Cenizas
de Emilia Pardo Bazán


Nos encontrábamos reunidos en el gran balneario muchos clientes del célebre especialista doctor Veiga, que tanto nombre se ha ganado en el tratamiento de las enfermedades hepáticas, y al saber que llegaba, se resolvió ofrecerle un familiar almuerzo en la robleda. Así se hizo; aceptó complacidísimo el sabio médico; reinó la mayor cordialidad; se comió fuerte y se bebió seco, pese a la dieta y al régimen y a los alifafes de cada uno, y como el doctor aseguraba no haber medicamento más probado para el hígado que el buen humor, salieron a relucir jubilosos recuerdos de la mocedad e historietas picantes. A cosa de las cinco, cuando ya regresábamos dirigiéndonos al manantial, pisando el sendero con precaución, por la rama de pino seca que lo hacía resbaladizo, se cruzó con nosotros un señor machucho, de vacilante andar, uno de esos despojos humanos que en los balnearios suelen verse prorrogando, merced al agua y con permiso del sepulturero, existencias ya temblorosas como la luz que se extingue.

Aquel decrépito, iluminado por un rayo de sol tan moribundo como él, llamó la atención del doctor, que fue a atravesarse en la senda para verle la cara. El viejo, con mano incierta, elevó su sombrero saludando. Veiga, muy emocionado, repetía:

-¡Pues era verdad! ¡Estaba aquí! ¡Es el mismo!

Nos habíamos quedado solos: los demás comensales ya nos llevaban regular delantera. Pregunté con curiosidad al doctor a quién creía reconocer en el decrépito. Veiga refrenó el paso enganchó su brazo en el mío, y todavía bajo la impresión, dijo con nerviosa viveza:

-¡El pasado que sale de su sepulcro! ¡Mire usted que volver a encontrar en el mundo a Juanito Morán! ¡Al famoso Juanito Morán!

Como la celebridad de Morán no había llegado hasta mí, pedí al doctor explicaciones. Él dudaba; aún le infundía terror el drama sobre el cual muchos lustros habían rodado olas de olvido y silencio. Cuando se resolvió a unir al nombre de Juanito Morán el relato de la leyenda, me volví, queriendo ver una vez más al decrépito, con el natural afán de buscar en las líneas de un cuerpo alguna expresión de las fuerzas devastadoras que arrasan las almas... Ya no se divisaba al anciano; el sol acababa de ponerse, y su reflejo no enrojecía el paisaje. Un soplo suave y fresco salía del río. La hora era propicia a las confidencias.

-¿Bien habrá usted oído en Montañosa -murmuró el doctor en voz contenida, como si todavía se le impusiera la reserva- la tradición de la reja del convento de San Juvencio? ¿La que cae a la plaza de la Muerte?

-¿Si la he oído? -respondí-. Jamás paso por allí sin mirar a la reja.

-Pues el héroe de esa novela trágica... acaba de cruzarse con nosotros.

Hice un movimiento de interés. La destruida figura del caduco acababa de transformarse, y se me presentaba con todas las energías juveniles, entre el hervor pasional del romanticismo, que la envolvía como en dorada nube. Mi fantasía, donde las imágenes sensibles cristalizan con tal rapidez, cristalizó el tipo gallardo envuelto en amplio montecristo de largos pliegues, y le situó en su ambiente más favorable: aquella plaza de la Muerte que forman antiguos edificios, y en cuyos ámbitos retumba pausada, honda, la campana del reloj de la catedral. El tiempo que cuenta esta campana no se parece al tiempo que miden los demás relojes. Es un tiempo marcado con el sello de la eternidad, y al dilatarse en la brumosa atmósfera el grave sonido, diríase que los muertos yacentes bajo las losas de la plaza y que le dan nombre se revuelven en la húmeda tierra y entrechocan sus huesos gimiendo de inmensa fatiga.

-Tenía yo entonces -comenzó el doctor- quince años, y Juanito Morán veinticinco; ya ve usted que hoy se le tomaría por mi padre. La vida agitada y acaso el remordimiento... Juanito era simpático, y perdido como nadie; el ídolo de las aulas, el coquito de las niñas. Usted le ha visto... Pues tenía una presencia arrogante, una cabeza de artista, y tocaba la guitarra y la pandereta que las hacía hablar. Los catedráticos le temían, los burgueses le detestaban, las mujeres se ruborizaban al pasar a su lado, y los chiquillos adorábamos en él, soñando imitarle cuando entrásemos en carrera mayor. Le creíamos gran poeta, porque publicaba a veces versos del género de los de Espronceda y Zorrilla... y aun de la misma tela, si se ha de creer a los maliciosos. La juventud no analiza tanto, y los muchachos nos volvíamos locos si el gallardo Morán se dignaba dirigirnos la palabra con su voz de tenor, vibrante y acariciadora.

Entretejía Juanito mil amorosas aventuras...; pero el círculo de su acción era necesariamente reducido; lo limitaban las paredes de las últimas casas de Montañosa. No cabían allí extraordinarios y novelescos sucesos; todo era chico y, por decirlo así, rutinario. Acaso por esta razón Juanito quiso emprender algo que rompiese la monotonía de la eterna seducción de modistillas, fregonas y señoritas de medio pelo y estuviese en armonía con El trovador y el Tenorio.

Forma el convento de San Juvencio, como usted no ignora, uno de los lados de la cuadrilonga plaza de la Muerte. Sus formidables muros, enverdecidos por la humedad, pueden llamarse ciegos; apenas los rasgan pocas negras ventanas enrejadas y altísimas; San Juvencio no tiene rejas bajas. La iglesia, cuya portada adorna la efigie del santo degollado, en la agonía y con el cuchillo hincado en la garganta, tampoco posee tribuna baja; la del coro remata en la bóveda. Las monjas ya sabe usted que son benedictinas, muy damas, contemplativas, aristocráticas, del tiempo en que no se concebían estas monjas de ahora, seculares, de ropa burda y zapatos gordos. Apartadas del mirar profano, las de San Juvencio pueden llevar un traje arcaico, elegante y curioso, y bajo la fina toca, en la eterna e inexorable clausura, sus rostros presentan una mística delicadeza, adquieren una palidez lunar.

No sé cómo se las arreglan los estudiantes, que llevan el alta y baja de las monjas bonitas de San Juvencio. ¿Las han visto o las imaginan? Ello es que entonces, en el tiempo en que estoy hablando, corría fama de la belleza singular de una religiosa, sobrina del marqués de Ulloa y profesa desde hacía dos años, y a principio de curso empezó a susurrarse que Juanito Morán rondaba el convento y frecuentaba con insólita piedad la iglesia. Versos incandescentes publicados en El Negro Capuz, periodiquito melenudo, dieron cuerpo a las hablillas; pero si mucho se murmuró, nadie se preocupó seriamente, como no nos preocupamos de los revuelos de un milano en derredor de inexpugnable palomar.

No era Juanito el primero que daba vueltas en la plaza de la Muerte poniendo en blanco los ojos. Inofensivo deporte, desahogo de la soñadora juventud. ¿Qué cosa más platónica? En San Juvencio no se entra; de San Juvencio no se sale. Aquellas paredes enormes, semiciegas, son tan sepulcro como las frías losas de la plaza.

Arrastrado por la curiosidad de lo extraordinario y romancesco, tan fuerte en la adolescencia, me di yo entonces a seguir los pasos a Juanito Morán, y pude convencerme de que, en efecto, a horas desusadas no cesaba de rondar, fijos siempre los ojos en la ventana a que corresponde la reja, y que cae sobre la escalinata de las Casas del Cabildo. A ella se arrimaba el galán, y fijo allí aguardaba. Un día -¡cómo latió mi corazón de niño!...- vi que un rostro pálido, aureolado por una línea blanca y otra negra, se pegaba a los hierros, y unos ojos de ascua se clavaban en los de Juanito. Una mano, que parecía de papel, hizo misteriosa seña... Todo tan rápido, que creí haber soñado. Pero a la otra mañana y a la otra repitiose la escena... No me cupo duda. Y aquel gran secreto romántico sorprendido por mí llenó de pueril orgullo mi alma. ¡Nadie lo sabía! Crea usted que me acostaba tan exaltado como si fuese yo mismo el dichoso...

También creí que me moría de pena y de horror al ser, a la madrugada, de los primeritos a cuyos oídos llegó la tragedia... Las devotas que atravesaban la plaza de la Muerte para oír misa de alba en la catedral vieron al pie del muro de San Juvencio el cuerpo ensangrentado e inerte de una novicia. El corro se había formado. Me abrí paso, me acerqué. La cabeza descansaba sobre el primer peldaño de la escalinata que asciende a las Casas del Cabildo. Un hilo de sangre manchaba la sien. Alrededor de la cintura estaban arrolladas las tiras de sábana convertidas en cuerdas. El otro extremo, roto, colgaba allá arriba de la reja, cuyos hierros limados mostraban el boquete por donde, magullándose, habría pasado el cuerpo. Miré con afán el rostro de la novicia. ¡Mis ilusiones! Ni era fea ni bonita: como cien mujeres que andan por ahí. Sus ojos, vidriados, permanecían entreabiertos, con una expresión de espanto, de miedo y de voluntad.

Quisieron echarle el guante a Juanito, pero había huido de Montañosa, y desde Portugal pasó al Brasil. ¿Cree usted que se acuerda ahora del episodio? Apuesto a que sólo piensa en los resultados de un análisis que ha de hacer mi colega, el director del balneario... ¡Vejez, vejez; cenizas yertas!...