Clemencia (Altamirano)/Capítulo VI

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Clemencia
de Ignacio Manuel Altamirano
Capítulo VI: Guadalajara de lejos

Hallábase Guadalajara en aquellos días llena de animación. A propósito, me parece conveniente hacer a ustedes la descripción de esta hermosa ciudad que tal vez no conozcan.

Guadalajara, que a justo título puede llamarse la reina de Occidente, es sin duda alguna la primera ciudad del interior, pues si bien León tiene una población más numerosa, y Guanajuato la tiene casi igual, la circunstancia de ser la primera de estas dos ciudades muy pobre y escasa de monumentos, y de estar la segunda situada en un terreno áspero y sinuoso, aunque rico en metales, hace que Guadalajara, por su belleza, por su situación topográfica, por su antigua importancia en tiempo de los virreyes -la que no ha disminuido en tiempo de la República- sea considerada superior, no sólo a las ciudades que he mencionado, sino a todas las de la República.

La antigua capital de la Nueva Galicia, que contaba en el año de 1738 más de ochenta mil habitantes, según afirma Mota Padilla, cronista de todos los pueblos de Occidente, ateniéndose a los padrones de su tiempo -razón por la cual me parece extraño que el célebre barón de Humboldt no le haya concedido más que diez y nueve mil- parece conservar una población igual a la que tenía en el siglo pasado, aunque, según los datos estadísticos recientes, se afirma que disminuye.

Esto, y el hecho de ser el centro agrícola y comercial de los Estados Occidentales, así como el haber representado siempre un papel importantísimo en nuestras guerras civiles, dan a Guadalajara un interés que no puede menos de inspirar la curiosidad más grande a los viajeros mexicanos que la ven por primera vez.

Yo particularmente sentía un placer inmenso en ir acercándome instante por instante a la bella ciudad que había oído nombrar a menudo como la tierra de los hombres valientes y las mujeres hermosas, y esto me compensaba en parte de la contrariedad que sufría por verme alejado del círculo de los sucesos militares.

Guadalajara está separada del centro de la República por una faja de desierto que comienza en Lagos, y que con la única interrupción de Tepatitlán, pequeño oasis famoso por la belleza de las huríes que le habitan, concluye a las puertas de la gran ciudad; de modo que ésta se muestra, al viajero que la divisa a lo lejos, más orgullosa en su soledad, semejante a una mujer que, dotada de una hermosura regia, se separa del grupo que forman bellezas vulgares, para ostentarse con toda la majestad de sus soberbios encantos.

Por el lado de las poblaciones centrales de México, Guadalajara está defendida naturalmente por el caudaloso río de Santiago que, nacido en la gran mesa del Anáhuac, y después de formar el lago de Chapala, va a desembocar en el mar Pacífico.

Por el occidente se alza gigantesca y grandiosa una cadena de montañas cuyos picos azules se destacan del fondo de un cielo sereno y radiante. Es la cadena de la Sierra Madre que atraviesa serpenteando el Estado de Jalisco, y cuyos ramales toman los nombres de Sierra de Mascota, Sierra de Alicia y más al norte, el de la Sierra de Nayarit, yendo después a formar las inmensas moles auríferas de Durango, hasta salir de la República para tomar en la América del Norte el nombre de Montañas Pedregosas (Rocky Mountains).

En el centro de este valle, trazado por el gran río y por la gigantesca cordillera, se halla asentada Guadalajara. Magnífico es el aspecto que presenta al que la ve, llegando por el lado del occidente, y después de trasponer las últimas colinas que bordean la ribera del Santiago, por el paso de Tololotlan.

La vista no puede menos de quedar encantada al ver brotar de la llanura, como una visión mágica, a la bella capital de Jalisco, con sus soberbias y blancas torres y cúpulas, y sus elegantes edificios, que brillan entre el fondo verde oscuro de sus dilatados jardines.

Todavía más que Puebla, Guadalajara parece una ciudad oriental, pues, rodeada como está de una llanura estéril y solitaria, encierra en su seno todas las bellezas que traen a la memoria la imagen de las antiguas ciudades del desierto, tantas veces descritas en las poéticas leyendas de la Biblia.

Efectivamente, la llanura que rodea a la ciudad da un aspecto extraño al paisaje, que no se observa al aproximarse a ninguna de las otras ciudades de la República.

En las mañanas del estío, o en los días del otoño y del invierno, como en los que llegué por primera vez a Guadalajara, aquel valle es triste y severo; el cielo se presenta radioso y uniforme, pero el sol abrasa y parece derramar sobre la tierra sedienta torrentes de fuego.

La brisa es tibia y seca, y el suelo, pedregoso o tapizado con una espesa alfombra de esa arena menuda y bermeja que los antiguos indios llamaron con el nombre genérico de Xalli (arena), de donde se deriva Jalisco, se asemeja a la rambla de un inmenso lago desecado, o el cráter relleno de un volcán extinguido hace millares de siglos.

Esto, como he dicho, en los tiempos calurosos; pero en la estación de aguas todo allí cambia de aspecto. El cielo parece siempre entoldado de nubes sombrías y tempestuosas; la cordillera no se distingue en el horizonte oscuro; la ciudad se envuelve en un manto de lluvia; silba el viento de la tempestad en la llanura desierta; se estremece el espacio a cada instante con el estallido del rayo, y el valle todo aparece magníficamente ceñido con una corona de tormentas.

En pocos lugares de la República puede contemplarse el grandioso espectáculo que en Guadalajara, que pudiera llamarse la hija predilecta del trueno y de la tempestad. Parece también que este cielo y esta atmósfera influyen en el alma de los hijos de la ciudad, pues hay algo de tempestuoso en sus sentimientos; y en sus amores, en sus odios y en sus venganzas se observa siempre la fuerza irresistible de los elementos desencadenados.

Pero, volviendo al camino de Guadalajara, observaré que no se advierte al aproximarse a ella ese movimiento, esa animación que anuncian la proximidad de una ciudad populosa. Ni carros, ni caminantes, ni rebaños se divisan en aquellas cercanías.

Apenas atraviesa veloz uno que otro jinete por aquellos senderos arenosos y tristes. El silencio rodea por todas partes a la más alegre y bulliciosa de las ciudades de Occidente.

Así avanzando y, cuando se camina absorto, contemplando a lo lejos aquel cuadro de desolación, repentinamente una oleada de brisa fresca y balsámica anuncia al viajero que ha llegado por fin al suspirado oasis de Jalisco.

Casi sin apercibirse de ello toca uno en ese pueblecillo delicioso que se llama San Pedro, por el cual se entra a Guadalajara como por una portada de verdura y de flores. San Pedro es un lugar de recreo con lindas casas de campo y bien cultivados jardines. Desde que se entra en sus callecitas alegres y risueñas, se comprende que el paraíso va a compensar a uno del fastidio del desierto.

Sobre las cercas, cubiertas con millares de parietarias, se asoman la oscura copa del nogal, el zapote de hojas brillantes, la magnolia con sus grandes y blancas flores, y el naranjo con sus pomas de oro.

Los árboles de diversas zonas se mezclan allí en admirable consorcio. El plátano confunde a veces sus anchos abanicos con los ramajes del albaricoque y el chirimoyo se cubre de flores a la sombra de la higuera. El ganado se cobija bajo las ramas del olivo, y el limonero y el manzano parecen alargarse mutuamente sus aromáticos frutos.

Se comprende, al ver esto, el por qué se ha dado a Jalisco el nombre de Andalucía de México, y por qué el buen Mota Padilla, hijo cariñoso de Guadalajara, haya dicho, al hablar de ella, que está situada en país alegre, abastecido y regalado.

No menos entusiasta que Mota Padilla, yo también me he difundido, señores, de una manera que parecerá fastidiosa a quien no estime aquella tierra, a la que me siento unido por la dulce cadena de los recuerdos.

Perdonen ustedes mi afición a describir, y no la juzguen tan censurable mientras que ella sirva para dar a conocer las bellezas de la patria, tan ignoradas todavía.