Queriendo ver de cerca una escena triste, fui a bordo del vapor francés, donde se hacinaban los emigrantes, dispuestos a abandonar la región gallega. La tarde era apacible; apenas corría un soplo de viento, y el cielo y el mar presentaban el mismo color de estaño derretido; el agua se rizaba en olitas pesadas y cortas, que parecían esculpidas en metal. Desde el costado del vapor nos volvimos y admiramos la concha, el primoroso semicírculo de la bahía marinedina, el caserío blanco y las mil galerías de cristales, que le prestan original aspecto.

Trepamos por la escalerilla colgante a babor, y al sentar el pie en el puente, no obstante la pureza del aire salitroso, nos sentimos sofocados por el vaho de la gente, ya aglomerada allí. Poco avezados a moverse en espacio tan reducido, hechos a la libertad campestre, los labriegos se empujaban, y había codazos, resoplidos y patadas impacientes. Las familias de los emigrantes no acababan de resolverse a marchar, y el marino francés encargado de recoger el inevitable papelito amarillo se impacientaba y gruñía: Cette idée de venir ici faire ses adieux! On s'embrasse sur le quai, et puis c'est fini. El navegante, curtido por innumerables travesías, no comprendía a los que lloriqueaban. ¡Un viaje a América! ¡Valiente cosa!

Nos entretuvimos un rato en observar las variadas fisonomías de los emigrantes. Había rostros cerrados y bestiales de mozos campesinos, y caras expresivas, como de santos en éxtasis, alumbradas por grandes pupilas meditabundas. Las muchachas, con los ojos bajos y el continente modesto peculiar de las gallegas, parecían el botín de la guerra de un corsario. Entre los recién embarcados podían distinguirse los pasajeros ya recogidos en San Sebastián, y se veían mujeres guipuzcoanas desgreñadas, hoscas, pálidas de mareo con la marca de su raza: el duro diseño de las facciones.

En medio de aquella abatida grey, de aquellas figuras que sólo perdían el carácter bajo y plebeyo para adoptar expresión resignada y mística, me llamó la atención un aldeano viejo, exclusivamente consagrado a cuidar del transporte de su equipaje, reducido a un lío metido en un trapo de algodón y un arcón roído de polilla.

Contaría el viejo lo menos setenta años, y de su sombrero de fieltro, atado con un pañuelo para que no volase, se escapaba una rueda de argentados mechones que hacían resaltar el tono cobrizo de la tez. Vestía el traje del país, los blancos calzones de lienzo llamados «cirolas», la faja oscura y el «chaleque» con triángulo en la espalda. La cara denotaba gran astucia, y las pestañas blanquecinas daban singulares reflejos a los ojos azules, penetrantes y cautelosos. Iba solo; nadie le auxiliaba en su faena, y aunque nada deba sorprender, me sorprendía que tan próxima a la hora de la muerte emprendiese aquel hombre largo viaje y se arrojase a un cambio total de vida y costumbres. ¿Qué haría en el Nuevo Mundo?¿Qué confusión no serían para él los usos, los trajes, el habla, el ambiente, tan diverso del respirado hasta entonces? ¿A qué usos iba a aplicar su vetusta máquina, y qué buscaba en el país americano, si no era el cementerio?

Mientras yo devanaba estas reflexiones, el viejo seguía preocupado de desenredar su equipaje, entre el bullicio y el hervidero de la gente. No interrumpían su faena el cabestrante y la grúa, y esta parecía inmenso brazo que desde el vapor arramblase con cuanto había en tierra; la mano de gigantesco pirata barriendo el puerto de Marineda y trayendo arcas, sacos, baúles, muebles -sirviendo de tendones al brazo los fuertes cables-, para llevárselo todo a otra tierra más clemente con el hombre. Inclinado el viejo sobre la borda, seguía, palpitante de inquietud, los movimientos de la grúa, portadora del equipaje. Al fin se dilató su rostro y chispearon sus pupilas: balanceábase en el aire y descendía pausadamente el arca. ¡Cuánto conocía yo ese mueble familiar de nuestros aldeanos, donde guardan lo que más estiman! Allí se encierran, entre espliego, «lesta» y olorosas manzanas, el «dengue» majo, la randada camisa de lino, el «paño» de seda y los brincos de filigrana de plata, galas que sólo salen a relucir el día de fiesta del patrón; allí, en el pico, se esconden, dentro de una media de lana, los ahorros que tantas privaciones presentan, desde el amarillo centén hasta el roñoso ochavo «de la fortuna».

El arca del viejo era de las mayores, pero también de las mas mugrientas y desvencijadas: traía remiendos de madera nueva y zunchos de hierro torpemente aplicados. Cuando vino a caer bruscamente sobre la cubierta, el viejo tendió las manos nudosas y se precipitó a parar el golpe; pero le empujó el tropel y dio de bruces contra un baúl de cuero, jurando enérgicamente. Al erguirse, su primer pensamiento fue para el arca. La estaban arrinconando, sepultándola bajo mundos de hojalata y líos de jergones -pues, como es sabido que en Montevideo no se da cama a los sirvientes, los emigrantes se llevan la suya-. Al ver que desaparecía el arca, el viejo blasfemó otra vez, y, apartando jergones, se lanzó a sacarla de entre tanta balumba. Los dueños corrieron a defender su propiedad; hizo resistencia el viejo, y se trabó una disputa que iba a convertirse quizá en batalla. Intervino el sobrecargo, que hablaba español, y, tratando de idiota al viejo, le preguntó qué carabina le importaba que el arca estuviese encima o debajo, pues siendo pesada y voluminosa, tenía que acomodarse de manera que no estropease los baúles. El viejo balbucía: un temblor extraño agitaba su cabeza, y la mirada escrutadora del francés se clavaba en él como la hoja de un cuchillo. «A sacar fuera ese condenado arcón», ordenó a los marineros; y aunque el viejo intentaba cubrir con su cuerpo el mueble, el sobrecargo, reparando en dos agujeros circulares que a los costados tenía, corrió a avisar al capitán. «Ouvrez», mandó éste imperiosamente; y como el viejo, barbotando protestas no quisiese entregar la llave, hicieron ademán de echar a la bahía el arca.

Palideció el aldeano bajo la pátina que el sol había depositado en su rugoso cutis; dos lágrimas corrieron por sus mejillas, y, volviendo la cara, alargó la llave. Abierta el arca misteriosas, un grito se alzó del corro formado alrededor: dentro venía un muchacho como de quince anos, medio asfixiado ya... Era lo que se llama en la jerga del puerto un «polizón», un pasajero que se cuela a bordo sin pagar billete... Entonces comprendí no sólo la desesperación mímica del viejo y sus afanes porque el arca no quedase debajo de los baúles, sino cómo se atrevía a cruzar los mares, estando al borde del sepulcro. No iba solo; se llevaba la esperanza simbolizada en la juventud, ¡y qué esperanza! ¡Así que anocheciese y el barco se hiciese a la mar, el abuelo abriría la puerta de la jaula y el nieto saldría gozoso, seguro ya!...

Entre tanto, el viejo de rodillas, arrastrándose, arrancándose las canas greñas, sollozaba amargamente. Algunos se reían y se burlaban; los más se sentían conmovidos. El capitán, accionando, encolerizado, hablaba de hacer perder al viejo el pasaje y despacharle en seguida a tierra. Mediamos para aplacarle, representándole la miseria de aquella gente, recordándole que hombre pobre todo es trazas, y que la necesidad dicta esos ardides. El viejo, sintiéndose protegido, redobló los extremos y nos contó una historia de dolor: su yerno, emigrado hacía años; su hija, muerta; el nietecillo, sobre sus cansadas espaldas; la cosecha, perdida; la vaca, vendida por no haber hierba que darle; la contribución, doblada; el fisco, sin entrañas; el Cielo, sordo a las oraciones...

¿Qué haríais si escucháseis estas lástimas? Hubo cuestación, y el capitán se conformó con bastante menos del precio del billete, porque tampoco el capitán era ningún tigre.

Y abandonamos el barco, próximo ya a emprender su rumbo hacia otro hemisferio. Había anochecido, y la concha de la bahía ostentaba un esplendente collar de luces, en el centro del cual destellaba como enorme rubí el rojo farol del Espolón. Del vapor salían las notas frescas del zortzico donostiarra; los gallegos, viendo desaparecer entre las sombras las amadas costas de su tierra, no tenían valor ni para entonar uno de sus cantos prolongados y melancólicos.


«Blanco y Negro», núm. 289, 1896.