroneles, que no habían reconocido al Congreso de Plenipotenciarios. El ministro Portales, con el decreto a que aludimos y con otros especiales completó la medida y la pena quedó aplicada en definitiva a ciento treinta y dos oficiales, entre los cuales se contaban seis generales, los más célebres y gloriosos de la independencia, y más de treinta jefes que habían conquistado sus grados en aquella lucha de héroes. Los nombres de Las Heras, Borgoño, Calderón, Lastra, Pinto, Freire, Godoy, Picarte, Gana, Urquizo, Viel, Tupper y otros tan ilustres como éstos, quedaban borrados del escalafón del ejército de la independencia por la voluntad de don Diego Portales, que había pasado en un laboratorio de ensayador y en un mostrador de negociante los largos años que aquellos habían vivido en los campos de batalla, sacrificando su reposo y su sangre por la libertad de la patria.

¿A qué conducía una medida tan ilegal como injusta? Las razones de Estado, los fines políticos, no la excusaban, porque un castigo semejante infligido a los enemigos políticos no hacía más que condenarlos a la alternativa de triunfar o morir; y con ello no ese alcanzaba otro resultado que el de hacer interminable la guerra civil.

Y así sucedió en efecto; vencido en la batalla de Lircay el ejército constitucional, el 30 de abril, con la pérdida de diez y ocho jefes y oficiales, los demás fueron expatriados, encarcelados y perseguidos; y la misma suerte cupo a los ciudadanos que habían sostenido la causa liberal. El gobierno les hizo comprender que para ellos se restablecían los tiempos en que la única salvación del vencido era la de no esperar ninguna; y naturalmente las conspiraciones comenzaron a sucederse una tras otra, cuando apenas principiaba a afianzar su autoridad el partido triunfante.

Portales era inflexible en su sistema y no parecía sino que se complacía en luchar con sus enemigos y en prolongar la lucha, sin sesgar en circunstancia alguna. El coronel Viel había salvado una columna de la derrota de Lircay, y a principios de mayo apareció con seiscientos hombres en Illapel. El gobierno mandó contra él al general Aldunate, sin darle instrucciones, a pesar de que el general había puesto por condición que se las dieran, porque él no estaba dispuesto a combatir sino a pacificar. Las fuerzas del gobierno llegaron a aproximarse a las de Viel, pero les era imposible empeñarse en un combate, porque sobre no exceder de cuatrocientos hombres, carecían de movilidad, pues su caballería solo a alcanzaba a ciento noventa hombres, mientras que la de los constitucionales llegaba a cuatrocientos. El general Aldunate, cediendo a esta situación desventajosa, y más que todo, estimulado por su idea de evitar otra catástrofe como la de Lircay, provoca una transacción, y por este medio obtiene un verdadero triunfo con el tratado de Cuzcuz, celebrado el 17 de mayo de 1830 y según el cual se somete la división de Viel, sin más condiciones que la de que se conserven a los oficiales sus empleos, no se les persiga por sus opiniones y se deje volver con pasaporte a sus hogares a todos los capitulados. El general Aldunate se comprometió con su palabra de honor al cumplimiento de estas condiciones tan fáciles de cumplir como provechosas para el gobierno, porque ellas eran las mismas que prometía el artículo 2º del decreto de 17 de abril a los militares que se rindieran.

Pero el ministro Portales no pensó así, y aunque ya habían sido cumplidas por los constitucionales las estipulaciones, los persiguió, encarceló y desterró como a los demás; y desaprobó el convenio en una nota dirigida al general Aldunate el 24 de mayo, en la cual revela la nueva política y declara textualmente que el gobierno no puede aprobar el convenio, porque esa aprobación lo comprometería a retroceder en su marcha. “El gobierno cree, decía el ministro al general, que V. S. no era dueño de su palabra de honor que empeñó, y que por esta razón no le liga de modo alguno”; y al lado de esta peregrina creencia, agrega el ministro esta otra frase, que a modo de aquel tremendo ridículo de Triboulet, espanta y hace sonreír al mismo tiempo: “el gobierno juzga que en el estado en que se encontró el país, era necesario y prudente ver con el más profundo sentimiento correr alguna sangre chilena, para evitar que después se derrame a torrentes”. Esto decía para significar al general que el gobierno “consideraba bajo diverso aspecto que él los medios de afianzar la paz, el orden y la tranquilidad públicas”, pues el general debía convencerse “como todas las personas de orden que sienten mejor acerca de la suerte y verdaderos intereses del país, que este se convertiría en un teatro de convulsiones y espantoso desorden, si los que los promueven siempre se dejasen en posesión de los elementos que torpemente se han puesto en sus manos” [1].

¡Horrible doctrina la de que el orden no se puede mantener sino derramando alguna sangre, y persiguiendo y negando toda capitulación, todo perdón a los adversarios aunque estén vencidos!



notas:

  1. No se trataba de eso, sino de dejarlos volver a sus hogares sin armas.