Escena VII editar

ADELINA Y CARLOS.


CARLOS.-¿Por qué lloras?

ADELINA.-¿Y tú me lo preguntas? ¡Ingrato! ¡Olvidarme por otra mujer!

CARLOS.-¡Olvidarte yo!

ADELINA.-Sí, por ella.

CARLOS.-Pero ¿quién es?

ADELINA.-Todavía no se sabe quién será. ¿Cómo quieres que se sepa? Pero yo lo sabré cuando llegue el caso.

CARLOS.-Tú sueñas.

ADELINA.-¡Ojalá

CARLOS.-Adelina, vuelve en ti. No llores. Mírame.

ADELINA.-¿De qué sirve que te mire, si ya no te veré más?

CARLOS.-¿Por qué?

ADELINA.-¿No lo sabes? Porque me llevan. Así lo han dispuesto.

CARLOS.-(Con ironía.) Lo sé todo; tanto como tú; más que tú, pobre niña. Don Prudencio acaba de hacerme relación circunstanciada del suceso y de las causas.

ADELINA.-¡Y te veo alegre! ¡Casi risueño! ¡Cuando a mí me ahoga la pena! Bien ha dicho: ¡soñaba! ¡He despertado! ¡Adiós!

CARLOS.-¿Adónde vas?

ADELINA.-A donde mis protectores han dispuesto. Estoy sola en el mundo, y, claro está, cualquiera dispone de mí. Adelina nació para obedecer, y obedece.

CARLOS.-¡No, no es verdad! ¡Adelina nació para quererme, y no me quiere como yo la quiero!

ADELINA.-¿Que yo... no...? ¡Ahora sí que reiría yo también, si no tuviese tantas ganas de llorar! ¡Yo, más! ¡Mil veces más! Sólo que tú sabes decir esas cosas y yo no acierto a explicarlas; las siento, me ahogan, me enloquecen..., pero se quedan aquí..., en el corazón!

CARLOS.-Mal se conoce.

ADELINA.-¿Por qué?

CARLOS.-Porque tú te resignas, y yo no me resigno; porque tú consientes en dejarme, y yo no te dejo; porque tú sólo tienes lágrimas, y yo tengo amor; porque yo te digo: «Ven a mí», y tú, con don Prudencio te vas. ¡Buena prueba de cariño! Porque tú murmuras lánguidamente: «Suframos», y yo te respondo con gritos del alma: «Luchemos»; porque tú piensas que voy a ser de otra mujer, y yo quiero hacerte mía para siempre; porque tú, gimiendo como una niña, me mandas un adiós, muy desconsolado, eso sí, pero muy terminante, y yo loco, como un hombre que ama, te sujeto aquí, a mi lado, entre mis brazos, contra mi corazón, por siempre y para siempre, ¡mi bien, mi ilusión, mi esposa, mi todo, mi Adelina!

MELINA.-¡Calla, calla..., que pierdo el juicio! ¡No hasta que me echen de aquí por mísera; será preciso que me arrojen por demente, si me hablas de ese modo...! ¡Pero, no; sigue, sigue, Carlos, que si esto es la locura, más vale, mucho más, que la razón!

CARLOS.-Y ahora, ¿les obedecerás a ellos o a mí? A ver: escoge.

ADELINA.-(Se acerca a él y le abraza.) Ya está.

CARLOS.-¿Cómo está?

ADELINA.-Estando en tus brazos. ¿No estoy en ellos?

CARLOS.-Pues así, así. Y ahora, calma, calma, mucha calma; finge que te resignas; prepárate para el viaje... Sonríe..., y goza de antemano..., y ponte alegre...

ADELINA.-(Sonriendo.) Sí..., ya lo estoy... Acaba.

CARLOS.-(Enumerando con cierta sorna.) Porque vendrán todos, y delante de todos, de doña Visitación, de don Nicomedes...

ADELINA.-(Con espontáneo regocijo.) Sí...

CARLOS.-Y de don Prudencio, ¡tan sabio!

ADELINA.-(Riendo.) ¡Y tan grave!

CARLOS.-Y de Paquita, y de mi padre, diré yo: «¡Adelina es mi esposa...!»

ADELINA.-(Abrazándose a él.) ¡Carlos...

CARLOS.-Y mañana, delante de quien vale más que todos ellos, delante de nuestro Dios, diré otra vez: «¡Adelina es mi esposa...!» Y después a ti sola, también te diré: «¡Adelina, al fin eres mi esposa! ¡Di ahora que tu Carlos mentía!»

ADELINA.-(Separándose de él y cubriéndose el rostro con las manos.) ¡Ay Dios mío, y qué bueno eres para mí! ¡Ay Virgen mía, y qué dichas tan grandes hay en el mundo!