Caballería maleante: 2


Para hacer más rápida la obra que les encomendaran, resolvieron los comisionados fraccionarse. Así, distribuirían los socorros en plazo brevísimo por los pueblos de la comarca.

Correspondiéronle a Manuel Paso en la distribución algunos pueblos de la provincia malagueña. A ellos fue emparejado con un estudiante de farmacia.

Era el farmacéutico en ciernes un muchacho formal, parco en el beber, y muy poco amigo de faldas, si se exceptúan las de una su prima con quien tenía formalmente empeñada la palabra de casamiento.

A terminar pronto su carrera y a establecerse con las pesetas de su padre, amén de las que trajese como dote su novia, reducíanse las aspiraciones del sujeto. Era un hombre de orden que iba para cacique. Imagínense mis lectores cómo se las llevaría con él Manuel Paso, que iba camino de la gloria por una escala de vapores de alcohol.

Sólo estaban conformes en cumplir con absoluta probidad y eficacia la misión quo se les había confiado.

Para ello, ni daban a sus cuerpos reposo, ni temían lanzarse por veredas y trochas, en las cuales, si había riesgo de resbalar y caer, dando tumbos, a un despeñadero, no lo había menor de toparse con Melgares y el Bizco del Borge, terror ambos de la comarca, pesadilla de la Guardia civil y dueños de la sierra por obra y gracia de sus rifles.

Generalmente, acompañaban a los mozos en sus expediciones individuos de la benemérita institución, y, cuando éstos no, buen golpe de gente que, rindiendo pleitesía a la caridad, servíales de escolta.

Al hacer alto en las aldeas (luego, naturalmente, de avistarse con el alcalde y disponer la distribución de socorros), era la primer diligencia del farmacéutico, mientras preparaban el condumio, tumbarse en cualquier cama, para reponer su cuerpo del molimiento del camino. Manuel Paso estiraba los puños de su nunca limpia camisa, ladeaba sobre la oreja izquierda el sombrero flexible, y encarándose con el alcalde, con el secretario o con el cura, si estaba más próximo, les dirigía esta pregunta:

-¿Dónde hay una tabernilla en que vendan buen aguardiente?

Una vez enterado, sin solicitar compañía, mejor rehuyéndola -el verdadero amante del alcohol quiere gozarlo a solas-, encaminábase a la tasca indicada; asentaba junto a un velador, y despacio, con lentitud ceremoniosa, sacerdotal, mística, iba trasegando copas y más copas de Cazalla o de Rute.

Un gran vaso de agua campeaba sobre el velador; de vez en cuando, Paso llevaba a sus labios el vaso; pero apenas el agua tocaba en los bordes del vidrio, apenas unas gotas de ella caían en la boca del bebedor, éste apartaba el vaso con un desdeñoso ademán, y, a manera de enjuagatorio, sorbía una copa íntegra de aguardiente.

No descuidaba por ello sus funciones de intermediario entre la miseria y la caridad; celosamente las cumplía, sin perjuicio de hacer paréntesis alcohólicos, si durante el reparto de dádivas topábase con alguna taberna, colmado o bodegón.

Tocóles cierta noche al artista y al boticario hacer alto en un pueblo de mayor importancia que los hasta entonces por ellos recorridos.

Era el alcalde un ricacho cortés, que de mozo la corriera en Málaga y Madrid. Obsequió a los estudiantes con rumbo y no dejó pipa en su bodega que no fuera catada por sus huéspedes. A los postres ya de la cena, aprovechando un aparte, que los convidados permitieron entre él y el alcalde, dijo a éste Manolo:

-Señor Curro (así se llamaba), entre hombres ciertas preguntas no son jamás impertinentes. De ahí que yo, salvando, con todo respeto, los años que entre uno y otro median, me permita...

-¿Qué, amigo? Atrévase a todo, que yo no me asusto de nada.

-Verá usté. Son ya ocho los días que llevamos por estos andurriales. De vino no he ido mal; pero... Vamos, yo desearía saber si en el pueblo hay alguna o algunas buenas mozas con quienes pasar un rato alegrando el Sanlúcar.

-¿Dónde no habrá de eso? Acá, fuera ya de la villa, como a medio kilómetro, vive la tía Guarnición: malo será que quien llame a su puerta no halle dentro un par de juventudes ni feas, ni ariscas, ni incapaces de cantarse una copla y darse dos pataítas de fandango. Por lo menos, con la Guarnición viven dos sobrinas. La mayor es una gloria de hermosura; la pequeña, de físico no anda muy allá, pero tiene por arrobas la gracia.

-¿Podría yo visitar a esas apreciables señoras?

-¿Cómo no? Si no fuera porque el cargo me trae más amarrao que un preso, yo mismo le acompañaría; pero en el pueblo no soy baza. Cuando se me antoja echar unas canas al aire, echo para Málaga el rumbo.

-¡Qué fastidio!

-Gracias por lo que toca a mi compaña. Aunque le falte, no se aburrirá usté. Con toda reserva; y sin que esta gente se entere, cuando llegue la de acostarnos, un criado de mi absoluta confianza acompañará a usté a casa de la Guarnición. Pasa usté allí la noche, y al amanecer vuelve al pueblo. Ahora no madruga el vecindario: los pobres, porque no hay trabajo, y cuanto más duermen más engañan el hambre; los ricos, porque nunca madrugan si no es para ir de caza: al presente la caza se huyó, aventada por los temblores de la tierra. De suerte que, si ello le complace, al avío. Igual digo del compañero.

No, señor alcalde, no le hable palabra del asunto. Es la castidad en persona. La noche de bodas, la novia va a parecerlo él.