Cronicuentos ejemplares

Cronicuentos ejemplares
de Antonio Domínguez Hidalgo

Ediciones del Teatrino, 1980 (primera edición).

CONTENIDO



Página
Blancos pañuelos, blancos...
5
El asesino
9
El papelillo de las ilusiones.
17
La fuente de la felicidad.
25
Eterna construcción inacabable.
33
Vidas clausuradas.
39
Con los mismos trapos.
45
Estado de sitio.
51
Semillas en el asfalto.
57
Fenómeno.
63
Era bueno el hijo mío.
69
Viudez.
73
Ladrones.
79
Vacas
89
Carbones.
97
El ingenuo.
105



Esta obrita, caro lector, cara lectora, no es un exiemplario, a manera de las antiguallas narrativas medievales europeas, como podría interpretarse por su título de apariencia moralizante, sino sólo un puñado vital y cotidiano de cronicuentos-ejemplos, o mejor designado, si te parece aceptable así decirlo, cronicuentario, de lo que aún suele suceder... realidades refractadas a través de cuentos que parecen pretéritas crónicas, pero que aún suelen aparecer a la vuelta de la esquina... aunque algunos intenten convencernos que ya no...y prometan...


Blancos Pañuelos Blancos...


Allí va Doña Eduviges, la lavandera más solicitada de mi barrio. Lleva en sus ojos colgando la ingenuidad de la esperanza, pues por fin va a cumplir uno de sus grandes afanes: Conocer al Santo Padre.
Vestida impecablemente, como ya no suele usarse, camina ilusionada y como sin cansancio. Nada importan las horas, los días de arduo y redoblado trabajo entre lavaderos y planchas al quíntuple con tal de comprar el boleto para presenciar en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe la misa que según le dijeron, oficiará su Santidad el Papa.
Y allí, caminando bajo la insinuada llovizna que no se decide a ser chubasco, apresura el paso entre el remolino de creyentes que también van a lo mismo por la tradicional calzada que conduce al Tepeyac.
Tanta es la multitud que ni siquiera se logra apreciar el remozado camellón que luce a todo su largo, macetones de concreto donde miles de rosas perfuman el ambiente, aunque los olores dispersos por el viento se confundan con los variados de lociones y aguas de colonia de cualquier tipo.

Doña Eduviges no pierde el paso. Hay que caminar bastante. Se han suspendido los transportes para llegar directamente a la Villa. Un gran cerco de vigilancia policíaca se ha instalado y tiene que ser a pie como se arribe.
Sin embargo ella continúa, no obstante sus setenta y tres años. Toda una vida dedicada a sobrevivir aquí, allá, donde el destino común de nuestro tiempo, y el de otros también, conduce a quienes, a pesar de revoluciones pasajeras, siguen siendo mano de obra barata para los astutos que tienen el poder, el dinero y la seducción ideológica.
Mas a pesar de todo, la fuerza interior que sostiene a los desesperanzados cuando no hay nadie más en quien creer, la ha hecho resistir sus decenios sobre las azoteas o en los tibios, pero fatigantes cuartos de planchado.
Y allí va, llena de fe, como si estuviera segura de ir al cielo. Al fin su vida tendría un poco de luz ante la bendición que durante mucho pa-recía un imposible. Felicidad andante era la suya.
Ya se veía la aerodinámica capa verde de la Basílica nueva y la multitud que había a su rededor era formidable. Un hacinamiento de rostros humedecidos por las mínimas gotas de lluvia ácida que a veces caían mezclándose con el sudor bochornoso de la masa humana, daba un toque, no de paraíso, sino de infierno a lo Doré. Pero Doña Eduviges no se inquietaba.
Ella había comprado un boleto bastante costoso para sus recursos humildes que le aseguraba el derecho a presenciar el sacro espectáculo. Así que sacó convencida su ábrete sésamo y como si tomara esotéricas energías, a empellones, se acercó a las puertas donde una larga formación aguardaba también con sus boletos en mano, la hora de poder entrar.
Gritos de conmoción escaparon del gentío:
¡Ya viene! ¡Ya llegó! ¡Ya está aquí el Papa! ¡Viva! ¡Viva el Papa! y Doña Eduviges, como tantos otros, nada alcanzaba a ver. Sólo recib-ía codazos y empujones que ni siquiera se perca-taban de respetar su rostro adolorido de virgen, siempre santificada en su esperanza magnífica de que un dios la asistía.
¡Yo tengo boleto para entrar! ¡Déjenme! gritó como muchos también, pero nada. Ningún señor glorificaba sus ansias.
Un mar de manos agitando sus boletos de entrada se quedó navegando en el aire. El Papa ha de haber creído que eran pañuelos blancos en señal de salutación a su pureza.
Alguien dijo entre la bola:
Es que los mexicanos son muy desorganizados...
Y Doña Eduviges no tuvo más consuelo que guardar su boleto como recuerdo de un exceso de cupo y sin infracción...

El Asesino.

Esa era una realidad. La totalidad de su vida, que según él ya se hacía muy larga, no obstante sus veintitrés años, estallaba en mediocridades. Todo se volvía estúpido. Y se quedaba sobre su camastro desvencijado, tan quieto, tan pensativo, como muerto mirando al infinito, copado por las láminas del techo de su barraca.
Desde que su madre falleciera, se había derrumbado el orden doméstico y murmuraba para sí en sus momentos de tedio “esto es un verdadero desmadre”.
El cuartucho donde vivía con lo que quedaba de su familia, le producía el dolor de la impotencia. Ansia de querer cambiarlo todo y no tener con qué.
Y recordaba aquel momento de odio, cuando con su hermanita en brazos veía el sepulcro de quien se le había dado la chingada gana de dejarlos. ¡Qué poca de la vida!
Y luego sus hermanos mayores. Los dos soñando con ser héroes; uno como Clint; otro como el Che. Ideologías tan opuestas y tan cerca-nas terminaban en los golpes del pleito fraterno por ser el mejor.
Su padre, al día siguiente del entierro había como escapado; como si en los Estados Unidos lo aguardara la felicidad del triunfo. Sólo a veces recibía dos, tres dólares que para la maldita chingadera qué sirven.
Adiós la escuela, aunque intentó continuarla, aquí, allá, la más barata, pero ni oficial ni particular le llenaban. Su voluntad no servía. Nada servía. Sólo ganarse la lana intentando ser una estrella de los talleres: mecánico, carpintero, tapicero, sastre, mecanógrafo.
Fue entonces cuando apareció la idea de hacerse famoso. Sí, sólo así. Dando un gran golpe que rompiera los esquemas rutinarios de su fracaso. Pobre diablo, acapararía la atención pública...
-y quien quite quede en la historia para siempre. Si no puedo de otra manera, alguien tiene que pagar.
Y muy alto. Estoy harto de esta vida prángana. Nomás que la mocosa tenga edad para valerse por sí misma. Entonces... Sírveme otra cabrón. Y tú qué chingaos me ves. ¿Te gusto? Chinga tu madre.
Al fin que a mí la muerte ya me chingó la mía. Pinche suerte. Y en las frecuentes borracheras era común que terminara tirado en cualquier suelo. Donde cayera.
Ahora sus hermanos eran, uno policía; el otro maestro; el primero servía con el ensueño de ser Clint y el otro, el Che. Y él nada. Aquí, allá, siempre de vago. A veces con dinero fugaz de algún buen trabajo. Otras, las más, viviendo al garete. Como todos, pero dándose cuenta. Y a veces no entendía. Odiaba la lectura, pero leía; detestaba la vanidad, pero su cuerpo se había muscularizado asistiendo a practicar karate. Mas él no quería ser campeón, aunque muchos comentaban que lo parecía. Se había puesto tan galán.
Un dejo de desprecio vertido por una desdeñosa mueca era lo único que manifestaba ante los comentarios con los cuales lo asechaban amigos de ocasión encontrados en los bares de la zona rosa... Pero él, ni madres. Y chúpale que se acaba. Así, hasta volver a caer.
Por eso ahora llegaba la ocasión oportuna. El presidente iría a inaugurar las nuevas salas de explotación fabril. A él, por su prestancia atlética, lo habían seleccionado para que mostrara el fun-cionamiento inicial de uno de los modelos más recientes en producción computadorizada.
Las cámaras de televisión, de video; la radio y la prensa; los noticieros, todos estarían allí presentes y aunque el acto sólo duraría tres minutos, él pensó que para los propósitos que se le estaban ocurriendo, eran exactos. Sin falta. Esa era la oportunidad esperada para hacerse famoso, aunque sólo por tres minutos.
Había espacio suficiente en la máquina computadorizada para esconder en uno de sus recovecos la pequeña veintidós que él había comprado durante esas desesperaciones de fracaso que le entraban para acabar de una vez con su existencia de inutilidades. Nomás que la es-cuincla ya no me necesite, entonces... Pero en esa ocasión. De todos modos si me matan, por lo menos mi suicidio dejará huella y no sería una pobre rata desangrada en su cuartucho miserable que hallarían gendarmes y camilleros entre los comentarios de los pendejos chismosos del barrio o de los periodistas. Lo había decidido. Sólo debía calcularlo todo con tranquilidad. Planificarlo con exactitud... Y sorbía con una mueca de desprecio la cerveza cotidiana.
Tal cual lo rumió, nadie se dio cuenta. La vigilancia, los cateos, las prevenciones que se hicieron por dentro de la fábrica y por fuera de ella ni sospecharon que desde hacía días, un revólver aguardaba silencioso el instante de su manifestación. Su plan secreto, más que convincente, sin molestar a nadie, iba a servir a la mirada sonriente de aquél técnico-obrero tan eficaz.
Todos lo felicitaban porque iba a mostrarle al presidente las ventajas de aquellos aparatos innovantes y productivos.
El se veía sereno cuando le revisaban hasta los calzones e impedían que nadie se acercara a la zona del trabajo de muestra. Total, si lo des-cubrían: Yo no sé nada. Pero las complejidades secretas de la maquinaria nunca fueron revisadas. Ningún peligro.
Entre aplausos, porras, vivas, globitos y confeti multicolores llegó el señor presidente acompañado de ministros y embajadores que serían testigos del avance tecnológico logrado por el país. Los periodistas, las cámaras de televisión, los micrófonos de radio se arremolinaban con la dura vigilancia de los guardaespaldas.
De pronto entre la algarabía, sin sospecharlo, cuando el presidente observaba el funcionamiento de la máquina computadorizada, y con una rapidez imprevista, se escuchó una descarga completa. El escándalo. Los gritos, los empellones. Los golpes.
Por un lado los guardianes arrastraban a un hombre atlético que pálido sonreía y por otro, entraban camilleros y hombres de batas blancas.
Todo el país había presenciado ante las cámaras de televisión el asesinato artero, decían los comentaristas con sus lugares comunes de siempre. ¡Castigo al asesino! Inconcebible en estos tiempos de progreso. Vuelven los crímenes políticos. Hace tanto tiempo que no se presentaban. ¿Volverán esas épocas de barbarie? Es necesario castigar a los implicados. Investigar a fondo. Caiga quien cayere. Los partidos de oposición deben ser investigados. Denuncias. La CIA planificó todo. ¡No! El sistema de espionaje de la KGB. Todo es obra del narcotráfico. Siniestras ambiciones de poder tratan de desestabilizar a la Nación. Es hora de unir esfuerzos para desenmascarar a los traidores. En el propio partido se han gestado los asesinos. El pueblo exige la verdad.
Y en las noticias, en los periódicos, en las revistas, la escena brutal y el rostro satisfecho del asesino. Se declara único culpable. Nadie le cree. Hay coludidos. Los hermanos del asesino dicen no saber nada. Se encuentran recluidos sujetos a interrogatorios.
Levantarán un monumento al presidente asesinado. Mártir. Héroe. El criminal será condenado a la pena máxima. Los defensores de los derechos humanos intervienen. El asesino posa para las cámaras y sonríe descaradamente ante tantas biografías de él. Pronto caerán sus cómplices. Trescientos detenidos ya... ¿Quién hará justicia? Los intereses bastardos de algunos líderes y empresarios están atrás de este crimen. Que se haga la investigación exhaustiva. Se arremolinan las noticias por todas partes. Cortes de televisión; últimas horas de radio; extras en periódicos y revistas. Explosión de publicidad.
Y el asesino está ahí...

El Papelillo de las Ilusiones

Miguel salía de casa muy contento. Iba confiado en la suerte y en la benevolencia de los cielos. La noche anterior había tenido un sueño presagioso: La fortuna le entregaba el premio mayor de la lotería. ¡Cuánta emoción se le había desparramado por el cuerpo! ¡Todo había parecido tan real! ¡Tan vivo! ¡Tan palpable! Hubiera deseado nunca despertar.
Al fin, después de sufrimientos, sacrificios, frustraciones y amarguras, podría cumplir sus anhelos…y Miguel se solazaba en el torbellino de sus sueños. ¡Cuánto contento!
El dinero brotaba a borbollones de sus manos, como para formar un océano inconmensurable que lograra llegar más allá de barreras temporales y materiales. Y el oro, y la plata, y las pedrerías exóticas, y los billetes de mil formas y valores lo configuraban, lo inundaban, lo confundían, lo vestían… Sentía ser la dicha consumada.
Los proyectos que forjara en su ya muy traqueteada juventud, esas tontas ilusiones de anuncios televisados, parecían haberse vuelto absoluta e imponente verdad. Tanta era su soñolienta riqueza que deseaba repartir un algo de alegría a los lacerados, a los ancianos, a los niños, a los jóvenes, para que no padecieran lo que él tanto había penado. Acaso para calmar en algo su frustración de siempre. Mandaría hacer albergues para huérfanos, asilos para ancianos, casas para desposeídos. Haría grandes donativos para las instituciones de caridad. Ahora era rico. ¡Sueño hermoso! No olvidaría los sufrimientos de la miseria y de estar al día.
Despertó cegado por las primeras luces del alba. Un algo nuevo parecía que le había impregnado hasta los más hondos y escondidos parajes de su ser. Se presentía radiante, como si una distinta e insospechada luminosidad a la que aún no se acostumbraba, hubiera convertido las sombras que siempre lo habían atormentado, en soles espléndidos.
La cotidiana y despiadada pobreza no le había permitido realizar la mayoría de sus deseos: Progreso para su familia, ascenso de sus hijos a la fama; no para sembrar discordias, sino todo lo contrario, decía, para esparcir las ideas que su progenitor les había inculcado: Sean bondadosos, compasivos, amables, gentiles, caritativos, humildes, sencillos; alejados de la estúpida egolatría, de la torpe presunción, de la cretina fatuidad, de la imbécil manía de sentirse superior, aunque en el fondo se reconozca que se es peor de lo que se predica… ¡Ah! ¡Cuánta felicidad a la hora del desayuno! ¡Con qué inmenso afán les comunicó a sus hijos y a su esposa el bello sueño de aquella larga espera de la noche al día!
Los niños no le dieron importancia y la mujer, aunque parecía que lo tomaba en cuenta, hacía otro tanto. (Otra vez lo mismo. Siempre delira con su famosa lotería. ¡Qué bueno que así sucediera! Con la falta que nos hace, pero…¡Bah!).
El día anterior Miguel había comprado un billete para el sorteo de los millones. Se mostraba confiadísimo en la suerte. Iba a ganar el premio mayor. El sueño así lo había previsto y sus cálculos así lo habían concluido. Era el número obligado a salir.
Su esposa ignoraba que había gastado la mitad del sueldo quincenal en aquella aventura. Y él, para nada se atrevía a comunicárselo porque sabía que ocurriría una estruendosa escena intrascendente, la común tragedia griega hogareña, sin otros resultados que una afonía temporal y las malditas amígdalas… Además de unas cuantas lágrimas de su telenovelera mujer. No obstante, a Miguel no le importaba; sabía que iba a obtener muchísimo más de lo que había invertido.
Y rodeado por su euforia se dirigió hasta la tienda de billetes de lotería. Abrían apenas. Un empleado colocaba la lista de premios en el momento cuando llegaba el soñador. El jugador se acercó sonriendo. Su rostro feliz fue tornándose lentamente sereno hasta terminar en una mueca desgarrante de indefinida e impenetrable tristeza. Buscaba y rebuscaba ansioso el número aguardado. Algo había salido mal. Tal vez se habían equivocado los impresores de la lista. Por más que exploraba, reexploraba y volvía a explorar con penetrante mirada, la cantidad marcada en el papel de lotería no daba señal de aparecer en la relación del sorteo y de los afortunados…
(Ni modo…) pensó (Tal vez no era esta ocasión…) Y decepcionado rompió el papelillo de la suerte... y el de las ilusiones... en mil pedazos… (se hace tarde para el trabajo. Me van a reportar…) Continuó meditando al mismo tiempo que miraba su avejentado reloj de pulso. Y se fue a sus labores diarias como cualquiera, las únicas que le dejaban algo… poco, pero seguro, recordó las palabras de su mujer. Parece que mi vieja siempre me echa la maldición. refunfuñó.
**************
Sonaban las dos de la tarde. Miguel regresaba de su empleo:
Ya vine…
Sí… ya te oí… En un momento te sirvo la comida…
Mientras me lavaré… y se encaminó hacia el cuarto de baño.
¿Sacaste algo en la lotería…? Interrogó con frialdad la mujer desde la cocina.
¡Fíjate que mala pata! ¡Nada otra vez!
Te digo que ya no juegues. Es una estafadera, pero tú sigues necio en ello. No escarmientas. A pesar de tus fracasos…¡Ah! Se me olvidaba, en la mañana saliste tan de carrera que no me diste el gasto de la quincena.
¡Oh! Ssssi… sí… Después te lo doy.
Para mañana ya no tengo dinero. Tenemos que pagar la renta, van dos veces en la semana que el cobrador pasa por ella y yo siempre le salgo con la misma disculpa.
Nnnno, no nos va a alcanzar para pagarla. Será hasta la otra quincena…
¡Qué! ¡Pero si ya son dos meses que debemos!
Es que con el billete de la lotería…
¡Ah! ¡Cuándo no! ¡Siempre lo mismo! Es peor que…
No te preocupes. Al salir del trabajo compré un huerfanito… Vas a ver como ahora sí me la saco. Primero Dios… y salimos de esta si-tuación… Ahora espero obtener un premiecito…
La mujer frunció el seño y con un suspiro estrafalario dejó escapar su ira. Miguel siguió hablando entusiasmado mientras se sentaba a la mesa…
Ahora sí estoy seguro que le pego al premio mayor. Ya lo verás… ya lo verás...

La fuente de la felicidad.

Ya vistes a Juan, Aurelia. Tan guapote que era y hora míralo nomás. Da pena. ’Ta tan viejo como nosotras, y pué que se vea más. Ha de andar ya como en los setenta. Cuando lo conocí, él tenía como veinticinco. Yo estaba en mis veinte y como Juan ganaba buena lana, pus varias veces me disparó las tortas. No te rías. Las tortas de comer; y los tacos también, para que no te andes. De lo otro sólo una vez, pero nomás me disfrutó y ya no volvió conmigo; ahí es donde entrastes tú, Gloria. No te culpo, mana; él nomás andaba de coscolino. ¿A poco no te hizo una vez lo mismo? Y todas las viejas pendejas caíamos, quién sabe por qué. Tenía labia el cabrón. Te hacía la conversación y así se la llevaba durante varios días: habla y habla y habla, todo cuatrapeado, pero a’i l’ibas entendiendo sus intenciones; hasta que terminaba su trabajo de plomo y los patrones le pagaban la lanísima. Dicen que era re’ carero. Para entonces tú ya estabas bastante cachondona con sus pláticas que dizque del placer y la copa y entre angas y mangas, algún domingo, luego de llevarte a una fiesta o a bailar, ya estabas dándolas. Y es que como te hacía buen trabajo de plomería, pos ya qué. A varias se las tronó y después, por taradas, ahí andaban viéndome pa’ ver si les decía cómo quitarse la panzota. Como la chamba del Juan no era fija, pus se largaba así nomás. ¿Quién sabe pa’dónde? Durante mucho tiempo ni se volvía a aparecer por el rumbo.
Así era ése. Yo recuerdo que un día mis patrones necesitaban arreglar las tuberías de la casa en donde yo trabajaba de recamarera, pus ya estaban todas jodidas, y unos amigos de las Lomas les recomendaron un plomero buenísimo, decían. Yo tenía en ese tiempo como dieciocho años, así que cuando sonó la puerta de entrada y fui abrir, me encontré con la sorpresa de verlo. No era tan alto, pero como yo soy así de chaparra, a mí se me afiguró grandote grandote y me cisqué, cuando me saludó con catego:
Buenos días, señorita. ¿Se encuentra el señor Torres? Me citó para hacer un trabajo de plomería. ¿Es tan gentil de decirle que ya llegué?
Toda ciscada le dije que en un momentito. Se veía tan guapo con su oberol a raiz y con su maletín de fierro que cargaba al hombro y le dejaba ver unos brazotes que hasta el corazón sentí que se me salía.
 Muy amable. dijo con voz melosa y ojos tan iluminados de pispiretos que me acabó de remachar el flechazo que yo trataba de que no se diera cuenta, pero... Era re’colmilludo... Luego pasó todo como tú lo dices. Como lo vieron trabajar con esmero en la instalación de las nuevas tuberías, le dijeron que pusiera también irrigadores en el jardín, le pusiera bombas a las dos fuentes que había y colocara una tarja en el patio pa’ la limpieza. Siempre se le veía re’alegre en sus chambas. Como que tenía un don de caer bien; los señores no se apretaban para charlar con él. Un día el patrón le dijo que era muy caro lo que cobraba y el plomo le comentó que por eso él le echaba ganas al trabajo pa’ que todo saliera perfecto y no hubiera ningún reclamo; no le gustaba quedar mal, pues todo lo que cobraba era para gastárselo, no para tener que devolverlo. El patrón sonrió y dijo que lo felicitaba porque eso era saber vivir. Cuando terminó, le pagaron un buen billete y yo acabé con él, en un hotel de la Guerrero. Lo bueno es que pude abortar y nadie se dio cuenta de mi mala pata. Le dije que se casara conmigo, pero él me supo convencer que eso de los papeles mata el amor. Lo ha de haber oído en alguna telenovela pa´ zafarse. Yo ya había leído algo de eso en Historias del corazón; esa revista de monos que salía entonces. Así que... Fue cuando tú me bronqueastes porque decías que era tu novio. No sé a ti, pero él me desconchavó y no le guardo rencor; ya qué vamos a estar reclamando, si estamos re’viejas; mas bien como que me da lástima, porque ya ves cómo se le fue la juventud; ya no es ni sombra de lo que era. Siempre pensando en el dinero. Nos la doraba al decir que no podía casarse, sino hasta que tuviera un buen capital. Si querías seguir, órale. Si no, a’i te ves. No quiero compromisos. Y se iba siempre como obsesionado en la lana que en la semana tendría. Hacía de planes que... Tú te quedabas de a seis en si debías aceptar sus condiciones o mandarlo a la fregada, y cuando ya estabas decidida, no lo volvías a ver. Se daba a desear el güey. No sé de dónde sacaba esa idea de hacerse rico, si todo se lo despilfarraba, según supe después, en el chupe y en un montonón de viejas. Según tú, en esos días, yo te lo había quitado; pero andaba también con la del puesto de periódicos, con la frutera, con la de los caldos y hasta con la de las garnachas. Eso sí, siempre todo lo pagaba él. Decía que para eso le taloneaba toda la semana. No era ningún padrote. Su orgullo, pues qué. Por cada pago que recibía, así me lo dijo una noche, encontraba algo así como la fuente de la felicidad; y se sentía como dueño del mundo y calientísimo para... tú sabes... Lo malo era que se emborrachaba mucho y luego que te cogía, se quedaba dormido. Yo en desquite, no se iba a burlar de mí, en los dos o tres meses que anduve con él, cuando ya lo veía jetón, lo bolseaba y le sacaba casi toda la lana que se había ganado en la semana. Cuando despertaba ni se acordaba. Creía que todo se lo había gastado en la borrachera y entonces yo me ponía dadivosa y le disparaba con su propia correa el caldo de gallina o el menudo y su cheve bien fría. Le hacía creer, como él a mí, que era dichosa. Y lo que sí, pa’ qué no decirlo, cuando le pagaban otra vez, me devolvía muy cumplidito la lana gastada. Decía que no le gustaba que las viejas pagaran. Así, haciéndome la loca, yo recuperaba lo que era de él, como mío.
 Qué bueno que no fuistes pendeja como la Chencha, ya ves, iba a poner su fonda y lo contrató para que le conectara las estufas y lo que le conectó fue una hija. Como era medio dora la píldora y con esas labias que tenía, pus casi la dejó en la calle; le cobró muy rete harto, y eso que andaba con ella, y la pobre tuvo que traspasar su negocito porque ya no pudo seguir. Decía que negocios eran negocios y ni maiz trabajar gratis, fuera para quien fuera.
Sí, lo traspasó, pero no por la lana, sino por lo de la niña. Ya ves que mejor se fue a su pueblo. El cabrón de Juan no quiso casarse con ella, porque le dijo que ya era casado y que amaba a su esposa más que a todas y que no iba a destruir su hogar por una piruja rogona. Dicen que se pelearon re’duro y que ella lo maldijo pa’ que nunca le rindiera toda la lana que ganaba y que parecía que el dinero era verdaderamente su esposa. Después se supo que no era cierto eso de que era casado. Lo que si era cierto era que el dinero era la fuente de su felicidad como te dije y como plomero bien que la sabía instalar. A ningún caño le tenía miedo. Arreaba parejo. Fue cuando se desapareció para siempre, años y años, hasta que vimos hoy cómo anda, pero ya es tarde, como dice la Dúrcal. Además, qué culpa tenemos nosotras de que al final de cuentas, él no haiga hecho la fortuna que esperaba.
Tú y yo siquiera tenemos hijos y nietos, pero él... quién sabe cómo le habrá ido pa’ tener que seguir aún en la camellada. Está re’flaco y re’ canoso. Ni la sombra es de lo que era. Se ve que ahora le pesa harto su maletín de fierro. ¿Crees que aún crea en su fuente? Como a todos, se le ha ido el tiempo. Toda una vida completa y ni cuenta nos damos. Pero no te culpes tú... mana.
Ni tú... (sólo lávate las manos en su instalación, pinche puerca.)

Eterna construcción inacabable.

Todas las mañanas, cuando despertaba, ya se percibía lo ronco de su voz. El niño había crecido y estaba a punto de cumplir trece años. La escuela esperaba, las puertas se le abrían; se cerraban; se volvían a abrir, pero él, nunca llegó.
Era el mayor de sus hermanos y a esa edad, ya le habían nacido seis, más el que se encontraba a punto de aparecer. Por eso, ir a la escuela se convertía en un lujo que su familia no le podía proporcionar. Había que trabajar, pues el sueldo del padre era insuficiente ya; y como él era el hermano mayor...Acaso la escuela podía esperar. Algún día... en un golpe de suerte.
El padre trabajaba como albañil y pacientemente salía todas las mañanas a cumplir con las obligaciones de su oficio. Chinto también marchaba con él, siempre resignado, como si una fuerza extraña le hubiera impedido rebelarse en contra de un destino que había surgido así, de pronto; como sucedió con su padre, con su abuelo, con su bisabuelo, con su tatarabuelo y así, acaso más allá de su chozno, cual un itinerario marcado para su familia quién sabe por quién; quién sabe desde cuándo.
La madre los despedía con un Dios los proteja que atisbaba un amor inmenso a su señor, su dueño, su compañero de pulquito al atardecer, pues cuando él regresaba cansado, sólo el brebaje de olores antiguos los fortalecía en una especie de desesperanza irremediable que algo tenía de amorosa.
Mientras, Doña Paz, se quedaba cuidando de los chamacos que crecían y daban lata; ella procuraba entretenerlos con piedritas o pedazos de madera que le funcionaban como juguetes, mientras reiniciaba el hilado perenne de sus quehaceres: lavar, planchar, barrer, preparar algunos quintoniles, unos nopalitos, frijolitos de la olla y tortillear.
Ella había ido al molino con su maíz preparado y, vuelto masa, regresaba a su jacal para disponer las gorditas que intentarían entretener la alimentación de sus ya siete hijos y el que se en-contraba esperando. Por eso nunca alcanzaba el sueldo del señor.

Sin embargo, Chinto ya había crecido lo suficiente y podía ayudar a su papá en el trabajo. Un dinerito más de algo servía.
-Ya va pa’ los catorce- decía orgulloso el padre.
Cuando llegaba la nueva rutinaria mañana de lo de siempre, el niño despertaba y su mente como que se había preparado para la alegría de trabajar con su padre; acompañarlo como su chalán y se sentía entre contento y hasta orgulloso con un a ver qué pasa.
Al lado de su padre llegaba a la construcción enorme donde éste trabajaba. Se abría el portón improvisado de madera y todos los albañi-les que allí aguardaban con sus chalanes, comenzaban el ajetreo. Ya era trabajador. Estaba en una gran obra; no era cualquier choza.
Ni cuenta se iba dando que el tiempo pasaba inacabable, como en eterna y monótona construcción, y que ya eran ocho, nueve hermanos; tantas primaveras que iban dejado los chillidos de los críos conforme iban naciendo. Lo único que sabía, y muy bien, es que había que trabajar para que no faltara tanto a sus hermanos y a su madre. Siempre en esa espera, lo sabía; era lo único que sabía; él era el mayor.
Se veía sencillo subir escaleras, pero le pesaban los ladrillos y el regaño de hoy:
-No tires la mezcla, no seas pendejo; no dobles la espalda porque te vas a torcer. Aguanta esta carga, cabrón. Callos por la pala y al final del día, soportar el cuerpo adolorido; su cuerpo destinado para ser simple músculo de carga.
Sin embargo había que continuar la chamba. Al fin de la semana, llegaba la raya y algo al-canzaría para que pudiera comprarse unos nuevos zapatos o un pantalón. No obstante, él sabía también que ni para eso sobraba.
Y ya eran diez hermanos, otras primaveras más acumuladas de encueradas florecillas. La de él, pasaba como si nada. Ni atención había prestado en que las muchachas domésticas de la colonia le habían guiñado un ojo, porque él no pensaba en eso, sino en la responsabilidad de ayudar a su padre, a su madre, a sus hermanos. Para eso chambeaba; por eso ni había ido a la escuela; por eso era así; lo sabía bien, recalcitrante bien, en ese trajín, él era y seguiría siendo el hermano mayor; el hermanito querido por sus ya once hermanos que lo respetaban porque él era el mayor.
Al anochecer, obvio como siempre, sin novedad en la frente, cansado regresaba. Ni una sola queja. Con una taciturna tranquilidad bebía el atole que su madre había preparado para la merienda y contemplaba al nuevo hermanito que ayer había nacido.
Chinto miraba a su madre tendida en el petate dándole chiche al recién hermano. Acaso en sus adentros algo de rebeldía se asomaba por su mirada turbia y con aires de enojada:
-Parece tan fácil traer hijos al mundo. ¡Cuándo han de entender que mientras más lo hacen, es más difícil sostenerlos!
Su padre, al verlo así, le preguntó en aquella ocasión:
-¿Ora tú, por qué lloras?
-No lloro pa’, es la alegría de que mi mamá está bien y el mocoso también. Uno más, ya somos trece y yo soy el mayor, ¿o no? Ya voy a cumplir veinte años.
-Sí, m’ijo, esa es la ley. Pa’ todos ha de alcanzar, además, desde que Juanito y Toño ayudan a’i la vamos pasando mejor; además Raulitoya va a comenzar a trabajar también. La escuela pa’ qué, si todo lo vamos aprendiendo en la construcción.

Vidas clausuradas.

-Al Chucho le fue mejor que a mí. Siquiera ése se ya se petateó. Pero yo sigo con la santa cruz. La peda nomás me distrae, pero después, ya ni la chinga, qué pinche dolorazo de tatema.
Pero ni modo, güey, la vida es así. El Chucho era mucho más chavo que yo. Yo ya ando en el tostón y no me pelo. En cambio él... Si lo re-cuerdo cuando nació... Creo que tenía treinta y tres años cuando se fue, como el otro Chuchito.
Nunca se supo jamás quien fue su padre. Algunos se lo achacaban al Tiñas que siempre andaba con la Matea. Como ésta le daba duro a la vida alegre, pus un día ahí está la panzota. Y hasta eso que a pesar de ser mala mujer, parecía que iba a ser buena madre. Lo quería mucho. Lástima que unas fiebres se la llevaron y el mocoso se quedó chillando en el cuarto de cartón donde lo había parido. Algunas viejas compadecidas, al ver que se lo iban a llevar las autoridades, cuando descubrieran el hecho, pus haciéndose las fuertes se lo llevaron a otros jacales. Así se fue criando entre perros y señoras que con frituras lo quisieron mantener.
Doña Pelancha, la compadecida, fue la que más lo vio, pero como ya estaba re abuelita, se petateó cuando apenas el mocoso tenía un año, y de ahí pal real, el Chucho anduvo rodando como perrito de aquí pa’ allá y de allá pa’ acá.
Yo bien que lo recuerdo, pus aunque yo ya tenía como veinte, el niño era simpático; nos caía bien a todos los de la barriada. Algunos lo veíamos como nuestra mascota. Así pasó como animalito su primer año y luego los dos y tres entre lástimas de ¡pobrecito!; llegó a los cuatro, pero como después me enfermé de tifo, y gracias a diosito, me salvé, lo dejé de ver mucho tiempo. Yo me fui a vivir con unas tías a Querétaro y no sé después.
Luego me enteré, cuando ya harto de estar lejos de México regresé al barrio, que el Chucho, ya para entonces, como de siete años, pudo por favor ir a la escuela; así aprendió a leer, medio a escribir. Mas como sin comer no hay quien mejor aprenda y los arrimados cansan, un día la familia que le había dado cobijo en la vecindad quiso aprovecharse de él:
–¡A trabajar si aquí quieres vivir!- le dijo don Sebas, que era re’ marro y que cada rato regañaba y hasta le pegaba a doña Joaquinita por tener a ese hijo de nadie en casa, viviendo a sus costillas. Así que, ni modo, pos a trabajar de mandadero con los de la tienda grande y así, aunque pequeñito, bien que servía a su patrón, el Gachupas.
Qué juegos ni que juegos tuvo, sólo rayuela en alguna ocasión. Pero no lo hubiera hecho, porque el pinche gachupín lo amenazó a lo cabrón:
-¡Trabajas o te largas, pero luego! Ándale, no te hagas el pendejo y haz lo que tienes que hacer.
Y ante los gruñidos del patrón y sin tener más donde ir, pues allí, atrás del tendajón estaba el costal donde se quedaba a dormir, no tenía más remedio que obedecer. Bien que lo explotaba el mercachifle gachupas.
Dicen que desde que cumplió cinco años lo comenzó a explotar y cayó en sus garras como borreguito. Así entró a los seis. Cumplió los siete.
No sé después.
- Pus yo lo recuerdo compadrito, una vez que una ruca adinerada al pagar la cuenta, allí con Don Trini, el carnicero, tiró dos billetes de a mil. El mocoso a esa edad ya se había puesto listo para las ocasiones y se portó inteligente, a pesar de que tenía ya ocho años. No sé que pensó. A lo mejor creyó que con esa lana había llegado el final de su pobreza. Hay que ver lo que a veces imaginamos los que nunca hemos visto tanto dinero junto. Así que, yo soy testigo de cómo dejó que aquella doña se alejara y a recogerlos él llegó feliz. Pero al igual que yo había visto el negocito, los ratas polizontes también se dieron cuenta y haciéndose los muy justos lo agarraron de las mechas y lo tambalearon al pobrecito con unos gritotes disimulados como para que nadie los oyera:
–¡Es un ladrón!- Gritó el Tetas, .
–¡De dónde los sacastes! ¡Yo te vi! – continuó el Ñango, su pareja, -Si no quieres el bote, felpa la lana. –Chuchito obedeció y ellos como muy compadecidos, le dieron tres pesos y se alejaron dejándolo ir. Así llegó a los nueve, los diez, los once. No sé después.
-Dijeron que doce años eran pocos y que trabajo no le podían dar, a menos que sólo se conformara con la comida que sobrara. Así comenzó a trabajar de garrotero en la fonda de Las Poblanas y como eran una viejas quedadas se aprovecharon a lo bonito de él. Dicen que ellas se lo disfrutaron cuando tenía trece y la supieron hacer las muy cabronas. Un día cuenta la Lupe, que era la mayora, lo emborracharon y su sexo, todavía re’tierno, pero buenote, según dice esa vieja, conoció en la borrachera
Y dicen que las pinches viejas rucas se lo cogían re’ te harto y como el mocoso estaba en sus meras ganas y bien dotado, con tanta cachondería como que le llegó a asquiar, o por lo menos es que no sentía nada y ya no más lo hacía por la cabrona hambre. Nomás se movía para cumplir, pero sus ojos se hallaban como perdidos en qué sabe qué, cuenta la Lupe que también se lo disfrutó por un sabroso bisté. Después halló que el tíner consuela y que sólo allí encontraba un algo así como me vale madres todo. Luego se fue al cemento y como ya estaba macicito, se hizo cargador. Así ya no tenía que estar soportando a las viejas putas esas. Era espigadito, pero con tanto bulto la espalda se le fue doblando y luego sin tragar bien, sólo chinguirito y con tanto darse las tres y tronársela, pus ya ves. Pero siempre así decía que se sentían independiente. Parece que lo oigo decir todavía: - Total qué...¡Chingue su madre mi puto destino!
Pasaron sus quince, sus dieciséis; ¡qué chavo tan traqueteado! Así anduvo, no sé después...
Hoy ya es dijuntito y se quedó tirado aquí en la calle; yo, aunque sea esta veladora se la traigo; como dicen, hoy por él, mañana por mí y de seguro, algún día también por ti, güey. Nadie es eterno. Aunque presuman...

Con los mismos trapos.

-Mmmm...hora de levantarse, si no el camión se me va. Apenas si cabe uno.- Murmura Pedro entre bostezos con un cansancio de eternidad –Chigados, qué flojera tengo. A pujidos se levanta, se medio peina, se limpia las chinguiñas, se pone los trapos de siempre y sale entre la neblina de la madrugada. -Pinche frío de este invierno.- Sigue como gruñendo. -Ni modo. A trabajar, qué se le puede hacer.
Apretujado en el autobús, que por lo menos calienta algo, llega a su destino: la fábrica resuena su señal que revolotea en la oquedad de la callejuela. Parece decir: ¡No hay que descansar!
En el radio de pilas del vigilante que lo esculca para ver si no viene armado, se escucha la voz comodona del locutor que comenta las recientes declaraciones del secretario de trabajo: -La patria requiere una gran producción de conformidad con el convenio que se ha establecido con las grandes potencias del mundo.
- Aquel que nos vende presume que ya hizo la gran cosa. Esclavizarnos para servir a los extranjeros. Pinches políticos aprovechones.–Resigue sus comentarios para sí. – Sin embargo, parece recuperar el buen humor al encontrarse con algunos de sus compañeros que hablan de que ahora sí habrá horas extras.
Como inyectado de entusiasmo llega hasta su maquinaria; se le ve contento. Acaso piensa en cuánto va a ganar con un poco más de esfuerzo. Esta semana parece que tendrá mejor jornal. -Si sigue esto, piensa, podré juntar un poco de dinero para casarme con Esthercita. Estoy harto ya de vivir solo. Necesito estar con ella; es la mujer que me comprende y no sé porqué, pero parece que coincidimos en todo. También ella quiere ya formar un hogar conmigo. Sólo espera que me vaya mejor. La sacaré de trabajar y seremos felices.
-Despierta, Pedro. Se hace tarde para el trabajo. Te quedaste dormido otra vez. –Se oye un voz que le hace levantar nuevamente los párpados tan fatigados. ¡Cuánto sueño se ve que tiene.
-Si, Esther, ya voy. Me quedé dormido. Cómo crees que soñaba que apenas nos íbamos a casar. ¡Qué chistoso!
- ¡Ay, viejo! Siempre con tus sueños. Ya tus hijos te ganaron y han de estar llegando a la fábrica. Ya ves que con las horas extras de madrugada que pagan mejor, se completa lo de los gastos de la renta, la luz, el gas y la comida. Levántate. No seas dormilón.
-Sí, no se puede de otra forma. Ya ves que duras nos las vimos cuando nos casamos, pero con las horas extras, ahí la fuimos pasando. Qué bueno que nuestros chavos las aprovechen. Dame mi ropa.
Pedro se levanta, sesenta años le pesa el cuerpo, pero aún insiste en su fábrica. Como año tras año, el mismo oberol. A veces pregunta si un sueño se podría comprar como en las ofertas. Si se pudiera, no hay que descansar.
- ¿Nuevamente, Pedro?. Despierta.
- Sí, ya voy. Déjame otro minutito...
Con los mismos trapos sale del trabajo. 18 horas diarias. ¡Cuánto ganará! La ley dice ocho. Él se echa diez más. El mínimo es tan poco. ¡Qué oportuno extra! Pasaron diez siglos, donde se quedó. La vida se ha ido y el va hacia el montón con los mismos trapos. En el triste asilo crecieron sus hijos; y obreritos le han heredado: pero qué sucede hombres maquinarias, la vida no alcanza ¡De qué le ha servido! Los demás se quedan, él ya descansó. Me siento como muerto. ¡Qué ilu-sión de chamba! No se salvan.
Con los mismos trapos salen de mañana apenas las cinco y ya a trabajar; la fábrica suena
muy de madrugada la misma señal que vuela. ¡No hay que descansar!
La patria requiere grande producción. Aquél que los vende ya ha presumido a los crédulos y allí van contentos. ¡Cuanto ganarán con las horas extras! Tendrán buen jornal con las horas extras como las horas extras de su papá. Con las horas extras más hijos habrá para alquilar. Con las horas extras. ¿Pero qué sucede? También le preguntan si se puede un sueño comprar; siempre se queda en medio de ofertas. Las puertas se cierran. ¡No hay que descansar! Con los mismos trapos salen sus hijos del trabajo. 18 horas diarias ¡Cuanto ganarán! La ley dice ocho. Ellos hacen más. El mínimo es poco ¡Qué oportunidad! Pasarán diez siglos con la misma canturreta: la vida es proceso y ellos a la balumba de los pobres diablos que les hacen creer en los engaños del progreso, la democracia y la solidaridad. Con los mismos trapos, los nietos, los bisnietos... que larga cadena hasta que los premie una revolución.
-Ahora sí, despierta, Pedro. Se te está haciendo tarde. Levántate. ¿Qué te pasa? ¿Estás muy cansado?

Estado de sitio

Siempre, en la vivienda que se encontraba al fondo de la vecindad había música, pero no era la transmitida por el escándalo radiado ni por un tocadiscos o grabadora a todo volumen. No, allí no se escuchaban lo éxitos de moda ni era música para los pies ni para los genitales la que revoloteaba a todas horas del día y aún de las altas horas de la noche. Las canciones sado masoquistas no repetían sus sonsonetes neuróticos allí ni sus textos en inglés repetían las mismas cretinas alienaciones traidoras que los cantados en español. No se oía música para perpetuar el estado de las bajas pasiones que con-vienen a la industria del alcohol, del cigarro y de la droga. No, allí sólo se escuchaban diversos instrumentos musicales en vivo matizando melodías que a algunos les parecían aburridas, bastante viejas y en desuso. Los gestos de burla entre la muchachada roquera marcada con tatuajes para indicar su pertenencia a alguna pandilla, como ganado, no se dejaban esperar ni las palabrotas engreídas de juventud que vocife-raban pestes contra el ruco; también los adoradores de las tropicalerías trompeteras soltaban sus descargas insultantes al pinche viejo aburrido del fondo que diario ensayaba sus anticuadas melodías sin inmutarse, sin prestar atención a las feroces críticas de la barriada por interferir con sus antiguallas musicales.
Aislado, como en estado de sitio, el músico callejero al tocar el violín hacía desprender de éste, tersas voces que parecían resurgir de sus escondidos rincones en donde habían sido arrumbadas o encarceladas. Él tocaba su instrumento con una inspiración casi celestial, como tratando de rescatar lo que si bien no se había perdido, se encontraba latente en nadie sabe qué lugar, si en un sótano o en un desván; en las plazas o en la azoteas; en las casonas antiguas o en las callejuelas centenarias de la ciudad.
El músico siempre ensayaba antes de la hora de ir a dormir y sus noches eran lánguidas al ritmo de su violín o a veces apasionadas, cuando se escuchaba el clavecín vertiginoso en sus fugas emocionales. El músico, en otras ocasiones, parecía ensoñar a través de un saxofón las soledades de las calles abandonadas por la máquina y semejaba que en una breve pausa, la luna se hacía sol. En otras, un melancólico acordeón rememoraba valses, mazurcas y tangos que habían adquirido el elíxir de lo eterno.
El vecindario solía comentar que aquel viejo músico era un loco, un haragán o un pobre hombre sin beneficio a pesar de que se notaba el buen oficio de sus tocadas. Y aunque las músicas comerciales arrasaban con su moda el silencio de su vivienda, ésta parecía transformarse de pronto en sinfonías que brotaban de los ensayos del maestro, como hipócritamente le decía algunos de sus vecinos.
Cuando llegaba la mañana, vestido con un eterno traje negro de impecable camisa blanca, corbata de moño y chaleco gris, se le veía salir llevando algún instrumento musical. Ya sea un violín, una guitarra, una flauta, un clarinete, un sax, una trompeta, un teclado o un acordeón, siempre portaba uno diferente y nunca lo repetía en semanas, como si en sus andanzas callejeras, en sus ensueños ambulantes de mostrar distintas emociones musicales, no le gustara que su escaso público escuchara la misma voz instrumental. Por eso el asombro del viejerío chismoso se desgañitaba al calcular el número de instrumentos musicales que el maestro músico podría tocar. Algunos hasta comenzaban a admirarlo y le solicitaban que enseñara música a algunos de sus hijos. Él sonreía y decía que no tenía tiempo; que fueran a alguna academia o al conservatorio. Esto le daba una fama de viejo despectivo, carrascaloso y presumido.
Sin sospecharlo siquiera, un día desapareció. Nadie supo por qué. Algunos dijeron que lo habían atropellado y había terminado en la fosa común como un Mozart de tercer mundo. Aquella música que se desprendía del fondo de la vecindad dejó de escucharse y todos sus habitantes se sintieron gradualmente como abandonados; por más que seguían con sus radios a todo volumen o sus grabadoras descomunales en su escándalo, algo faltaba ahora en el ambiente de la vecindad. Era una extraña necesidad de seguir escuchando lo que antes se rechazaba.
Una noche de otoño, como pasmoso descubrimiento, de todas las viviendas comenzaron a brotar violines, clavecines, saxofones, flautas, guitarras, clarinetes, acordeones y fueron aminorándose los escándalos roqueros, cumbieros y guapachosos. Distintas ondas melódicas se paseaban como perfume por todos los vericuetos del lugar. Hasta las flores de las macetas se miraban radiantes y gatos y perros se adormecían sus eternos pleitos. El vecindario se vio entonces como más tranquilo, como más armonioso con la vida. Parecía que la música los había cambiado de estado y de sitio.

Semillas en el asfalto.

-¡Ya llegó el semillas!- Gritaban los comerciantes ambulantes de aquel tianguis dominguero. Y es que eran todo un espectáculo sus ventas. La clientela semanal acudía como hormiguero a comprarle gustosa, pues sabía que de súbito le entraban unas locuras de rematarlo todo y darlo al costo invertido, sin más ganancias. Decían que se las tronaba y por eso se alocaba de pronto. Como que tenía visiones de ser un dios, un dios regalón y condescendiente. ¡Qué le importaban sus deudores! ¡Los perdonaba! Él, como que se conformaba con un tope de lo vendido.
-Hasta aquí y ya. ¿Pa’qué más?
Su manera de pregonar la mercancía que comerciaba sonaba a extraña para algunos oídos mercachifles. Poseía reminiscencias de otros tiempos, cuando los vendedores cantaban sus productos para ofrecerlos por las calles y las plazas y no se habían reducido a unos simples abu-sivos del precio y majaderos del trato. Era como si hubiera heredado, sin saberlo, los rasgos de los pregoneros antiguos que tenían algo de artistas, músicos, poetas y locos a la vez, según rezaban los peluqueros. No como los piratas de hoy. Ambiciosos sin escrúpulos que exageran los precios y siendo unos perfectos burros, ganan mucho más que un gran profesor.
- Ya llegó el casto arroz. Aquí están sus lentejas reinas, reinas; el garbanzo en flor. Vengan con su semillero favorito. Pasen. Rico el frijol. La avena niña, niña. Maíz de sol. Pasen, pasen.- Su cantadito peculiar era fascinante para sus clientes y para los que pasaban por ahí en sus búsquedas comerciales.
Desde la madrugada se preparaba para cumplir su cometido de venta. Apenas las cuatro eran, cuando diario, en el desvencijado buró, el despertador principiaba su escandalosa alarma.
-¡Despierta ya!- El semillas se decía a sí mismo y provisto de una energía de asombro se levantaba ordenándose, de modo cotidiano tam-bién:- ¡A trabajar! Hay que llegar lo más rápidamente posible por el abasto a la Central. – Y dirigiéndose a la mujer con quien dormía y que hacía el intento de levantarse con pesadez, le murmuraba con entusiasmo: -La venta de hoy promete ser de griterío en el mercado, vieja. Ya ves que ayer fue quincena.- La buena mujer amodorrada, lo oía como sin ganas e intentaba incorporarse con una cara entre escéptica y complaciente.
Las cinco ya y el semillero estaba listo para salir; pronto las seis, un buen trago de cerveza como desayuno y así, por siempre desde la siete, se dirigía a comenzar su nervioso ajetreo para vender.
-Adiós papá, pórtate bien. –tres niños que rodeaban a la adormilada mujer, le deseaban la buenaventura colgados casi de las faldas de la madre. El semillero daba, como insinuado, un beso en los labios a la esposa que ésta apenas parecía corresponder, medio rozar, casi evitando que se notara un fingido placer.
Y allí iba, ojos de alcohol, con la voz en-ronquecida de tanto fumar, cargando sus costales... por las calles... como alegre... como ilumina-do por algo, casi feliz, hasta instalarse en el metro cuadrado que le tocaba a su puesto fugaz.
-Llévelo usted, marchantita. ¡Qué voy hacer! Si no me compra, lo que he invertido se echa a perder. Téngalo sin miedo. ¡Pura calidad!
Entonces le decían las clientas:
-¡Muy caro está!- Regateaban y entre son-risas, cedía.
–Está bien madrecita, lléveselo y apuraba la botella de su caguama que le servía de almuer-zo.
Entonces se decía con gran firmeza, como retándose para un buen combate:
-¡Fuerza! ¡Fuerza! Hay que alzar tanto costal y a descargar y vuelta a cargar. Ni pesan. Todo para usted cariño. Pase, mi amor. Tenga, mi amor. Compre, mi amor. ¡Barato! ¡Barato! Compre mi amor.
Así las horas transcurrían con su inflexible necedad de no quedarse nunca y el semillero principiaba a recoger lo que le sobraba de mercancía.
Como si estuvieran al pendiente de la escena, el rumor recorría los puestos y los mercaderes que le rodeaban parecían decir a clientes invisibles:
-El semillero se va. ¡Qué bien vendió! Todo al remate. Nada quedó.- y se reían ante la imitación que hacían del estilo canturreado del semillero, que para esas horas parecía tambalearse en su ebriedad de sentirse capaz de darlo todo.
-El semillero se va. Sí... ¿y a ti qué pedos?– respondía con burletas de borracho. -No más canastos. Poca ganancia, pero hay pa’l gasto. Pa’ qué más. No nos vamos a llevar nada, pendejos, cuando la pinche muerte nos agarre.
Y se iba canturreando, tambaleante, con los ojos de alcohol y la voz ronca, ronca de fumador.
Atardecía. Las cinco sonaban en el reloj de la iglesia de la plaza y el semillero caminaba tan briago como siempre diciéndose a sí mismo:
-Otra cerveza. ¡Qué bien refresca! Hay tanto sol. Vieja llegué. Ya son las seis. Hay que acostarnos para mañana levantarnos otra vez temprano.
-¿Vienes borracho otra vez?
-¡Ay, viejita, pero contento? Con esto nos alcanza pa’ vivir.- y le mostraba unos cuantos pesos.
-¿Pero por qué? ¿por qué nada más esto? Si puedes ganar más... ¿Puedes decirme por qué? ¿Por qué?

Fenómeno.

El altavoz, a todo volumen, con un escandaloso, pero alegrón acompañamiento de gran orquesta, anunciaba la presentación del circo Fenomenal. Adultos y niños se entusiasmaban al escucharlo y hacían una cola igualitaria en pos de las promesas anunciadas.
-Pasen a ver la gran exhibición de fenómenos y no se pierdan la estrella de nuestras funciones, el Rey: dos metros treinta de altura, tres ojos en la frente y cuatro piernas; además de seis brazos potentes que parecen diez. Maravilla de maravillas, pues es el único fenómeno que ha sobrevivido ochenta años y sabe bailar. Es un anciano, pero parece joven de veinte. Pasen a verlo. Compren sus entradas ya.
El público al escuchar aquella oferta se asombraba y corría a agrandar la formación en pos de comprar el boleto de entrada.
Cuando el Rey aparecía en medio de un estruendo de trompetas victoriosas, percusiones impresionantes y reflectores radiantes en movi-miento de colores, el público quedaba mudo de pasmo. Apenas podían creer lo que veían.
Entre el morbo y la lástima; el asco y el miedo, lo contemplaban con una triste sensación de encanto. Único entre la gente como un dios, intentaba hacer algunas revelaciones procaces de su vitalidad que de inmediato rompía el embobamiento de los espectadores y los hacían explotar de risa, aunque los niños lloraban aterrados y querían alejarse lo más rápidamente del monstruo, sin importarles sus dotes de bailarín de music hall.
Ante tales manifestaciones de los chicos, de modo general sus ojos parecían inundarse de llanto y para esos instantes comprobados, se ten-ía predispuesta una enorme tina de baño que aparecía automáticamente para recibir sus torrenciales lágrimas hasta derramarse y provocar una corriente que amenazaba inundar el foro ante la risa desalmada de los espectadores.
-¿De qué podría llorar este animal?
- No creo que tenga sentimientos.
- Es una bestia infernal.
- Sólo es un simple truco.
Eran los comentarios frecuentes que solían manifestar los espectadores sanguinarios y neuróticos. Ignoraban que en la mente del rey de los fenómenos aparecían imágenes que lo paseaban desde aquel laboratorio inicial donde había nacido a la vitrina mayor del circo así como de los estudios televisivos a las oficinas de gobierno, donde todos los asombros se hacían un gran ¡Oh!
Aún recordaba con frecuencia, el llanto de su madre cuando lo vio por vez primera y el espanto de su padre que con ira lo rechazaba:
-¡No es mi hijo!. ¡Que no! Eso no, no puede ser verdad. La culpa es tuya; sólo tuya, toda tuya, mujer, por tomar tus porquerías.
Así transcurrió su abandono hasta que, entre tanto violento rechazo, el circo lo compró a sus padres. Ahora se había convertido en el rey de los payasos de un gordo empresario ruin. Y parecía triunfar.
Desde entonces, como en una reiterada escena, siempre cuando lo miraban, resurgía ese constante gran ¡oh! y nadie exteriorizaba comprender al Rey en su único corazón y en sus multitudinarias lágrimas.
En realidad, con tantos ojos, él veía mucho más que cualquiera; rápido era su caminar por el número de sus pies y con sus hercúleas fuerzas podía ser capaz de levantar grandes pesas, muebles, coches; acaso todo un mundo. Era sin igual. Pero lo más impresionante y a la vez gracioso, lo constituían sus piruetas en el escenario de su exhibición.
A veces se le veían los gruesos labios de su boca sonreír alegres, mientras sus ojos des-pedían una euforia extraña. Era como si en ver-dad se sintiera orgulloso de no ser cual los demás; todos similares; tramposos; miserables; mentirosos; engreídos; soberbios e inútiles. Su normalidad era no tener identidad alguna; ser equivalentes a títeres recortados por una misma tijera. Normales, es decir, montones indistintos de mierda. Basura semejante. Nunca diferentes. En cambio él. No tenía parangón en el universo. Era el único. Y reía y reía con una risa tan estridente como jamás oído humano hubiera escuchado nunca.
Entonces el llanto era opacado por las espantosas carcajadas que los normales le producían. Sí, ser diferente es mejor, que soportar la monotonía de lo mismo: nacer, crecer, nutrirse, reproducirse, fingir... parecía pensar en sus rictus de algazaras.
De todas maneras, aunque la gente se burlara o se horrorizara de él, también, de repente, pensaba, para ellos la función terminaría.

Era bueno el hijo mío.

-¿Y qué le dio por andar con nosotros, Don Cande?
-¡Ah, muchachos! El parecido que ustedes tienen con las ideas de mi hijo. Él siempre me decía: Padre mío, no te preocupes, el tiempo todo lo alcanza. Verás que un día todo cambiará. ¡Era tan bueno! ¡Siempre lleno de esperanzas! No sé de dónde se le ocurría pensar así, pero el caso era que se esforzaba en todo para lograr que saliéramos de la pobreza en que estábamos. Tenía diecisiete apenas y ya todo su camino se lo había diseñado con eso que para mí sólo eran ilusiones: Llegaría una época en la que todo se transformaría. Habría más equidad; la gente pensaría más en el nosotros que en el individualismo del yo ambicioso. Se equilibraría la sociedad. Parece que aún oigo sus palabras entusiasmadas:
-Padre mío. Botaremos la miseria. Iremos a la ciudad. Dejaremos esta tierra tan reseca y llena de salitre y tendrás lo que tú y mi madre necesi-tan. Descanso y salud; tranquilidad. Poco a poco organizaremos una nueva comunidad.
Así, cuando mi vieja murió y yo me encontraba muy derrumbado, me llevó a la ciudad atraído por el trabajo que se requería en la industria.
-Padre mío, trabajando noche y día rinde más lo que se gana. Ya verás, ¡oh padre mío! pronto vas a descansar. Lástima que ahora mi madre ya no haya podido acompañarnos.
Pronto hizo muchos amigos en la fábrica y formaron algo así como un club para discutir planes de mejora grupal. Cuando yo platicaba con ellos, algo confundido por lo que decían y se proponían, siempre me exclamaban: Es muy bueno su hijo. Nos gustan sus ideas de ir cambiando con lo que cambia y trabajar duro para ser fuertes y lograr que nadie explote a nadie, sino todos, al parejo, echarle ganas para dar un salto al verdadero progreso social: cultura para todos, responsabilidad para todos, conciencia de ser sólo parte de todos y juntos colaborar para la felicidad de todos: salud y amor.
Todo iba bien muchachos, hasta que un día tuvo un extraño accidente al ajustar las válvulas del motor que arreglaba y caérsele encima. Algunos de sus amigos dijeron que había sido provocado por los del sindicato en confabulación con el consejo empresarial, debido a su fuerte personalidad y a eso que decían que era una ideología peligrosa, exótica y nefasta que iba en contra de la libertad, de la religión y de la patria, pero no se pudo probar nada.
Discúlpenme si mis ojos se me rasan de llanto; pero es que las lágrimas ayudan a que después se sea más fuerte. Como les contaba, muy cansado en su lecho de hospital, mi hijo murmuraba como para no preocuparme: que había sido un mínimo accidente, que ya se repondría y seguiría en la lucha para lograr que todos entendieran lo estúpido del comportamiento social capitalista y aplicaran el capital al bien de todos.
-Cuando se trabaja tanto y el dinero no te rinde, qué vas a tener cuidado sabiendo que hay que comer, que hay que vestir, que hay que cubrir necesidades que a los patrones les tienen sin cuidado. Pero no te preocupes padre... tú también eres parte de esta batalla...
Por eso ando aquí en la sierra, como ustedes muchachos, para ver si ahora sí puede haber justicia. Yo se lo prometí a mi hijo cuando lo vi en su caja al descubierto. Lo sentía tan vivo, aunque para todos sus compañeros ahora sólo era un bello cadáver. Era tan guapo mi hijo. Alto, bien formado, inteligente, sensible, piadoso. Por eso cuando le di el beso de despedida le estampé una promesa: que a pesar de mi cansancio lucharía por una nueva tierra. Era tan bueno mi hijo. ¡Siempre lleno de esperanzas! Por eso me ven aquí, no obstante mis años y aunque me siento a veces muy enfermo, lo recuerdo cada día mientras voy con ustedes, en la guerrilla. Entonces me siento poderoso y como que vuelvo a ser joven. No nos vamos a dejar. A pesar de la muerte, triunfaremos, porque también ellos estarán muertos.

Viudez.

Vivía tan solo desde que había llegado a allí, con unos cuantos bultos, una preciosa cama y un enorme arcón, que mucha gente del condominio lo compadecía; otros por lo contrario murmuraban venenos: se me hace que es de los otros, de los de costumbres raras; sin embargo, él parecía feliz y ni siquiera saludaba a quienes pasaban a su lado. Su rostro se veía tan luminoso cual los de amor correspondido.
Sin embargo, nunca se había visto que entrara a su departamento acompañado con alguien; ni mujeres ni hombres. Era todo un caso para descifrar, pero por más que curioseaban los chismosos del edificio, no lograban indagar ni un poco. Sólo murmuraciones de quienes lo habían espiado cuando recorría las cortinas de su ventana durante el día, o en la noche los visillos transparentaban escenas que no se alcanzaban a distinguir con claridad, pero que daban rienda suelta a la imaginación de las habladurías. Todos creían haber visto la realidad que acontecía en el interior, sin embargo, nadie podía afirmar un testimonio válido.
Siempre al amanecer, solo, en su lecho, le complacía observar cómo un Fujiyama se erigía bajo su sábana y ésta se levantaba como una pequeña carpa. Parecía erupción de adolescente. Entonces se revolvía bajo aquellas sábanas ya compactas, cual almidonadas en medio de su placentera humedad. Miraba los almohadones que lo rodeaban y exclamaba con una voz temblorosa de tierna pasión: Amada, tus almohadas siguen blancas, tierna luna. ¡Qué infortunio! No hay ninguna como tú.
Luego de acariciarse unos momentos y pa-recer abrazar a una de las almohadas, se levantaba y su piyama a tras luz, revelaba una mancha enorme de semen.
Él dentro de sí decía: El que ama no puede pecar. Más allá de la muerte dura el amor. Otro cuerpo no puede sustituir al cuerpo amado cuando un alma lo ha encontrado como su pareja inmarcesible.
Ya hace cinco años de tu deceso y cada vez es más fuerte la pasión que me inspiras. Sin mi dama, triste suerte, no me importa morir.
Luego se abrazaba como a sí mismo y derramaba copiosas lágrimas, mientras decía trémulo: El que ama tendrá que llorar en las flamas de su amor subterráneo y en su infierno habrá de aguardar paraísos en su más allá.
Ya levantado, recorría la fina sábana para descubrir el esqueleto que ahí reposaba con él mientras dormía y sin espanto a su silueta, imaginaba lo que había sido aquella osamenta a su lado y con ojos que parecían mirar en retroceso, imaginaba aún la fresca rosa de su piel; lo hermosa que era. Entonces decía: -Es mejor que estés aquí conmigo que en esa tumba fría de donde te saqué.
Quien me viera en este nido macabro no imaginaría que para mí es un santuario de virtud. Tal vez pensaría que estoy loco y desvarío, pero yo les diría: Diga quién no ha sentido tanta gelidez en la soledad, si no buscó hacer eterno su amor cuando logró encontrarlo. Muchos, jamás lo hallaron y perecieron en el dolor del vacío y la angustia por lo inalcanzable.
El que ama no puede temer; sus espectros sólo son placentera alegría; si un misterio hay que descorrer sería explicar por qué cuando un alma murió en delectación amorosa, debe permanecer alejada del amado.
Por otro lado, amor mío, ya no hay celos ni desconfianza porque estás siempre conmigo y no te separarás jamás de mí. Yo te amo. Te amo como esperaba amar. Tu silencio me confirma en tu abandono de mujer, que tú también...
Nadie sospechó nada, pero cuando vieron que transcurrían meses sin que el hombre aquél apareciera, los vecinos llamaron a la policía y ésta, cuando pudo penetrar al departamento, lo encontró muerto, abrazando con ternura a un esqueleto, al parecer femenino. Los especialistas dijeron que la muerte había sucedido hacía varios meses, aunque el cuerpo del hombre se había conservado en perfecto estado, sin putrefacción, como si estuviera desecándose en esencia.

Ladrones

Discreto y cotidiano pasaba Conrado, como siempre, por aquella playa solitaria de aún tersos polvillos áureos rumbo al malecón de sus pregones. El mar elocuente, a pesar de todo, seguía entonando con las voces monótonas de sus oleajes, ya no tan cristalinos, pero igual de constantes, la imperecedera canción de los siglos… Tranquilidad eufórica de lo infinito… Testigo murmurio del dolor y de la dicha…
La mañana tropical mostraba sus encantos magnificentes, esos que para las urbes humeantes siempre están cual escondidos, temerosos de lucir, de adornar a su poseedor.
Un cielo diáfano, lúcido, transparente, con su insensible cabellera azul y su cuerpo invisible de titán parecía bostezar su despertar en un espléndido lecho de proporciones descomunales.
El ambiente era hermoso, como pocos…Aún los corpazos de las palmeras sostenían sus descocadas pelucas y apenas un ligero vien-tecillo les daba apariencias de enormes abanicos.
Impasible e impecable la naturaleza seguía el decurso de sus indiferencias; segura de su verdadera inmortalidad; no obstante los humanos.
Conrado era un buen hombre. Uno de tantos que se mantenía con la venta de sombreros hechos de palma para los turistas que iban a dis-frutar del descanso merecido o inmerecido. Moreno, como la raza del sol y de la luna, de penetrantes ojos negros como las noches en alta mar y vestido a la usanza costeña: Guayabera bien planchada, ligeramente maculada por el sudor, y huaraches más corrientes que comunes.
Pero también era alegre. En los días de fandango toda la gente humilde se daba cita en la plaza principal para escucharlo cantar los alborozados y bullangueros sones y huapangos de la tierra, acompañado por su ya muy usada guitarra.
Siempre, de lunes a domingo, pasaba por aquella playa, como si siguiera sus propias huellas de todos los días y se cerciorara que no hab-ían escapado. Las necesidades familiares, su esposa y sus dos hijos, le obligaban a emprender la lucha cotidiana en contra de la miseria. La temporada más importante de turismo iniciaba su final y había que aprovechar cualquier oportunidad que apareciera.
Despreocupado, caminaba sin desconfianza en el éxito comercial de aquel día, cuando de repente, sus pies tropezaron con un bulto, casi oculto por la arena. A punto de caer, Conrado miró alterado al causante de su trastorno y con curiosidad lo levantó. Fue quitándole con extrañeza el polvillo amarillento.
Era un pequeño portafolios. Lo observó por unos instantes y decidió abrirlo. Al correr el cierre…quedó sorprendido. Y echó a correr.
Vieja… vieja… ¿’Onde’stás? Conrado llegó empujando la puerta quebradiza de su cho-za. Iba contentísimo. En sus ojos brillaba un des-concertante fulgor. Buscaba a su mujer de un lado a otro…
¿Qué te pasa? ¿Por qué llegas corriendo y pegando esos gritotes? No ves que vas a despertar a Rubencito. Una esbelta mulata le contestó.
Es que mira… y le enseñó el portafolios que llevaba apretujado entre sus brazos. Temblaba…
Y eso qué…
Pue’mira… y lo abrió… Los ojos de la mujer se agrandaron más allá de lo normal al mismo tiempo que exclamaba admirada…
¡Oh! ¡Conrao…!
¡Sí! ¡Son más de die’mil dolare’…! ¡Somo’rico! Ya no volveremoa pasar hambre…
Pero… ¿De’ónde lo toma’te’? ¿Cómo le hici’te?
Me loj encontré tira’os en la playa… Al-guien lo perdió…
¿E… na’má’trae’so?
No… Tiene alguno’otro’ documento’…
¿Y piensaj que no’ quedemo’ con to’?
Sí… e’nue’tra oportunidá pa’ salir de pobre’ ‘ora que la suerte no’favoreció…
La polecía se pué enterá y te acusaría de robo… e’mejor que váyamo’ a la inspeición y lo entréguemo’… A lo mejor no’dan una recompen-sa…
¡No! ¡Eso no! gritó furioso…Sudaba…
Pero…
E’ta e’la ocasión. Nue’tros hijos deben seguir la escuela, tener una profesión… No quiero que sean como no’otros… No quiero que sufran lo’male que padejco’; lo’ignorantej que somo… Tienen que ser algo… y pa’eso se necesita dinero…Lo’libro’ cue’tan caro’…
Si viejo, te comprendo, pero… esa cantidá que te ha encontrao no e’ nue’tra. No la hemo’ganao con trabajo… E’inju’to que así no’hágamo’de dinero… Tal ve’…’orita mi’mo… su dueño e’t’e muy preocupao…
¡Y qué diablo’ no’ importa a no’ otros! ¿Acaso alguien se compadece cuando andamo’ urgido’ de dinero? ¿Alguien me ayudó pa’ com-prar la’ medecina’ el día en que tú tabas’ tan grave de loj frío’? ¡No! ¿Verdá? ¿Pue’entonce’? ¿Pa’ qué vamo’ a devolver lo que tanto precisamo’? ¡Eso nunca!
No Conra’o… trémula, con la mirada humedecida, angustiada…
¡Sí vieja! No ha de pasarno’ na’… ¡Te lo aseguro! No te ponga’a llorá… Me duele verte así. Piensa en nue’tro’ hijo’…
Allá tú… Nomá’ no me culpe’…Yo te lo alvertí…y lloró.
Conrado no sabía cómo proceder. Se encontraba frente al dilema de entregar la riqueza que se había hallado o quedársela… Llegaban hasta su mente torbellinos de ideas que se atropellaban entre sí. Veía a sus hijos convertidos en esforzaos estudiantes. ¡El sueño de su vida! Se imaginaba, sin conocerlos, los marcos en los que lucirían los títulos de sus pequeños y se aferraba con desesperación a la idea de no devolver nada, absolutamente nada…
Toda la noche pasó dando vueltas en la hamaca. Dormitaba, y como delirante, entablaba la tremenda lucha entre ser honrado o salir de la miseria. En la oscuridad del cuartito de palmas su mujer le habló:
¿Qué haj decidi’o viejo?
¡Noj vamo’a quedá con el dinero. No e’jujto que lo’que tienen nunca pierdan, en tanto que loj miserable’, lo’ que en verd’a trabajamo’…!
¡Oh no! ¡No debej! ¡Entrégalo…!
¡No…! ¡No…! ¡No…! continuó exasperado hasta hundirse tembloroso en el abismo de un sudor sin sol. Eterno sudor del hombre oprimi-do…



Buenoj díaj señor comisario… Conrado saludó tímido…
Buenos días…¿Qué se te ofrece? un gordo bigotón y seboso contestó despótico, como con asco, con repulsión…
Vengo a trata’ un asunto muy importante…
Dime… con curiosidad.
Fíjese que ayé, cuando caminaba por la playa, me encontré un portafolio…
¡Ah! Por fin… explotó entusiasmado ¿En dónde lo tienes? ¿Lo traes ahí?
Sí señor… Aquí lo tiene… y lo entregó.
¡Qué bueno! No tarda en venir el dueño… Desde antier que vino a dar la queja… En ese momento entró un hombre corpulento, alto, rubio, y de ojos claros. El comisario se dirigió hasta él y le dijo…
¡Ya lo encontraron mister! Debe ponerse contento… ambos sonrieron Pase a mi despacho. y los dos entraron al privado… Conrado los miró…
Un lapso casi sin medida transcurrió para el honrado vendedor y los individuos no regresaban de su entrevista…
¿Y el señor comisario? Conrado preguntó a un guardia que se encontraba en la puer-ta.
¡Uuuuh! Tiene rato que se fue… Lo invitó el mister a su residencia para desayunar. ¿Qué quieres?
¡Se fue! contrariado.
¡Pues qué esperabas…! respondió el guardián al momento que uno de sus compañeros se acercaba.
Una gratificación por haber devue’to el portafolio que ese señor había perdío…
¡Qué! Al unísono exclamaron los gendarmes y rieron a carcajadas. Conrado dio media vuelta y se dirigió a su hogar. Temblaba de ira. Sus ojos se inundaron. Lágrimas del hombre verdadero surcaron tremulantes sus mejillas. Adiós a la quimera. Esplendores mortecinos. Perenne dolor del opreso.
El mar, inicio de la existencia, a pesar de todo, seguía entonando con las voces monótonas de sus oleajes la imperecedera canción de los siglos… Tranquilidad eufórica de lo infinito… Testigo murmurio del dolor y de la dicha…
La silueta de Conrado se perdía en la lejanía…

Vacas

Nació con las transparencias iniciales de una mañana de marzo. La primavera se mostraba desperezándose de las últimas nieblas de invierno. Un caos de flores germinantes y herbazales que extendían su inmensidad por las llanuras daban al paisaje un tono encantador. Los árboles se erguían omnipotentes y orgullosos de sus nuevos follajes. La tierra y el cielo unían sus ritmos cristalinos, diáfanos y puros para cantar la enigmática melodía del tiempo.
El rancho chispeaba de gritos entusiasma-dos. La vaca pinta acababa de tener una hermosa becerra. Tata Nicolás se frotaba las manos al pensar que la mejor productora de leche que tenía, ahora, y era lo más probable, iba a heredar sus cualidades a un nuevo ser. Esta sí era una verdadera ganancia.
Ninguno recibió la noticia con desagrado. Doña Pancha casi lloró de entusiasmo y Martha, la única de sus hijas que aún no se huía con el novio desconocido, sonrió.
En el grado de pobreza al cual había llegado la familia desde que la pasada y terrible epidemia había ocasionado abundantes perjuicios en el ganado, el suceso se manifestaba como bendición de Dios, casi como un milagro de posible recuperación. Decenas de reses habían muerto y Rancho Bonito, antes tan visitado por los citadinos debido a su cercanía con la gran urbe, parecía triste, bañado de una angustiosa desolación.
Pero esa mañana, como por encanto, algo se extendió en la región, alegría infinita y suprema. La única vaca que había logrado salvarse de la peste, a pesar de tener bastante edad, había tenido una robusta hija, sobre todo… ¡Hija! Así ganado podría ser recuperado poco a poco.
La familia se encontraba feliz. La becerrilla prometía llegar a ser una excelente productora… la salvadora de la fama que el rancho tenía en los mercados de la ciudad.
Ante esto, Martha se dedicó a cuidarla con afán. Ella, al igual que sus familiares, tenía cifradas muchas esperanzas, muchas ilusiones en ese noble animal.
De esta azarosa manera, el rancho pobretón a punto de sucumbir, se transmutó. La prosperidad y la riqueza vadearon otra vez por aquellos espacios y nadie hubiera creído que habían estado al borde de tornarse una población abandonada. Ahora se veía en los corrales cente-nares de vacas y en la pradera, parvadas de gallinas escarbando la tierra. Ni decir que los huertos reventaban de árboles frutales.
La abundancia era contemplable a primera vista y todo gracias a Linda, la prolífica descendiente de la Pinta. ¡Qué animal tan maravilloso! Al año y medio ya tenía su primera cría: ¡Otra hembra! Para mayor felicidad de sus dueños… Producía más leche de la esperada, espumosa y exquisita. ¡Ah! Bastaba observar cómo se deleitaban los que la compraban tan sólo con probarla. Y qué decir de la mantequilla, y del saludable queso, y de la crema. Así hasta daba gusto comer.
La fama de Linda se extendió con rapidez por todos los aledaños. Hubo quien llegó a ofre-cerle a Tata Nicolás el precio de diez para que se la vendiera. Linda era una mina de carne, leche, sangre y hueso… Todos deseaban apropiarse del ganado que ella había parido.
Mas como siempre, sin remedio lo joven se hizo viejo y Linda comenzó su declive. Entró en la decadencia. Sin embargo aún producía. Tanto había logrado hacer en su vida, más que muchos hombres y ciertas mujeres, que su cuerpo comenzaba a cansarse. Nueve hijas le habían nacido. Cuando todas estuvieron en edad de producir, la casta se mostró al momento.
¡Cuánta alegría para la familia! El constante trabajo lo realizaban con duro entusiasmo. Daba gusto ver aquellas escenas: Botes y más botes con leche, crías y más crías cada mes. Una vez era la Rabona, otra la Manchada, o la Enojona, o la Negra, o la Roja… Y la totalidad de esa felicidad era gracias a Linda, la vaca increíble.
Martha se había cansado, aunque en nada se parecía al productivo rumiante y por ello, con la suma frecuencia de a cada rato, mostraba sus rasgos de amargura.
Linda está enferma… Martha informó a Tata Nicolás No quiere salir del establo.
¿Cómo? extrañado vamos a ver-la… ambos se dirigieron hasta el sitio en donde Linda, que tenía una mirada triste, como si presintiera algo… se encontraba echada.
Se me hace que ya no va a servir para nada… opinó Martha.
Ya está vieja… es lo que tiene… afirmó el abuelo mientras la hacía de veterinario.
Voy a decirle a Chon que la venga a matar, sirve que así tendremos carne para el santo de mi mamá…
Me da lástima… Nos ha dado tanto que…
¡Ay abuelo! ¿Por qué? Si es un simple animal…
Linda los miró alejarse. Las gigantescas canicas que formaban sus ojos se abrían y se cerraban. Unas como lágrimas brotaron de ellos.
*********
Buenos días Panchita… ¿Cómo amaneció? desde la rústica reja de la entrada un hombre mal encarado y mugroso preguntó.
Buenos días, Chon… Pasa…Te estábamos esperando…
¿No están su papá y su hija?
Fueron esta madrugada para la ciudad… de compras…tu sabes… como ya se acerca el día de mi santo, a Martha se le ha ocurrido, ahora que podemos… que hagamos una buena fiesta…
Sí… eso me dijo Martha…¿Y su yer-no…?
Anda dándole la pastura a los animales…
¡Ah! Vine porque me dijeron que necesitaban de mí pa’…
Sí… como no… Eso mismo te iba a decir ahorita. No hay mejor matancero en los alrededo-res que tú… y por eso te mandamos llamar…
¡Ay Panchita! ¡Gracias! ¿’Onde ‘stá’ l’animal?
Allá en el corral. Es una vaca vieja… Ya no sirve para nada y como lo que no produce para qué estarlo manteniendo, vamos a matarla, bueno, vas… ¿Traes todos tus fierros?
Sí Panchita… Va a ver que en menos que canta un gallo… y los dos fueron hasta el corral…
Linda los vio acercarse. Miró que hablaban, pero como irracional no entendía lo que los humanos murmuraban.
Doña Pancha se alejó y el matancero quedó observando al rumiante.
Linda vio cómo Chon sacaba unos extraños instrumentos que ella nunca había visto. El se acercó y la palpó. Linda no hacía nada… Estaba muy quieta…
De pronto sintió un dolor terrible, y luego otro… y otro más…La vista se le fue empañando. Sintió tambalearse… cayó. Linda aún pudo abrir los ojos y contemplar borrosamente el lugar en donde había nacido. Percibió confusamente el bramido de sus semejantes… Después ya no supo… Ni siquiera alcanzó a comprender lo que ocurría…


La música sonaba…
La fiesta se extendía en su alegría rítmica hasta las cumbres de los montes cercanos. Decenas de comensales saboreaban las exquisitas viandas que la familia de la festejada les ofrecía.
El rancho Bonito había superado las odiadas etapas de crisis. La prosperidad era la única que invadía el pequeño lugar.
En el corral se veía colgar un zalea que recibía los cadentes rayos de las dos de la tarde…

Carbones

Como luchando para no morir, la mañana provinciana resurgía en aquel antiguo pueblo devorado por la ciudad. Los tibios aires que la engalanaban aún, acariciaban a los esbeltos cipreses que se erguían majestuosos y desafiantes en el rústico jardín central de la ahora colonia. El risueño y apacible riachuelo, que aun no era entubado y que atravesaba el apenas naciente emporio residencial, porque no hacía mucho que había sido simple poblacho de las afueras, ahora en el adentro urbano, murmuraba un tímido cántico de rumores y de lozanías, como opacado por el ruidejo que producían las fábricas cercanas recién inauguradas.
Entre las callezuelas del poblado apareció un borriquillo, seguido de su dueño. Parecía una muy bien conservada postal en movimiento del turismo barato. El hombre llevaba una vara con la que delicadamente acariciaba el trasero del animalito, como para indicarle que caminara más de prisa. Y como todos… parecía obedecer…
Sobre el lomo del borrico se miraban dos voluminosos costales y aunque apenas si podía con ellos, continuaba su trote irracional. A veces el individuo gritaba con imponente y sonora voz: ¡Quién compra el carbón…! mas nadie ya le respondía en las cantidades de antes.
Así, con rítmico paso, resiguiendo por las callejas donde ya se veían elevarse imponentes palacetes, el jumento hacía lo que su amo le indicaba y éste, deseoso de acabar su mercancía, se desalaba al ver que el sol volaba raudo, devorante del tiempo…
En cada una de la puertas que descubría en su trayecto ofrecía sus pobretones productos. A veces llamaba la atención de las mujeres que regaba en esos momentos las plantas marchitas de improvisados jardines colgantes y tal cual se acercaba a sus balcones, se alejaba, sin tener más remedio que continuar…
El rústico comerciante proseguía por su tantas veces andada y desandada ruta, sin cansancio, aunque fastidiado… ¡Qué había de hacer si era tan pobre! Ni modo, aguantarse, aguantarse siempre… además ahora, cada día, con eso del progreso… Tenía que ir pensando en cambiar de ocupación y buscar chamba en las fábricas.
Al pasar por una de tantas casonas, de blanca fachada y común presencia, vio que la puerta principal se hallaba entreabierta…(Tal vez aquí sí me compren.) Pensó. Se acercó a aquella casa que fingía ser rústica, como disfrazada de pobre:
¿Quieren carbón? ¡Aquí está el carbonero! ¡Carbón…! gritó con cierta timidez y del interior oscurecido vino una extraña y aguda voz que le respondió ¡Qué bueno…!
Como el individuo se percató de que nadie salía a recibirlo, a pesar de que le habían contestado, tornó a gritar…
¡Traigo dos costales de carbón! ¿Los quiere… ? y se escuchó nuevamente venir del interior ¡Qué bueno…! ¡Descárgalos…!
Apenas hubo escuchado esto, cuando el hombre con gran alegría se apresuró a descargar los bultos que el paciente burro soportaba.
¿Va a querer todo lo que traigo…? contentísimo volvió a interrogar el carbonero…
¡Descárgalos…! ¡Descárgalos…! se escuchó lo mismo. El comerciante no disimulaba su regocijo. ¡Ahora sí que regresaría temprano a casa sin sobras! Por primera vez, desde hace mucho, realizaba tan ventajosa operación.
Se encontraba feliz de tal manera que como nunca, metió los pesados y mugrosos costales al zaguán y empezó a despojarlos de su contenido. El piso de falso ladrillo anaranjado no tardó en ennegrecerse.
(¿Para qué querrán tanto carbón? Tal vez van a tener fiesta… Mas…si fuera eso… harían la comida en la estufa de gas… Se nota que los dueños de esta casa tienen bastante manera pa’vivir bien… o quizá son de esos conservadores. Pero últimamente… ¡Qué diablos me importa lo que vayan a hacer…! Yo voy a venderles… y ya… ¡Cuánta envidia le va a dar a mi compadre Hilarino! Siempre dice que vende mucho más que yo… que no le llego ni los talones… Con esto le voy a demostrar que aunque sea un merolico de primera, tengo mejor suerte que él… y como estos señores han de tener harto dinero… y según se ve, les encanta el estilo colonial, pues… voy a darles muy caro mi carboncito. ¡Mi trabajo me ha costado! Se nota que son re’presumidos y que ni repelan… Ni a verme sa-len… Son de los que les dan malo por bueno y ni se lo huelen…Con este negociazo le compraré unos buenos zapatos al mocoso y a Juana un vestido pa’que lo estrene el día de su santo…) Una voz tipluda y desafinada vino a interrumpir sus cavilaciones, sin sospecharlo siquiera…
¡Qué es lo que has hecho indio mugroso! ¡Por qué has vaciado aquí todo este carbón! ¿Acaso no te das cuenta de que has ensuciado el piso? y el carbonero miró sorprendido y confuso a quien le hablaba casi regañándolo y con tal altivez.
Era una pintarrajeada y esquelética mujer declinante que manoteaba histérica para arriba y para abajo…para abajo y para arriba…
Es que acaban de decirme, patroncita, de allá dentro que desean comprarme el cabrón que traigo…Por eso lo he vaciado…
¡Estás loco…! Allá no hay nadie… medio señaló Haz el favor de levantar tu porquería e irte de inmediato si no quieres que mande llamar a los gendarmes… ¡Qué asquerosidad! y miró al suelo horrorizada, como si contemplara un cadáver ¡Tan limpio que estaba hace unos instantes! ¡Oh!
No le miento señora…
¡Señorita, por favor!
…Señorita… Alguien me dijo que descargara aquí los bultos.
Te aseguro que adentro no hay nadie ¡La sirvienta fue al mercado…! De improviso la extraña voz interrumpió la discusión…
¡Ya llegó mamita…! ¡Ya llegó mamita…!
Sí, mi hijito, ya llegó tu mamita… mi vida…respondió la mujer…
No me decía que nadie… y la mujer sonrió… y al momento… sin permitir que su interlocutor terminara de decir lo que quería… dejó escapar una ruidosa y chillante carcajada…
De modo que… y reía… que… que… y seguía riendo… ¡Qué chistoso! Pero si… y tornaba a reír… Si el que dijo todo fue… y la risa continuaba. Fue mi lorito Amadís… ¡Qué gracioso…! y el carbonero al escucharlo se puso blanco… negro… morado y viceversa… Voy a traerlo para que lo conozcas… ¡Es único! aseveró la esquelética decli-nante ¡Es tan bonito y ocurrente! Lo tengo muy bien educado… Ya verás… y entró en la casa. El carbonero empezó a recoger su mercancía y la echó iracundo en los costales. Volvió a ponerlos sobre el borriquillo y le dio un terrible varazo. No protestó, como todos…y ambos se dirigieron calle abajo. El comerciante iba furioso y el animalillo pagaba las consecuencias de los carbones rotos. Algo murmuraba el hombre… ¡Tenía que continuar ofreciendo su mercadería para llevar el pan de cada día, raquítico, miserable y escaso, a su
familia!
Mientras tanto, la pintarrajeada, al salir y ver que el individuo se había marchado, dijo muy conforme y sonriendo: ¡Ni modo! ¡Se ha ido! ¡Ah, que mi lorito tan chulo! lo miró y volvió a soltar la chillona carcajada…¡Qué mono! y le hacía cariños… ¡Qué inteligente…! Se merece su pan de huevo remojadito con leche…
Al oír aquello, el loro, que se encontraba posado sobre la mano izquierda de la mujer huesuda, exclamó: ¡Qué bueno! ¡Qué bueno! y abría y cerraba alegremente sus ojuelos de pícara mirada…

El Ingenuo

Aconteció hace miles de años…aunque también acaso ayer...
Allá por los remotos tiempos de la casi nada, existió un buen hombre, como ya no suele haber, que vivía olvidado de los despreciables oropeles mundanos en lo más recóndito de un bosque, como los viejos ermitaños de aquellos tiempos heroicos.
Y era feliz…
Su máximo placer consistía en preparar brebajes mágicos aún indescubiertos y realizar encantamientos que hasta a él mismo lo dejaban estupefacto por los resultados que obtenía. Amaba la magia como a un dios… y vestía su desnudez con ella.
Había llegado a adquirir el magnífico poder de cambiar a su voluntad lo que a él le agradara. Con tal invisible arma había tenido la oportunidad de destruir a quien fuera, las veces que hubiera querido, pero nunca. Al contrario, siempre que podía, causaba beneficios al que así lo necesitaba. Era lo que se dice un buen mago.
Una tarde, cuando realizaba su cotidiano paseo por las orillas del lago cercano a su choza; tarde de celaje límpido... cuando aún no había esmog; una tarde, en la que aún podía sentirse la paz, descubrió a una bella y jamás igualada mariposa que iba de flor en flor. Quedó maravillado al contemplar los brillantes y desconocidos resplandores de sus alas. La miraba como en éxtasis.
Cuando el gracioso insecto pasaba cerca de unos tules exuberantes, apareció desafiante la imponente monstruosidad de un prietuzco sapo. El mago comprendió al momento el peligro en el que se encontraba la mariposilla inocente y con tan sólo el simple deseo de que muriera el horrible batracio, éste cayó fulminado por misteriosa fuerza. El mago meditó entonces:
Un ser tan hermoso no debe sufrir… Para que no vuelva a enfrentarse a otra situación semejante, voy a encantarlo… Y apenas lo hubo pensado, la mariposa quedó transformada en una verdecina y graciosa rana. El mago quedó satisfecho y continuó su diario paseo.
A la tarde siguiente, cuando por ahí discurría otra vez, contempló sonriendo a la ranilla. Mas tocó la casualidad de que en esos mismos instantes, una garza de imponente y hermoso aspecto, como garza-diosa, llegaba volando para colocarse cerca del animal transformado.
El buen mago volvió a entender al momento lo que aquello podría significar para la rana indefensa y de inmediato pensó convertirla en semejante ave para librarla de aquella amenaza mortal.
Apenas hubo imaginado esto, cuando el verde animalillo quedó configurado en el volátil de fastuoso y deslumbrante plumaje. El mago respiró satisfecho y continuó por su camino de siempre.
Así transcurrieron varios días y cierta vez, el buen hombre quiso enterarse del estado en que se encontraba su protegida, e iba llegando apenas a verla, cuando se sobresaltó al mirar un tigre descomunal que se dirigía veloz hasta el sitio en el que la garza se encontraba apaciblemente despreocupada. El carnívoro parecía estar hambriento…
Y el mago no tuvo tiempo de pensar en contra de la bestia porque ya había saltado sobre la zancuda y la había derribado sangrante para destrozarla.
Al buen hombre de conocimiento le conmovió todo aquello y deseó de improviso la muerte para la terrible fiera. El tigre cayó de inmediato junto a su víctima. El ave aún respiraba.
El mago, compadecido, la trasladó hasta un lugar seco y allí hizo lo imposible para curarla. No era factible que la mariposa convertida en rana primero y después en portentosa y resplandeciente garza, muriera. Para ello decidió hacer un nuevo encantamiento… La transformó en la desalmada bestia.
Pronunció unas palabras cabalísticas y el espigado animal quedó transmutado en una fiera de belleza singular.
El nuevo tigre se levantó con lentitud, miró por unos segundos fijamente al mago que sonreía complacido ante su obra, y sin que éste los sospechara, se lanzó sobre él…
De un zarpazo le rasgó la cara y de un mordisco le desgarró el cuello. El mago no pudo hacer nada…
Un rojizo manantial brotó del maltrecho cuerpo del bondadoso y la bestia, después de arrancarle furibunda un brazo… y de destrozarle el cerebro… y el corazón… huyó a la jungla… y se perdió en la espesura vorágine…
El buen hombre, el magnánimo, el de mente magnífica, quedó allí…muerto…
Aconteció hace miles de años… pero aún suele suceder… hoy.