De pillo a pillo
de Joaquín Díaz Garcés


-Este es un minero de veras -me decía el mayordomo, señalándome a Andrade, un viejo de barbas blancas, tostado y rudo como un bronce viejo, alto, firme todavía, de ojos negros, brillantes e inquietos.

El sol moría tras los altos picachos de la mina. Sin transición de crepúsculo, como ocurre en las altas cordilleras, la noche venía encima. El primer fuego encendido chisporroteaba con los quiscos secos mezclados a las ramas de espino. De abajo, en medio del alto silencio de la montaña subía el tintineo de una tropa de mulas retardada en el camino. Andrade avanzó después de esa breve presentación que hacía un lacónico v elocuente compendio de su vida de penalidades. Porque el viejo había padecido; antes de oírlo, ya sabía yo que su existencia había sido golpeada como pocas. En su faz rugosa, agrietada, esculpida por un tosco cincel, se leían las privaciones del hambre, las brutales quemaduras del sol y de la nieve, tal vez algunas manchas de sangre y de crímenes inconfesables. Hombre nacido para la más ruda batalla, enseñado desde niño a todas las crudezas, no podía encontrar ya nada sobre la tierra que lo hiciera temblar. La nariz aplastada como bajo el golpe de un machete, parte de la espaciosa frente hundida, una oreja incompleta, la voz resuelta pero contenida; era fácil comprender que ese luchador derrotado ni tuvo niñez apacible ni alcanzaría tampoco vejez con reposo.

-Sí, patrón; como minero nadie ha visto más que yo. He tenido muchas veces la plata en la mano, pero se me ha resbalado, señor, cuando menos pensaba. Como padecer he padecido, como hambres nadie puede hablar... Pero la sed, la sentí envolverme en una tortura infinita.

-¿Dónde conociste la sed?

-En el desierto.

Los mineros salían de los recodos del camino silbando alegremente. El fuego ardía con llamaradas vivas alargando las lenguas de fuego en mágica chispería, bajo el fondo de cobre colocado entre cuatro piedras. De la altura bajaba un cierzo de nieve.

-En el desierto, patrón, volvía de Caracoles las manos vacías. Llegué tarde, la fatalidad me dio más penas que nunca. Una mala hembra me salió al frente y me acriminó, señor. Tenía que salir la misma noche y salí guiado por mi mala estrella. Después de dos días de marcha, perdí el rumbo y acabé la ración. El saco que me había acompañado muchos años lo boté al suelo; no me servía de nada; un bocado de pan y una cebolla fueron mi último almuerzo. En el desierto quema el sol más que en ninguna parte. Su merced ha corrido más mundo que este servidor y tal vez ha estado en África o en la tierra de los camellos donde dicen que no hay agua y las piedras son brasas de fuego... Pero le aseguro señor que en el desierto al mediodía sale humo del suelo y uno se ahoga. Al principio, señor, yo me reía, porque en penurias yo me las entiendo; pero no sabía que en el desierto mientras más se anda es peor. No se avanza un paso, no se sabe para dónde caminar, no hay una seña, no hay una huella, no hay un espino, no hay un peñasco siquiera. Pero yo andaba y andaba, porque volver era imposible y tampoco sabía de qué lado había salido. Esa noche dormí mal porque me parecía que de esa vez Andrade era hombre perdido. Cuando apenas aclaró me puse a andar; pero tenía fatiga. Fatigas he sentido y hambres he pasado; un día más, un día menos, sin probar un bocado, no es para asustar a un minero, ¿no es cierto ño Benítez? En la Deseada también sentimos hambre, pero nos reíamos. Los niños eran bravos todos y eran buenos para el padecer. Pero la fatiga del desierto era, señor, como el sol, cosa no conocida; a mis mayores enemigos a quienes se las tengo jurada por mi madre no les deseo esa fatiga, porque es peor que la muerte, patroncito. Principia una angustia en la cabeza que baja al corazón, que da comezón en los brazos y le quiebra a uno las piernas. A ratos uno se olvida de todo como si durmiera y se asusta de encontrarse caminando.

-Esta es la última, Andrade -me decía yo mismo-, habías escapado de tantas y venís a entregarte en este arenal del infierno...

La fogata ardía, ardía. Un silencio de muerte pesaba sobre todos. Encendidos los cigarros, los labios secos chupaban nerviosamente, y el humo envolviendo el resplandor del fuego se perdía inmediatamente en la negrura de la noche. Benítez, el cocinero, absorto en el relato de su amigo, se había quedado con la espumadera en la mano olvidado de revolver los frejoles y el agua hervía y saltaba, quemándose en los bordes de la quemante olla.

-En la Sonámbula han puesto trabajo de nuevo -dijo un apiri colocándose una mano al lado del ojo para que el fulgor de la fogata no le impidiera ver a lo lejos. Y en efecto, al frente, muy lejos, a inconmensurable altura en los más escarpados cerros, se veía, casi como una estrella, una chispa de fuego. Allí contaban seguramente otros mineros la historia de otras luchas no menos dramáticas.

-Fue entonces, patrón -dijo Andrade, volviendo del fondo de sus recuerdos con un suspiro-, cuando comencé a sentir sed. Se dice muy luego... Se siente sed muchas veces, pero se sabe que hay cerca un río, un estero, una acequia, una vertiente donde se puede tragar cuanto se quiera, y ésta no es la sed del desierto; la sed del desierto debe ser la sed del infierno...

-La Virgen Santísima nos libre -dijo a media voz el más joven de los apires, santiguándose maquinalmente.

-Uno mira a todos lados y todo es fuego. El fuego quema la cara, los labios, la lengua, la garganta, el pecho, el estómago, el alma, sí, señor. Aquí abrimos la boca y el aire nos refresca. En el desierto hay que llevar la boca cerrada porque el aire tuesta. La sed me desesperaba. No sentía el hambre. Ni la mala hembra de Caracoles, ni las puñaladas que esa perra maldita me hizo dar por su culpa, ni las venganzas me hacían ningún efecto. Nada me importaba, y si ahí hubiera tropezado con una piedra de plata maciza, la habría tirado lejos. Era agua, señor, lo que pedía. Porque, aunque iba solo, yo venía hablando fuerte, hablando a gritos; me estaría volviendo loco, pienso yo, cuando me acuerdo. De repente tropecé y me caí. No es nada, Andrade, adelante, gritaron cerca de mí; me di vueltas y no había nadie; era yo mismo, pero no era mi voz.

-Buen dar, dijo Benítez. Tanto padecer y ser siempre pobre.

-Esa noche, patrón, no dormí. Creo que tendría fiebre, porque las sienes me sonaban como un tambor. A cada rato sentía voces que me hablaban y siempre era yo. Creí una vez que aullaba un perro y me estuve medio sentado oyendo: nada, ni un grillo. Al amanecer resolví andar y andar, había que morirse andando, no había remedio. Yo había ido a Caracoles por mi bueno, y me volvía por mi mala cabeza. Mía era toda la culpa, a nadie le hacía falta.

Cuando ya salía el sol vi un buitre que volaba alto, muy alto. Éste va por el camino, dije, éste va para poblado, es el primer pájaro que veo; vamos bien, Andrade. Luego lo perdí de vista; pero más tarde volvió más bajo y más despacio. Entonces se me ocurrió, patrón, que el condenado tenía hambre como yo y sed como yo y que me venía ojeando y siguiendo porque esperaba que cayera.

-Diablo, buen dar con el buitre, bienaiga iñor con el avechucho- fueron coreando los oyentes uno tras otro. Habían comprendido el cuadro trágico de esa lucha del hombre y del ave de rapiña ante la desolación de la naturaleza. Pero la observación los hacía reír.

-Yo los hubiera visto, recontra, -exclamó Andrade-. No estaba yo para risas; me flaqueaban las piernas. Pensaba que el buitre me venía siguiendo de lejos y que si bajaba era porque me encontraba ya cara de muerto ¿no es cierto, patrón? La sed me apretaba la garganta tanto y tan fuerte que hubo un momento en que sentí dos manos que me querían ahorcar. Cuando quise defenderme vi que era yo mismo. No me sentía las manos pegadas al cuerpo, eran dos manos muy grandes, hinchadas, llenas de manchas. Mis pies estaban tan pesados que no pude más con ellos. Entonces caí y me quedé acostado de espaldas. No quería perder de vista al compañero que pasó otra vez mirando fijo hacia abajo; ¡contento debía estar el maldito! No sé si estuve así una hora o un día. Pero yo no me muero como cualquiera, señor, si no, que lo digan aquí los niños que me han visto en otras. Tengo siete vidas, como los gatos. Me santigüé, señor, le ofrecí a las ánimas media barra de una minita de oro que tenía entonces en Petorca, me acordé de mi madre que era viejita, y de repente, patrón, encontré que estaba llorando y pidiendo agua como un niño. No era cobardía, señor, yo no he sentido miedo a la muerte; pero una aflicción tan grande me tomaba que quise pararme y arrancar. Pude dar unos pasos y después corrí una media cuadra deshaciendo el camino hecho; quería volverme a Caracoles, acusarme, entregarme. Pero caí de nuevo. El buitre debía ser veterano, señor, porque parece que esperaba esta caída para bajar también él. Se quedó como a tiro de piedra parado, quietecito, mirando fijo. Cuando uno está andando, un buitre se ve muy chico: uno lo mira de alto abajo; pero cuando está tendido, viera, señor ¡cómo crece el condenado! Yo debía estar loco, ahora que pienso, porque sentía rabia de que fuera a servirle a la bestia para su apetito. Pero ya no podía más, me llegaba la hora, dejé de mirar el animal y cerré los ojos. A lo menos me dejará morirme, decía yo; Dios no ha de permitir que un buitre pueda más que un hijo suyo antes de que sea ánima. Cuando abrí los ojos, la bestia estaba bien cerquita y parecía durmiendo, abría un ojo y lo cerraba, tenía la cabeza bien metida entre las alas. Me parecía el diablo velando a un minero condenado en vida...

-No diga eso, ño Andrade- exclamó el mayordomo-. Todos hemos hecho alguna en la vida, pero las pagamos bien aquí mismo.

-Entonces, patrón, la Virgen se acordó de mí, tal vez porque en Andacollo le llevé a su altar un candelabro de plata maciza del alcance de la Colorada. Me vino una idea, señor, hacerme el muerto y ver quién pescaba a quién. Al fin y al cabo yo era un hombre y el otro un buitre.

-¡Buena cosa! ¡Bienaiga la idea! Este año ño Andrade es el mismo diablo en persona -comentaron los apires. La fogata amainaba. El cierzo helado bajaba siempre de las nieves. Dábamos diente con diente.

-El buitre se había acercado y siempre abría un ojo para verme y lo cerraba después. Yo veía sin abrirlos: lo sentía cómo estaba ya a un paso. No quería moverme para no asustarlo. Lo creía asustadizo al condenado; pero se me encogió una pierna con un calofrío, tal vez era la muerte que se ponía en contra mía, y él ni pestañeó. Quién sabe si así agonizan los que mueren de sed. Nos íbamos de pillo a pillo, señor, y esperábamos. De repente no sé cómo estuvimos trenzados. Yo le tenía una pata y buscaba con otra el pescuezo mientras sus aletazos me echaban al suelo a cada golpe. La fuerza del diablo, patrón, era bien grande. Yo quitaba la cabeza a los picotazos, pero me dio éste en la frente, ¿ve aquí señor? y dos o tres en los brazos. Pero lo tenía aferrado y pude ponerle la rodilla encima. Me costó encontrar el cuchillo, se me hacía eterno el tiempo, y al fin pude degollarlo. Con la sangre me entró al cuerpo la vida, pero la carne era dura y estaba tan flaco el pobre que no pude meterle el diente. Ahí me quedé hasta el otro día, patrón, esperando y esperando. Al caer la tarde, una tropa que subía a Caracoles pasó no lejos de ahí y pude correr... Aquí tiene, señor, la historia de Andrade con el buitre en el desierto.

Mientras Benítez invitaba a la comida, yo me puse de pie, tomé la cabeza de Andrade entre mis dos manos y se la agité nerviosamente. No me atrevía a besar esa frente salvaje, mordida por la lucha primitiva de las fieras, pero me sentí orgulloso de haber nacido en la misma tierra de ese atleta.

El frío arreciaba, los mineros cantaron y luego fue cayendo cada cual envuelto en el negro poncho de castilla. Yo entré a la ruca donde pasé una noche febril, recordando la frase tan simplemente dicha por el viejo inmortal: nos íbamos de pillo a pillo.

Cuando al amanecer vi a Andrade que subía por el duro patillaje del peñón con la broca al hombro, pobre como los otros después de vida tan intensa de amarguras, de dolores, de heroísmo, de crímenes y pasión, una lágrima veló mis ojos.