Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Segunda parte/VIII


La lucha, en cambio, me conviene a mí, es mi elemento. Sé, como el cazador primitivo, estudiar las costumbres de la presa futura, las circunstancias, la atmósfera, los accidentes del terreno, todo cuanto puede contribuir a la satisfacción de mis deseos o ambiciones. Este estudio es, en la práctica, una verdadera lucha, al contrario del que se hace en los bufetes o en las escuelas, puramente especulativo o contemplativo: exige acción continua, atención infatigable, decisión rápida, lo mismo que el de la caza, porque nadie se hace cazador sino cazando.

Ya en aquel entonces, en esos lejanos años juveniles, tenía todas estas cualidades, como habrá podido verse, e iba adquiriendo gran conocimiento del mundo un tanto especial en que actuaba, inspirador de una filosofía sui generis, empíricamente materialista -pese a mi confesión cuando el duelo-, y en cierto modo antisténica, lo que me permitía pasar por algunos detalles que a otros quizá les hubieran parecido molestos, si no indecorosos. Pero no se exagere el alcance de esta otra confesión. Me refiero, sencillamente, a casos como el que, por ejemplo, me presentó el gobernador Correa... Nadie imaginará lo que le ocurrió a este buen señor, embriagado, sin duda, por el mando. Lo daría en mil. Pues simplemente quiso seguir las huellas de su digno antecesor, sin arredrarse ante los resultados, sin escarmentar en cabeza ajena, y quiso profundizar sus vagas ideas pasionales, él, que desde los veintidós años, edad en que se casó, conocía únicamente al sexo femenino por intermedio de misia Carmen, su honesta esposa. ¿Y a quién había de dirigirse, con su inexperiencia de cincuentón, sus temores de dar que hablar, su terror pánico a los celos póstumos de su mujer? Una tarde que fui a su despacho me dijo sonriendo, entre desenvuelto y cortado:

-Corren las mentas de que se divierte, Herrera.

-¡Eh! Se hace lo que se puede, Gobernador.

-¡Qué diablo de muchacho! Hace bien de aprovechar, mientras es mozo... Yo también, si pudiese. Pero ya se me pasó el tiempo... Solamente... Solamente me gustaría acompañarlo alguna vez... ¡Oh! Por curiosear, como mosquetero, no más, porque ya no sirvo para nada... Pero, en fin, un rato de vida es vida...

-¡Y a dónde me querría acompañar, Gobernador? -le pregunté por tirarle de la lengua.

-¡Ah! Usted bien sabe... No ha de ser a misa, está claro... Usted tiene tantas buenas relaciones, y ha de ser divertido... ¿No me convida, entonces?

-¡Cómo no! Cuando usted quiera...

Abrevio. Lo más difícil de decir es esto: el Gobernador Correa, como novel aspirante, adoptó las modas después de abandonarlas yo... Y nadie tuvo de qué quejarse, ni yo, ni las modas, ni el Gobernador. Sólo misia Carmen, quizá.

Ésta era una de tantas entre todas mis funciones policiales. Y a propósito, apenas he hablado de mi acción en cuanto al orden y la seguridad. Esto se explica: se ha abusado del género en estos últimos tiempos y no quiero plagiar involuntariamente a Gaboriau, a Conan Doyle, a Leblanc o a Eduardo Gutiérrez. A ellos envío a los que me quieran ver realizando hazañas de pesquisante, pues siempre saldré ganando; quizá, en efecto, no haya hecho nada notable como detective, pero agregaré en mi defensa que nadie me lo exigía. Muy al contrario, a veces se me aconsejaron procedimientos análogos a los del comisario Barraba de Pago Chico, especialmente en asuntos de abigeato. Pero adopté siempre sistemas menos primitivos...

Entretanto, la actitud de Vázquez había producido una especie de rebote en mi espíritu. En vano pensaba yo que aquellos dos espíritus, serios y ponderados, estaban probablemente hechos para unirse, y que una mujer como María, llena de principios y de escrúpulos, no era lo que me cuadraba. Había una circunstancia favorable, y mi amor propio de «gallo único» -recuerdo a Ibsen- me obligaba a aprovecharla. Así es que fingí desdén durante una, dos semanas, pero, esforzándome por fingirlo, me iba convenciendo cada vez más -por autosugestión- de que era falso. Y un desdén fingido es simplemente un deseo verdadero. Me puse a desear ardientemente a María; y esto me obcecó hasta extremos incomprensibles, tratándose de un sentimiento que hoy juzgo artificial.

Como un chiquillo romántico, fui a verla arrebatado, después de dos semanas de ausencia, y aprovechando la soledad en que nos encontramos comencé a echarle violentamente en cara su frialdad, su inconsecuencia, todo cuanto se me vino a la boca.

Se puso muy colorada, tembló toda, dejando caer los brazos e inclinando la cabeza, bajo aquel alud de pasión superficial. Me dejó hablar, decir cuanto quise, y un rato después de que callé alzó los ojos, me miró tiernamente y me dijo:

-¿Está tan enojado... de veras?

Creí ver un relámpago de duda en sus pupilas, y me tranquilicé de pronto.

-No estoy enojado -contesté con calma relativa-. Es mi modo de hablar.

-¡Ah!

Se irguió, se puso pálida, y continuó, después de un momento:

-Usted tiene siempre modos de hablar, de portarse, de hacer... Pero anda demasiado aprisa y me trata mal.

-¿Mal, María? ¿No sabe usted que mi mayor deseo es que sea usted la compañera le mi vida? ¡Diga! ¿Quiere ser mi mujer?

-¿Su mujer?

Y después de otra pausa, contestó:

-Pensémoslo más... Hablemos de eso dentro de unos meses... Déjeme la ridiculez de ser algo romántica, repitiéndome los versos de Campoamor: La tierra está cansada de dar flores; necesita algún año de reposo.

-¿Tantas ha dado?

-Alg... unas...

-¿Con Vázquez?

Se separó violentamente, como si la hubiese herido en lo hondo.

-Las flores son la condición de la primavera. ¿Qué importa dónde, cuándo, ni cómo, ni por qué? -dijo amargamente.

-¿Se ha enojado, María? ¡Mire! Y yo que le iba a pedir...

-¿Qué?

-Que nos casáramos... cuando usted quisiera.

-¿Dentro de un año? -preguntó sonriendo como entre nublados.

-¿Dentro de un año? ¡Tanto! Pero si usted quiere... ¿Por qué dentro de un año?

-Porque... no tengo... con-fi-an-za... Mi amigo es muy veleta.

-¡Yo!

-Muy veleta y muy... ¡Ah, Mauricio! ¿Quiere que volvamos a hablar de esto el año que viene? ¿Quiere? ¡Sea buenito!

-Pero María, usted duda de mí, usted piensa que yo...

-No, Mauricio -interrumpió-. Éstas son cuestiones más serias de lo que nosotros creemos. Ahora le diría «sí», pero quizá me arrepintiera más tarde. Dejemos que las cosas lleguen a su punto. ¿Qué importa esperar, si luego no hay que discutir?...

Y he aquí toda la declaración de un temible don Juan. ¿No significa esto que cuando la mujer no quiere?... Resultado: la frecuenté aún más y seguí creyendo haberme enamorado de ella como un loco.

De todos modos, modifiqué notablemente mi conducta, guardando mejor las apariencias y afectando una reserva que no me sentaba mal y que llamó bastante la atención en el círculo de mis relaciones. Durante algunos meses, sólo frecuenté los círculos políticos, la Casa de Gobierno, mi despacho de la jefatura, sin aparecer por el club sino breves instantes. También por entonces me absorbía enormemente la cuestión de mi candidatura, que si en un principio pudo parecerme cosa hecha, de pronto comenzó a presentarme dificultades. Había muchos aspirantes y el gobernador Correa se sentía traído y llevado por ellos. Era de buena fe conmigo, pero los que deseaban suplantarme le llenaban la cabeza de objeciones, de chismes y de intrigas. Demasiado muchacho, no tenía antecedentes políticos de valor; mi vida era un semillero de locuras; hacerme elegir sería desconceptuar al gobierno, ya harto malparado, tanto más cuanto que yo ocupaba la jefatura de policía, cosa que haría demasiado evidente la intromisión del gobierno en las elecciones. Algo de todo esto me dijo Correa, pero yo le rebatí victoriosamente todas sus objeciones y muchas otras que podría presentarme.

-Soy joven, es cierto, pero eso no es un obstáculo, ni seré el primer diputado nacional de mi edad. En nuestro país todos los hombres públicos, casi sin excepción, han empezado muy temprano su carrera. Y lo mejor que han hecho lo hicieron cuando jóvenes, cuando tenían más iniciativa y más empuje. En cuanto a mis pretendidas «calaveradas», no son Gobernador, ni más ni menos graves que las que hace todo el mundo, y a usted menos que a nadie pueden sorprenderle, conociendo como conoce la vida privada de tanta gente... Además, pienso casarme pronto con una muchacha virtuosa, inteligente, instruida y de una familia notable.

-Sí, sí; ya sé: la de Blanco.

-¿No le parece esto suficiente garantía de seriedad? ¿No entraré así, en Buenos Aires, en las mejores condiciones sociales y políticas?

-Sí, eso cambia...

-Ahora, ¿que soy jefe de policía de la provincia? Puedo renunciar, si usted quiere, pero esto le traería algún trastorno si no tiene ya bajo la mano un hombre de confianza, que yo le encontraré apenas me elijan. Además, la Constitución no dice que un jefe político no pueda ser electo diputado -agregué, repitiendo un viejo argumento.

-Pero hay que tener muy en cuenta a la oposición...

-¡Bah! ¿Prefiere usted que grite o que mande? Si le hacemos caso, ella será la que gobierne, no nosotros...

-¡Vaya! ¡No hablemos más, Gobernador! Tengo su palabra, y ha de cumplirla, ¿no es verdad?

Dije esto sonriendo y levantándome para dar por terminada la entrevista, como si yo fuera el amo, y con un acento tal que Correa sólo podía interpretar la frase de este modo:

-Me ha dado su palabra, y yo sabré hacérsela cumplir, de grado o por fuerza. ¡Para algo tengo la provincia en la mano!...

-Váyase tranquilo -murmuró el Gobernador, vencido, prometiendo...



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