XI

La derrota fue completa.

A los dos días, ninguno de los bolsistas que tenían por oráculo al famoso don Ramón dudaba de ella. El mismo banquero confesaba que esta vez se había equivocado, aunque no por ello dejaba de sonreír, asegurando que lo mismo que había ocurrido una alza contra todas sus previsiones, podía sobrevenir una baja, pues no todos los tiempos son iguales.

Y aquellos hombres de fe inquebrantable acogían como risueña esperanza las ambiguas palabras del banquero, prestándoles esto cierta energía para sobrellevar el golpe. A todos los admiradores de don Ramón les había alcanzado la derrota; pero quien más sufría era el señor Cuadros, que de un golpe veía desaparecer todas las ganancias de su vida de bolsista.

Pero él no desmayaba, no señor. ¿Qué gran general no sufre una derrota? Él era soldado fiel de don Ramón y le seguía a ciegas, convencido de que con un hombre así, de tropezón en tropezón, más tarde o más temprano se llegaba a la victoria.

Con el error del banquero, quedaba lo mismo que antes de entrar en la Bolsa: dueño de la tienda y de unas cuantas fincas sin importancia. Pero esto mismo le animaba y le hacía ser más tenaz en sus propósitos. Al fin, ¿qué había perdido? Igual estaba ahora que antes de entrar en el negocio. Lo que había ganado en la Bolsa justo era que en la Bolsa se perdiese. Además, que le quitasen lo mucho que se había divertido gastando el dinero a manos llenas.... ¡Adelante! El buen carretero vuelca muchas veces en un bache insignificante.

Y con tantos ánimos se sentía, que consolaba a Juanito, el cual, sin perder tanto como su maestro, mostrábase aterrado por el suceso.

—Vaya, muchacho, debes tener más alma o retirarte del negocio, ¿Crees tú que se pescan millones sin correr peligro? Aquí me tienes a mí, que me he quedado lo mismo que hace un año: convertido en un tenderillo de escasa fortuna. Otro se consideraría perdido; pero yo me quedo tan fresco. ¿Que sigue sosteniéndose el alza? Pues yo a la baja, como antes. A la baja está don Ramón, y sigo a su lado. No hay cosa que disguste tanto a la suerte como la inconsecuencia.

Y con estas seguridades, dadas enérgicamente, aunque sin saber con qué fundamento, el señor Cuadros conseguía serenar a Juanito. No tenía igual poder sobre don Eugenio, su antiguo principal. El pobre viejo, al saber el gran descalabro, en vez de irritarse depuso su huraña actitud, aproximándose a su antiguo dependiente para darle consejos con tono paternal.

—Estás a tiempo para retirarte. Lo que te pasa es un aviso de la Providencia. En realidad, nada has perdido. El dinero mal ganado se lo lleva el diablo. Lo que ahora tienes es lo adquirido honradamente y a fuerza de trabajo. Créeme, Antonio; a vivir como Dios manda, con tranquilidad y modestia, educando a tu hijo para que sea un hombre de provecho, y sin repetir ciertas locurillas de las que no quiero hablarte. No tientes a la suerte, que es traidora. Piensa que un segundo golpe dejaría a tu mujer y a tu hijo en situación de pedir limosna.

Cuadros, a quien la derrota había privado de fuerzas para discutir su pretendida infalibilidad en jugadas de Bolsa, contestaba afirmativamente al viejo y parecía aceptar todos sus consejos; mas no por esto se hallaba menos decidido a seguir a su grande hombre, sosteniéndose a la baja, como medio seguro de conquistar los soñados millones. Y tanto él como Juanito manteníanse firmes, a pesar de que continuaba el alza y no se veía la menor probabilidad de que pudiesen cumplirse las predicciones de don Ramón.

Algo más que el desgraciado negocio preocupaba a Juanito. Una noche, al retirarse después de acompañar a Tónica y su amiga en su paseo por la feria, encontróse en la puerta de casa con su hermano Rafael, que se llevaba el pañuelo al rostro como para ocultar algo que le molestaba.

Arriba, a la luz del comedor, vio a Rafael con un ojo amoratado y las narices sucias de sangre. El joven elegante, admiración y orgullo de la mamá, olía a vino, y con palabrotas de las más soeces explicaba lo que acababa de ocurrirle. Nada; una cosa de poca importancia. Se había peleado con un amigo, dándose de bofetadas y palos en medio del puente del Real cuando iban a la feria a última hora.

No quiso decir más, aceptando con gruñidos de borracho los cuidados paternales de Juanito, que hizo todo cuanto supo para curarle las contusiones. El pobre muchacho, al ver a su hermano cruelmente aporreado, sintió renacer el cariño de otros tiempos, cuando ejercía de niñera, sacrificándose en el cuidado de sus hermanitos.

Al día siguiente hizo averiguaciones para conocer con exactitud lo ocurrido; y los calaverillas de la Bolsa, que sabían lo de la riña, le enteraron con una exactitud cruel.

Quien había aporreado a su hermano era Roberto del Campo. Los dos cenaron en un restaurant para conmemorar los buenos golpes que habían dado en la ruleta del Sportsman Club. Se habían emborrachado amigablemente, y al dirigirse después hacia la feria, surgió la disputa a consequencia de ciertas afirmaciones infames del elegante Roberto.

Aquel miserable se había permitido asegurar cosas que hacían enrojecer al pobre Juanito: intimidades repugnantes con su novia cuando por la mañana hablaban en la escalera; secretos, en fin, que Juanito tenía por calumniosos, y que únicamente podía revelar un canalla como aquél. Su amigo había contestado a las confidencias con una bofetada, y después ocurrió la riña, de la que Rafael salió tan malparado.

Juanito se conmovió por el suceso. Decididamente, su hermano no era malo; su prontitud en defender la honra de la familia, castigando la calumnia, hacíale simpático. Y el sencillo Juanito, olvidando lo de la borrachera, consideró a su hermano como un héroe. Conmovíale el valor con que había defendido a Concha, y no pudo callar ante la interesada el entusiasmo que sentía por Rafaelito.

Su sorpresa fue inmensa al ver el poco caso que Concha hacía de sus palabras.

—Mira, chico, todo eso que me dices son líos de Rafaelito, y harás bien no metiéndote en nada. Yo quiero a Roberto, ¿me entiendes? Él me quiere a mí, a pesar de todo cuanto digas, y eso de que se permitió hablar ciertas cosas es una mentira de Rafael, que, según me han dicho, iba la otra noche como una cuba. ¡Vaya que le está bien a ese señorito meter cisco en la familia! Más le valdría no emborracharse, o por lo menos que sus borracheras no las pague yo.

Y la joven se expresaba con serenidad, con frescura, como si se tratase de la honra de otra y aquel Roberto fuese un infeliz a quien calumniaban.

Juanito no podía contener su asombro. ¡Dios mío! ¡qué gente aquélla! ¿Y era su hermana la joven que permanecía tranquila ante suposiciones ofensivas para su dignidad? Insistió, cada vez más escandalizado; pero Conchita cortó rudamente sus recriminaciones:

—¡Cállate! Como eres un tonto, crees que todos los jóvenes han de ser iguales a ti. Roberto es como es y basta. Yo contenta, pues todos satisfechos.

Y le volvió la espalda desdeñosamente.

Entonces acudió a la mamá. Él no podía permitir que aquella loca, por amor o despreocupación, mirase impasible lo que de tan cerca hería el prestigio de la familia. Doña Manuela le escuchó atenta; aparentó indignarse en el primer momento, pero al fin dijo, con aquel tono de inmensa bondad que tan bien le sentaba:

—Mi pobre Juanito, tú eres muy bueno; no conoces el mundo, no tienes sociedad y te extrañan y escandalizan muchas cosas que realmente carecen de importancia. No tuerzas el gesto, que no intento defender a ese muchacho, aunque me extraña mucho que un joven distinguido y bien educado haya podido decir tales infamias. Pero ten en cuenta que tanto él como Rafaelito estaban algo «alegres», y las cosas hay que tomarlas según está el que las dice. En fin, Juanito mío, no te preocupes de la casa, que aquí estoy yo para vigilarlo todo. Además, ya he dispuesto que Conchita no salga más a la escalera. ¿No te parece bastante? Pues hijo, no hay que echarlo todo a barato. Al fin, Roberto es un buen partido, y Conchita no va a despedirlo por cuatro palabras dichas como broma imprudente.

Y doña Manuela, ofendida por la insistencia de su hijo, que tildaba de «quijotesca», se separó de él casi tan huraña y despreciativa como Conchita.

Ahora sí que Juanito sentía a su alrededor un triste vacío. ¿Quién quedaba en aquella casa que pensase como él? Únicamente en los hombres había que buscar la vergüenza. Rafaelito y él eran los depositarios de la dignidad de la familia. Por esto, él, que hasta entonces había tratado a distancia y con cierto despego a su hermano, sentía un recrudecimiento de cariño fraternal. Pero a los dos días de ocurrida la riña le dijeron que Rafael y Roberto iban juntos otra vez, apuntando sobre el tapete verde en fraternal combinación. Los dos se comprendían y compenetraban; eran la yunta viciosa, ligada por el yugo de la comunidad de gustos y la mutua posesión de secretos poco limpios.

Este golpe acabó de anonadar a Juanito. También su hermano desertaba. Nadie; ya no quedaba en su casa un corazón que pudiera colocarse al nivel del suyo. ¡Cómo sentía ahora su rompimiento con el tío don Juan! El viejo, a pesar de su tacañería y sus manías, era un hombre puro y recto.

Juanito pensaba ir en su busca como en otros tiempos, pues sus consejos eran como un baño de dignidad y rígida honradez, que le hacían resistir mejor la atmósfera de putrefacción moral de su casa. Cada vez se sentía más alejado de la familia. Vivía como siempre; comía con la mamá y las hermanas a la misma hora, pero las escuchaba como si fuesen seres extraños encomendados a su observación; sonreía interiormente al apreciar sus preocupaciones, indignábase sin romper su silencio, y apenas terminaba el motivo de esta reunión de familia, escapaba para ir en busca de Tónica y de la pobre ciega, sintiendo el anhelo de purificarse, cual si las palabras de los suyos estuviesen agarradas a su piel como asquerosas manchas.

El pobre muchacho se sentía sin fuerzas para seguir viviendo con la familia. Un obstáculo invisible se levantaba entre él y los suyos. Decía bien su tío don Juan. Él era de otra raza. Formaba aparte en el seno de la familia. Todos estaban ligados por la vida común; pero los otros eran la burguesía pretenciosa, corrompida prematuramente por la ambición de brillar, por el ansia de mentir, encaramándose penosamente a una altura usurpada; y él era un intruso, el resultado de un encuentro de la fuerza, cándida y sumisa, con la corrupción moral, hermosa y deslumbrante.

No; él no tenía madre. Los otros, los de Pajares, eran los legítimos vástagos de doña Manuela, su fiel retrato en lo moral. Él sólo era el hijo de Melchor Peña, con toda la inocencia, la hombría de bien, la ruda dignidad del montañés de Aragón... y Melchor Peña había muerto. Estaba solo en el mundo; no tenía madre.

Pero a pesar de su tristeza, Juanito seguía adorando a aquel ídolo, ante el cual volvía la cabeza para no ver los defectos, recordando sólo lo que le parecía bueno.

Doña Manuela podía parecerle en ciertos momentos falta de dignidad; pero él echaba la culpa de todo a la maldita ambición, que la sumía en los enredos y trampas, donde dejaba a jirones poco a poco, por sostener el boato de familia, aquella altivez que tan bien le sentaba.

Además—y esto era lo principal para Juanito—, la viuda, dedicada en absoluto a sus hijos, buscando por caminos engañosos asegurar su porvenir, no había dado motivo a la más leve murmuración. Tratándose de dinero, era capaz de mentir y hasta de estafar, tomando préstamos sobre fincas vendidas muchos años antes; pero su virtud de mujer aparecía intachable.

Juanito, como esos desesperados que encuentran todavía en su miseria cosas agradables, reconocía en su madre grandes defectos, pero se extasiaba ante su honradez de mujer.

Un suceso vino o sacarle de la triste preocupación que le causaban los asuntos de su familia. Era el último día de la feria. Por la tarde, en la Bolsa circuló una noticia que hizo palidecer a todos los protegidos de don Ramón Morte. En vez de cumplirse los vaticinios de éste, el alza continuaba su carrera triunfal, ganando nuevos escalones y arrollando las mermadas fortunas de los que osaban ponerse enfrente de ella.

Esta vez desapareció por completo la confianza que Juanito tenía en la infalibilidad de su principal y del señor Morte. La ruina era indudable. El mismo don Antonio le había dicho que si no sobrevenía pronto la baja saltaría él a fin de mes con todos los jugadores que atendían los consejos del famoso banquero.

El infeliz joven, poco avezado a los azares del juego, e incapaz de ocultar las terribles impresiones de la ruina, sintió ganas de llorar en plena Bolsa, ante los corredores y los «alcistas», que sonreían con un gozo feroz viendo la agonía de sus contrincantes.

Pero Juanito era de los que en la desgracia aguardan siempre una inesperada salvación. Pensó que era preciso avisar al señor Cuadros; tal vez él como hombre experto en los negocios, encontraría el medio de salir a flote. Extrañábale mucho que no estuviera en la Bolsa, siendo aquella tarde de agitación y de emociones, y salió inmediatamente en su busca.

En Las Tres Rosas sólo encontró a don Eugenio.

—¿Qué ocurre?—preguntó el vejete—. Tienes cara de susto.... ¿Que si está Antonio? No; salió después de comer. ¿Necesitas verle? ¿es urgente el asunto? Pues entonces...—y se rascó la cabeza como si dudase—, entonces puedes buscarlo en tu casa; de seguro lo encontarás. No sé qué demonios tiene que hacer, siempre metido allí. ¿Es que tu mamá juega también a la Bolsa?

Juanito no quiso oír más, y salió a buen paso con dirección a su casa.

Por el camino preocupábanle las palabras de don Eugenio, la triste sonrisa con que había acompañado su última pregunta. Subió al trote la escalera de su casa, dando un vigoroso tirón a la campanilla. Abrió Visanteta, y al verle comenzó a darle explicaciones antes que él preguntase. Las señoritas habían salido; estaban en casa de «las magistradas».

—Bien; pero ¿y el señor Cuadros, no está aquí?

Y Juanito miró angustiosamente a la criada que balbuceaba, no sabiendo qué responder.

La empujó rudamente y entró. Visanteta sin perder su ceñuda seriedad, levantó los hombros, hizo un gesto de resignación, como diciendo: «Que ocurra lo que Dios quiera»; y volviendo la espalda al señorito, se fue hacia el comedor.

No había nadie en el salón. Bajo el sofá sonaba el juguetón cascabeleo de Miss, la perrita inglesa, que al notar la presencia de Juanito sacó a medias, por entre los lambrequines, su cabeza de juguete.

La mirada del joven examinó rápidamente el salón, fijándose con estúpida tenacidad sobre el sofá, como si viese en él algo extraño que le atraía sin explicarse la causa. Era una chaqueta blanca arrojada con descuido, y que causaba en el joven la misma impresión de esos rostros que siendo amigos tardan mucho en reconocerse.

Llevóse la mano a la frente como si fuera a arañarse con cruel impulso, y sus ojos se dilataron con espanto. Fue un momento, un momento de vértigo nada más; pero en tan corto espacio creyó que la habitación danzaba como una peonza, que el techo descendía hasta apoyar en su cabeza su peso irresistible; vio obscuridad y luces a un mismo tiempo; experimentó frío y calor; sintió una bola extraña que se le atascaba en la garganta, y en un instante pasaron por su imaginación, como relámpagos lívidos, todas las escenas de novela que había leído, con sus terribles descubrimientos y sorpresas aplastantes.

Bien conocía aquella chaqueta; era la de su principal, la que tantas veces le había rozado al descansar paternalmente la manga sobre su hombro. Miss, saliendo de su escondite, frotábase contra sus piernas gruñendo amistosamente.

Pero, en fin, ¿qué era aquello? Nada significaba el pedazo de tela. Pero ¿dónde estaba el señor Cuadros? Insensiblemente se dejó arrastrar por un espíritu de desconfianza que acababa de despertarse en él, y dentro de su casa, por una precaución inexplicable, le hacía andar de puntillas como si fuese un ladrón.

Sin darse cuenta de ello, se vio junto al cortinaje que cubría la puertecilla por donde entraba doña Manuela todas las noches a la hora de acostarse. El mismo instinto que le hacía recatarse fue quien hizo avanzar su mano levantando levemente un lado de la misteriosa colgadura.

Miró, y sin embargo no sufrió la impresión de momentos antes. Todo era verdad. Ahora comprendía las palabras de don Eugenio, su sonrisa triste, la mirada de conmiseración con que había acompañado su rápida salida de la tienda.

Y abrumado por la sorpresa, permaneció erguido, con los ojos desmesuradamente abiertos, apoyando su espalda en la pared, como si temiera desplomarse. Debió lanzar un suspiro; tal vez chocó con demasiada rudeza contra la pared.

—¿Quién anda ahí?

Y tras larga pausa, contestó a esta voz femenil otra de hombre en tono más bajo, pero que rasgó los oídos de Juanito:

—Será Miss, que juega.

No supo cómo salió de allí. Lo único que pudo recordar fue que el instinto de precaución le dominaba aún, y que al bajar la escalera lo hizo de puntillas, evitando roces, como si fuera un delincuente y temiera ser descubierto.

Cuando se vio en la calle sintió un calor insufrible. Ya sabía quién le apretaba con tanta crueldad la garganta. Era la vergüenza, que hacía arder en su interior un fuego de infierno, que enrojecía su rostro y aceleraba la circulación de su sangre. Creyó que todos le miraban, que los transeúntes ladeaban el cuerpo para evitar su roce, y anduvo apresuradamente, como si sintiera tras sus pasos el espectro de su vergüenza que le perseguía.

Aire... espacio... libertad; se ahogaba en las calles tortuosas, con sus paredes que parecían aproximarse para cerrarle la marcha; necesitaba horizontes inmensos, para no creerse aplastado, para poder ensanchar sus pulmones y arrojar la cruel madeja de suspiros que se apelotonaba en su garganta.

Una sensación fresca le despertó de aquella pesadilla, que le hacía caminar como un sonámbulo aterrado. Estaba en las Alamedas de Serranos, y marchaba con la cabeza inclinada, los brazos a la espalda: la misma expresión de los tipos casi lúgubres que acostumbraban a pasear allí.

A lo lejos, tras las cortinas de los árboles que circuían el verdoso estanque, sonaba el canto de un corro de niñas confundiéndose con el juguetón parloteo de los traviesos gorriones:

Yo me quería casar,
yo me quería casar
con un mocito barbero....

Juanito sentía deseos de llorar como cuando escuchaba las romanzas italianas de Amparo. Pero ahora no era el amor quien ponía en tensión sus nervios; eran los recuerdos del pasado, que contrastaban penosamente con su situación actual.

Le hacía daño la inocente melopea infantil. Se veía con la imaginación vistiendo el trajecito escocés de su niñez, cuando su madre, con tocas de viuda, le llevaba a la Glorieta a que jugase con las niñas, pues su timidez y debilidad no le permitían alternar con los revoltosos muchachos. ¡Cuan hermosa estaba con sus negras tocas! Juanito la veía al través de los años como una Máter dolorosa, acariciando dulcemente su cabeza de niño y pensando en el doctor Pajares, a pesar de su reciente viudez.

Ya no creía en su madre. La fe se había rasgado en él como una virginidad irreparable. Le nacía daño el canto infantil, y para no llorar salió rápidamente del paseo, siguiendo el pretil del río.

Caminando junto a la carretera polvorienta, sin ver otras caras que las de los carreteros que marchaban perezosamente tras sus vehículos, o las de los guardias de Consumos sentados ante sus garitas, Juanito se encontraba mejor. No tenía miedo, como el poeta, a encontrarse con su dolor a solas, y caminaba por aquel lugar poco frecuentado, saboreando con gozo cruel el hondo pesar que, de vez en cuando, estallaba en ruidosos suspiros.

Sentía en torno de su persona la imagen invisible de un padre que no había conocido. El recuerdo del pobre Melchor Peña le inspiraba cierta conmiseración. Aquél también había vivido engañado. Amó locamente a su esposa sin conocer su verdadero carácter y murió en el error, como hubiese muerto él, jurando que su madre era la mejor de las mujeres, a no haberle conducido la fatalidad al salón de su casa para hacer el más terrible de los descubrimientos.

Su madre era una tramposa capaz de todos los enredos y vergüenzas para conservar el falso oropel de su vida; su madre despreciaba las murmuraciones que herían hondamente el honor de la familia; dejaba a las hijas que se arrojasen en el peligro, arrastradas por la desesperada audacia de cazar un novio, y al final se entregaba como una perdida en brazos de un amigo de su esposo, se vendía infamemente cuando estaba próxima a la vejez, manchando todo su pasado, por una necesidad del orgullo. ¿Qué era, pues, lo que quedaba a aquella mujer? Nada absolutamente. Aquel descubrimiento fatal rasgaba el velo de la credulidad, desvanecía el optimismo del cariño; la madre aparecía a los ojos del hijo tal como era, con toda su fealdad moral; y Juanito pensaba con rabia en su antiguo ídolo como el devoto que pierde la fe, y en la imagen milagrosa que antes le arrancaba lágrimas de emoción ve sólo un miserable leño. ¿Por qué había nacido del vientre de aquella mujer? ¿No podía tener una madre como lo son todas? Y furioso contra la fatalidad, que le había dado por madre a doña Manuela, cerraba los puños como si quisiera estrangular a alguien.

Levantó la cabeza y vio que se había separado del pretil, siguiendo por el camino de ronda. Ante él alzaban sus pesadas moles cilíndricas las dos torres de la puerta de Cuarte, con la rojiza costra acribillada por los profundos agujeros de las granadas francesas y las de las insurrecciones republicanas.

Contemplaba fijamente los tragaluces angostos y enrejados de los calabozos donde estaban los presos militares. Pensaba con envidia que allí dentro, en las mazmorras lóbregas y húmedas, se estaría muy bien, rodeado de absoluto silencio, lejos del mundo, sin pesares que turban la existencia.

Permaneció mucho tiempo mirando fijamente aquellos colosos de argamasa, hasta que por fin se dio cuenta de que algunos chicuelos del barrio formaban círculo en torno de él, contemplándolo con curiosidad, tomándole, sin duda, por uno de esos viajeros que para el vulgo han de ser forzosamente ingleses.

Juanito huyó de aquella pillería, cuya mirada insolente y burlona nada bueno presagiaba, y siguió por el camino de ronda, sumiéndose al poco rato en sus tristes reflexiones. Volvía a caminar automáticamente, sin fijarse en las personas que pasaban junto a él. Llevaba abiertos los ojos, miraba a todas partes, y nada veía. Nada, no; lo real, lo inmediato a su persona no lograba fijarse en su retina; pero en cambio, veía siempre, con una tenacidad desesperante, la blanca chaqueta arrugada brutalmente como la sábana del lecho después de una noche de placer, y luego... luego veía también la cortina alzada revelando una parte del atentado vergonzoso, de la degradación maternal, que era para él un golpe de muerte.

¡Oh, cuán execrable le resultaba ahora su antiguo ídolo! Y sin embargo, estaba convencido de que todo su odio era una impresión del momento, que se desvanecería apenas se hallase en presencia de la mamá. Es muy difícil desarraigar un cariño de tantos años; y este convencimiento era lo que más desesperaba a Juanito. Sentíase avergonzado por tener tal madre y adorarla, sin embargo, con la dulce ceguera del cariño.

—¡Eh...! ¡a un lado!

Juanito saltó hacia atrás instintivamente, al sentir en su rostro el bufido ardoroso de dos caballos. Había llegado a la entrada del camino del Cementerio, y aquellas bestias que casi le atropellaban eran los jacos huesosos, antipáticos y enfermizos que tiraban de un coche fúnebre. El tétrico conductor, con su librea negra y mugrienta, pasó, rociando de injurias al distraído y amenazándole con su látigo.

Juanito apenas si pudo verle. Sus ojos estaban fijos en el féretro blanco y dorado que se mecía con el traqueteo de las ruedas, dejando en su memoria la impresión de una nubecilla surcada por rayos de sol.

También debía estarse bien allí. Mejor que en los calabozos que antes contemplaba con envidia. El silencio para siempre, la amarga satisfacción del no ser, la grandiosa monotonía de la eternidad libre de toda alteración. ¿Por qué no iba él dentro de aquella caja? ¿Por qué no había caído cuatro años antes, cuando sufrió una pulmonía que puso en conmoción a toda su familia? Al menos habría muerto creyendo en su madre, y al partir le hubiera consolado un gesto, una lágrima de aquella mujer. Pero ahora estaba solo. Moriría aislado; lo único que le fortalecía era la certeza de la muerte como solución para sus males.

El rostro de una joven asomada a la ventanilla de uno de los carruajes del cortejo fúnebre pareció cambiar el curso de sus ideas. No; era una locura buscar la muerte. Si no hubiese conocido a Tónica, podría aceptar tan desesperada resolución; pero siendo amado por ella, era una locura. Aún había remedio. Una parte de su capital la había entregado a don Ramón Morte, no para jugadas de Bolsa, sino para la adquisición de valores públicos. Vendería, aunque fuese con pérdida, esta parte segura de su capital; pagaría las deudas importantes que había contraído por salvar a su madre, y con lo que le quedase se establecería modestamente, sería el dueño de Las Tres Rosas o de una tienda más pequeña, casándose en seguida con Tónica. Ésta era la verdadera solución. Nada de buscar millones; la lección había sido dura. Comerciante rutinario y cachazudo, buen marido y padre virtuoso; ésta era la felicidad, lo que él ambicionaba para el porvenir.

Y cuando con más entusiasmo forjábase la ilusión de la tranquilidad patriarcal, un silbido estridente rasgó los aires, como si Mefistófeles, desde las nubes, contestase con su carcajada chillona a los hermosos planes de virtud doméstica. Juanito, sin dejar de andar, despertó del extraño sonambulismo que le hacía correr en torno de la ciudad, agitado a cada instante por los más diversos pensamientos. Frente a él perfilábase sobre el cielo de pálido azul la plaza de Toros, con su contorno de circo romano. Entre ella y el joven estaba el paso a nivel de la vía férrea, donde comenzaba a palpitar, lanzando mugidos, una bestia de hierro.

Juanito viose detenido por la cadena que acababa de tender el guardavía. Este obstáculo pareció irritarle. Sintió otra vez dentro de sí aquel compañero misterioso que le había guiado en el salón de su casa al hacer los terribles descubrimientos. Algo le decía ahora con acento imperioso. Le empujaba, y él obedecía automáticamente. Olvidaba las ilusiones de futura felicidad que se había forjado momentos antes, y el ataúd coquetón, aquel féretro de raso blanco y bordados de oro, parecía brillar ante él, como un astro que le iluminase con su camino. Abríase su tapa, mostrando el interior mullido y acolchado como el de una caja de dulces. Unos cuantos pasos más, y se quedaba dentro para siempre....

De pronto, Juanito se sintió cogido por los brazos, zarandeado y empujado hacia atrás con tal fuerza, que estuvo próximo a caer.

—Pero ¿adonde va usted? ¿Está usted loco...?

El que le hablaba era el guardavía, un mocetón de blusa azul con iniciales rojas.

Entonces se dio cuenta de que estaba a pocos pasos de un tren que, conmoviendo el suelo, dando mugidos, por la chimenea y rugiendo por las válvulas de escape, salía de la estación, abofeteando a los más próximos con el viento de su rápido paso.

Juanito lo comprendió todo. Había pasado por debajo de la cadena, y el empleado acababa de detenerle casi en la misma cabeza del tren que avanzaba.

El guardavía mirábale con ojos interrogantes, en los que era visible la sospecha de un intento de suicidio. Los curiosos agolpados a ambos lados de la vía daban a entender lo mismo con sus palabras.

Juanito, avergonzado, siguió a buen paso el mismo camino de antes, como si después de lo ocurrido le fuera imposible continuar adelante dando la vuelta completa a la ciudad.

Pasó por el lugar donde había encontrado el fúnebre cortejo, y no pensó ya en aquel ataúd blanco que le obsesionaba con la más amarga de las seducciones. Tampoco levantó la desalentada cabeza para contemplar las torres de Cuarte, cuyos rojizos muros adquirían en su parte alta un tinte de incendio reflejando la puesta del sol.

La frescura que sintió siguiendo el pretil del río pareció reanimarle. Comenzaba el crepúsculo. En el cauce del río, las charcas y riachuelos, reflejando en su fondo el rojo horizonte, brillaban como si fuesen de encendida lava. En la ciudad, los vidrios de los altos balcones y de las esbeltas torrecillas destacábanse sobre la masa obscura de los edificios como placas de fuego. La calma del crepúsculo, compuesta de murmullos imperceptibles, de lánguidos suspiros que exhala la Naturaleza próxima a adormecerse, invadía el ambiente. Desde el pretil veíanse rebaños de obscuras ovejas, que al compás perezoso de las esquilas iban en busca del corral, mientras que por la parte de arriba, por la carretera polvorienta, marchaban también en retirada los rebaños del trabajo, gentes de espalda encorvada y blusa vieja, con la cara sudorosa y el saco de herramientas a la espalda.

La melancolía del crepúsculo se apoderaba de Juanito. Cuando entró otra vez en las Alamedas de Serranos, sus piernas flaqueaban, y sintió la necesidad de dejarse caer en uno de los bancos.

En aquel paseo silencioso, casi desierto, que lentamente se obscurecía, podía forjarse la ilusión de que estaba en un jardín de su propiedad, donde nadie vendría a turbar la pereza dolorosa, el anonadamiento triste en que iba sumiéndose.

En las charcas del río, las ranas comenzaban a templar sus instrumentos de dos notas para la interminable sinfonía de la noche; en la inmediata carretera sonaba el chirrido de los carros.

La humedad del sombrío arbolado empapaba las ropas de Juanito, adormeciéndole. Hubo momentos en que su imaginación, lanzada en el camino de la insensatez, hízole pensar que, como en los cuentos fantásticos, un colosal murciélago le abanicaba con sus alas, para chuparle la sangre después de dormido.

De pronto, vio plantadas ante él, mascullando palabras ininteligibles y extendiendo vergonzosamente las manos, dos niñas entecas, dos cabezas con el pelo revuelto y erizado como espantables Medusas, mostrando las piernas enflaquecidas y desnudas por debajo de los guiñapos que las servían de faldas. Una profunda conmiseración invadió el ánimo de Juanito. Aquéllas eran aún más desgraciadas que él. Tal vez no habían conocido a sus madres, y esto era mil veces peor que tener una aunque fuese como la suya. Olvidó repentinamente todas las precauciones de su carácter económico, y dejó el puñado de pesetas que llevaba en el chaleco en aquellas manecitas, que, asombradas y faltas de costumbre, no sabían cómo oprimir la lluvia de plata. Las pesetas caían al suelo, y Juanito no se arrepentía de su generosidad.

Indudablemente, allá arriba había alguien viéndolo todo: lo mismo lo que pasaba por las tardes en una alcoba, que lo que ocurría por la noche en un paseo solitario entre dos mendigas pequeñas y un hombre más niño que ellas.

La desgracia le perseguía. ¿Quién sabe lo que le estaba reservado? Tal vez algún día, con más vergüenza que aquellas infelices, tendría que tender la mano a las gentes, sintiendo calor en el rostro y en el estómago el cruel arañazo del hambre. Y como para sellar su pacto con la desgracia futura, cogió entre sus manos las desmelenadas cabecitas, besándolas en las sucias mejillas, en los labios cubiertos de costras.

Esto asombró a las mendigas más aún que la generosidad de momentos antes. Sus ojos cándidos y virginales deshonráronse con una viva chispa de malicia; tras la inocencia infantil asomó la precocidad de la vida aventurera, las lecciones infames aprendidas sobre el barro de las calles; y las dos, apretando convulsivamente sus puñados de pesetas, huyeron como si las amenazase un terrible peligro.

Después pasó una mujer pequeña y enflaquecida, una pobre obrera de las que habitan en la otra orilla del río. Cansada del trabajo, sostenía en un brazo la pesada cesta y un chicuelo mofletudo que se agitaba con nerviosa alegría, mientras tiraba con la otra mano de un galopín de cinco años que se obstinaba en no andar por habérsele desatado el zapato.

La mujercita saludó con una dulce sonrisa a Juan, y dejando sobre su mismo banco el pequeño y la cesta, encorvóse penosamente para atar el zapato de su hijo mayor. Después de acariciarle su enorme cabeza, volvió a recuperar lo que había dejado sobre el banco y prosiguió su marcha, siempre abrumada por la fatiga, poseída por triste desaliento, pero satisfecha y sonriente al mirar a sus dos pequeñuelos, cruz abrumadora que arrastraba en el calvario de la miseria.

Juanito creyó despertar ante aquella aparición. Era una verdadera madre la mujercita de la dulce sonrisa. En aquel grupo de conmovedora miseria había algo que él no había conocido jamás, y los dos pobres chicuelos, martirizados por el hambre, destinados a vivir como parias de la sociedad, gozaban lo que él, criado entre lujo y ostentación, no había tenido nunca.

Sentía deseos de pedir a Dios que hiciese un milagro, que le convirtiese en uno de aquellos niños, destinados a ser bestias de carga para el bienestar de sus semejantes, pero que al menos tenían una madre que los amaba sin distinguirlos y no se vendía a pesar de su miseria. Sintió de pronto en sus manos la caída de algo caliente que resbalaba sobre su epidermis. Lloraba. Al alejarse el tierno grupo, las lágrimas habían asomado a sus ojos, y no hacía ningún esfuerzo por contenerlas, sintiendo al llorar una sensación voluptuosa, como si sus pulmones, con extraordinaria dilatación, hubiesen expelido aquel nudo que le oprimía la garganta.

Así pasó mucho tiempo: con el sombrero caído a sus pies y la cabeza apoyada en una mano, dejando que las lágrimas resbalasen a lo largo de su antebrazo.

Los últimos transeúntes que pasaron fueron unas buenas mozas con la cesta al brazo, moviendo al andar bizarramente sus fuertes caderas. Debían ser cigarreras que volvían de la fábrica. Miraron entre compasivas y burlonas al señorito que lloraba, y se alejaron haciendo comentarios a toda voz. ¡Un hombre llorando! Indudablemente le había engañado la novia o había muerto su madre. A Juanito no le hicieron daño los burlones comentarios de aquellas muchachas. Habían acertado. Su madre había muerto aquella tarde, y por esto lloraba.

Tras el desahogo del llanto, quedó fatigado, con los miembros entumecidos, como si acabase de hacer una larga marcha.

No supo si había dormido o si el tiempo pasó con extraordinaria rapidez; lo cierto fue que al apartar las ardientes manos mojadas en lágrimas y erguir su cabeza, vio que era de noche. Por entre el ramaje de los árboles veíase el cielo azul obscuro de las noches de verano, moteado por el luminoso polvo sideral.

Como un sordo rugido semejante al hervor de lejana caldera, llegaban los rumores de la ciudad al paseo obscuro y silencioso.

Cantaban las ranas con una monotonía desesperante; reflejábanse las temblorosas estrellas en el fondo de las charcas; en el inmediato estanque conmovíanse con estremecimientos voluptuosos las plantas verdosas que extendían sus palmitos a flor de agua, y a lo lejos, como un eco, sonaban los ladridos de los perros del arrabal.

Aquel silencio matizado por los ruidos propios de la noche hacía imaginarse a Juanito que se hallaba en un tranquilo pueblo, lejos de una vida en la que sólo había encontrado hondos pesares. Su mirada vagaba errante por entre los puntos de luz, que le parecían impenetrables jeroglíficos trazados en el cielo. ¿Cómo serían aquellos mundos? Y pensando en esto, recordaba confusamente la poca geografía aprendida en la escuela, las innumerables consejas que había oído relatar sobre la influencia de los astros sobre los hombres.

Creía en lo maravilloso, en la influencia astrológica, sintiendo que la calma augusta de la inmensidad se filtraba en su ánimo.

Como si le atrajesen aquellos mundos desconocidos, creía elevarse en el espacio, dejando muy lejos, bajo sus pies, la tierra, llena de miserias. Su corazón parecía ensancharse, crecer, convertirse en un músculo gigantesco que ocupaba todo su pecho y lo hacía estallar como un saco angosto. Ya no odiaba a nadie.

Todos los seres de la tierra le parecían pequeños; y sintiendo la tierna conmiseración de las almas grandes, sonreía dulce pero compasivamente al pensar en su madre, en sus hermanas y hasta en la misma Tónica.

Nada le impresionaba ya; todo le era indiferente: amistad, familia y amor. Él no era de este mundo; su verdadera patria estaba arriba. Y miraba a los astros con ojos interrogantes, como inquilino que escoge la mejor habitación para trasladarse a ella.

Pero las impurezas de la realidad le despertaron otra vez de su sonambulismo. Pasaban misteriosas parejas por detrás de los macizos de árboles, unidas por dulce intimidad, con paso recatado, cuchicheando levemente y buscando un lugar a propósito para aislarse de otros a quienes la cita nocturna llevaba también allí.

Esto sublevó a Juanito. Tenía por suyo el paseo, la calma de la noche, el puro silencio que le envolvía; la impúdica invasión de libertinos callejeros y mercenarias ambulantes causábale el efecto de un atentado contra su propiedad. Un sentimiento de asco le hizo ponerse en pie; y recogiendo su sombrero, salió de la obscura alameda.

Las campanas de los relojes atrajeron su atención, haciendo que mirase el suyo a la luz de un farol.

Eran las diez y media. Le sorprendió la rapidez con que había transcurrido el tiempo y continuó su camino, dispuesto a vagar sin rumbo fijo; pero los grupos de gente que siguiendo el pretil marchaban en la misma dirección le arrastraron, haciendo que insensiblemente se encaminara a la feria de la Alameda.

Al llegar al puente del Real pasó por entre los tranvías y carruajes, que, parados en la obscuridad, parecían mirar al gentío con los encarnados y redondos ojos de sus faroles.

El magnífico panorama reanimó a Juanito. Al otro lado del río, millares de luces de colores, en serpenteantes líneas o marcando el contorno de los pabellones arquitectónicos, desvanecían la obscuridad, produciendo un rojizo vaho que se extendía por el cielo coma el reflejo de lejano incendio. Las charcas del río se poblaban de inquietos peces de fuego.

Atravesó el puente sufriendo los codazos de la multitud. Aquella noche era la última de feria. Destacábanse los grupos de soldados, con los roses enfundados de blanco; los huertanos iban en cuadrilla, cogidos de las manos por temor de extraviarse; y pasaban las labradoras con su traje de fiesta, arrastrando tras sí un racimo de chiquillos llorones y cansados, precedidas por los maridos en mangas de camisa, chaleco negro y el garrote de Liria en la mano, mirando a todos con fijeza, como si temiesen que los «señoritos» se burlasen de la familia.

Los farolillos venecianos formaban gigantescos pabellones de una claridad difusa. En la entrada de la Alameda apelotonábase el gentío, y por entre la masa de espaldas arqueadas y codos en punta pasaban las floristas con su cesto de mimbres erizado de ramilletes y las chicuelas desgreñadas, con el cántaro en la cadera y el turbio vaso en la mano, pregonando: «¡Al aigua fresqueta

Juanito viose detenido por la masa apiñada ante el tablado de los bailes populares. Sonaba el agudo cornetín repitiendo monótonamente la contradanza moruna o acompañando las voces de los cantadores, y a su compás saltaban sobre el tablado las parejas de bailarines, que de lejos parecían polichinelas.

En aquel lugar bifurcábase la corriente del gentío. La gente alegre y ruidosa, los labradores, la chavalería de gorrilla y tufos o de falda almidonada y pañuelo de seda, seguía por el pretil del río mirando la larga fila de casetas, en las que se aburrían los feriantes esperando al comprador que nunca llegaba.

Por el lado opuesto, por la avenida central, donde estaban establecidos los pabellones de baile, marchaba la gente «distinguida», con parsimonia, como en una procesión, mirando con el rabillo del ojo a los que estaban en las compactas filas de sillas, o deteniéndose un instante para contemplar las parejas que danzaban en los pabellones.

Juanito, confundido entre este público e insensible a las cosas de este mundo, lo encontraba todo feo y ridículo con su pesimismo feroz.

Aquellos pabellones, que vistos con un poco de buena voluntad a la luz artificial recordaban los palacios deslumbrantes de las leyendas, parecíanle ridículas barracas. Y luego, ¡qué asco le producían los imbéciles que en aquellos salones al aire libre bailaban como monigotes, sin advertir que el gentío se divertía con sus saltos!

En uno de aquellos pabellones estaría su hermano Rafael. Y el muy imbécil tal vez se divertiría, tal vez estarían con él las hermanitas, y todos juntos mirarían con desprecio a la gente que se pasea por bajo, sin pensar que de allí podría salir un acusador anónimo que les gritara: «¡Todo ese lujo, esa altivez que ostentáis, son debidos a la trampa, a la desvergüenza, a que vuestra madre es una...!»

No; decididamente, él no podía seguir paseando por aquella parte de la feria. Volvían a reaparecer las tristes ideas de la tarde; pensaba otra vez en su madre. Además, de seguir por cerca de los pabellones, estaba expuesto a encontrarse con su familia, con el señor Cuadros, con cualquiera otro que le hiciera acordarse de lo que él tenía empeño en olvidar.

Huyó de aquellos sitios, dirigiéndose al final de la feria, donde estaban los restaurants al aire libre, las buñolerías apestando el ambiente con el aceite frito de sus fogones, y las rifas, cuyos dueños atraían con furiosos gritos a la gente, prometiendo una fortuna. Más allá estaban los vendedores de sandías, voceando tras sus montones de verdes bombas; las mesas de comida barata, donde cenaban chorizos crudos y morcillas secas los soldados y los labradores; y al final, los barracones de espectáculos: El teatro mágico, La mujer gorda, Los perros sabios, con órganos a la puerta que hacían sonar una música extravagante, propia de una fiesta de caníbales. Juanito, con los nervios excitados, acabó por huir, refugiándose en los jardinillos a la inglesa que la gente llama «el Plantío».

Volvió a encontrarse como en las Alamedas de Serranos, en una soledad relativa, mirando desde su banco la agitación de la feria y contemplando el cielo a través de las copas de los árboles, cuyas hojas, bañadas por el reflejo de la luz artificial, cambiaban su tono verde por un plateado mate.

Allí, por un extraño capricho de su imaginación, pensó en los negocios. Recordaba las noticias que le habían dado aquella tarde en la Bolsa. La ruina era indudable. ¡Bien les había dejado el célebre banquero con su pretendida infalibilidad!

Su principal, el señor Cuadros, podía tenerse por hombre al agua. En cuanto a él, daba por perdida una gran parte de su fortuna, y únicamente confiaba en los valores del Estado que por encargo suyo había adquirido el señor Morte. Eran unos tres mil duros, y con esta cantidad pensaba encontrar la salvación.

El optimismo tornaba a apoderarse de su ánimo, como una reacción necesaria tras tantas horas de insufrible dolor. Aún tenía salvación. Se alejaría de aquella familia que sólo era en apariencia suya, pero a la cual no le ligaba lazo alguno; se casaría con Tónica, buscaría una tienda modesta y emprendería otra vez la conquista azarosa y difícil del dinero, teniendo por maestro a don Eugenio y siguiendo los procedimientos lentos y rutinarios del comercio a la antigua.

No sería millonario, no soñaría con palacios en el Ensanche y brillantes trenes de lujo; pero al llegar a la vejez se pasearía por una tienda acreditada, con zapatillas bordadas, gorro de terciopelo y la prosopopeya de un honrado patriarca, viendo a los hijos talludos tras el mostrador, como activos dependientes, y a Tónica, hermosa a pesar de los años, con el pelo blanco y los ojos de dulce mirada animándole el arrugado rostro.

Y el pobre muchacho conmovíase ante este cuadro de futura felicidad; y así como antes el dolor le hacía llorar, ahora suspiraba con angustia a causa de la alegría.

Cruzó el espacio un silbido rápido, estridente, un ruido semejante al desgarro de inmensa sábana, y en lo más alto del cielo, después de una detonación de lejano cañonazo, esparcióse un haz de puntos luminosos de diversos colores, que descendieron lentamente, dejando tras sí culebrillas de fuego.

Eran los cohetes voladores que anunciaban el disparo de los fuegos artificiales. Juanito, con la atención de un muchacho, seguía las vertiginosas curvas de aquellas veloces rayas de fuego en el obscuro espacio. Cuando comenzaron a arder con gran estruendo los fuegos artificiales en un extremo de la feria, él no abandonó su asiento. Estaba molido; sus piernas entumecidas negábanse a obedecerle, y la debilidad y el cansancio le producían, en ciertos momentos, algo así como asomos de vértigo.

Toda la feria adquiría un aspecto fantástico alumbrada por las bengalas, que tan pronto la coloreaban de alegre rosa como daban a las personas un tinte lívido.

Un rugido de entusiasmo saludó el principio de la traca, diversión favorita de un pueblo que ha heredado de los moros la afición a correr la pólvora. Pendiente de los árboles daba la vuelta al largo paseo aquella envoltura de papel rellena de pólvora, colgando a trechos los blancos cucuruchos que contenían los truenos.

Durante media hora repitió el eco aquel estruendo de batalla. Las mujeres, puestas de pie sobre las sillas, miraban con nerviosa curiosidad la nube de humo erizada de relámpagos que se acercaba, dejando tras sí un ambiente cargado de azufre y voladoras pavesas; y cuando el estruendo llegaba frente a ellas, cubríanse los rostros con los abanicos, hundían la cabeza en el pecho, o sin dejar de reír, llevábanse las manos a los oídos, como si no pudieran resistir el trueno continuo, cuya intensidad subía o bajaba, llegando en algunos instantes, con la violencia de la explosión, a hacer el vacío, dejando sin aire los pulmones.

La fiebre levantina enloquecía a los nietos de los rífenos, y eran muchos los que, con la blusa chamuscada, sacudiéndose la lluvia de pavesas, corrían siguiendo la marcha del fuego, deteniéndose para silbar al pirotécnico cuando la traca se cortaba, apagándose por algunos segundos. Con la violencia de las explosiones saltaban hechos añicos los globos de vidrio del alumbrado de gas; el azufre colábase por todas las gargantas, llevando al fondo de los estómagos su sabor insufrible; pero todo entraba en la diversión, y al final, cuando estallaba el trueno gordo, haciendo temblar el suelo de la feria, la gente menuda prorrumpía en estruendosa aclamación, despertando de la pesadilla belicosa que la había enardecido durante media hora.

Al terminar la traca, Juanito salió de la feria. Tenía prisa en llegar a casa antes que su familia. Reconocíase sin fuerzas para resistir la presencia de su madre. Carecía de costumbre en el fingimiento, y la expresión de su rostro le haría traición. Además, sentíase muy débil. Como los seres nerviosos que después de un esfuerzo extraordinario caen en desaliento mortal, él, tras la tarde de agitación y la noche pasada en los bancos del paseo, sufriendo el húmedo relente, sentíase enfermo. Su estómago le atormentaba, recobrando sus funciones después de la crisis nerviosa.

Cuando llegó a su casa y Visanteta le abrió la puerta, no pudo contener un gesto de asombro al ver que el salón estaba iluminado.

Entró. Allí estaban su familia y la del señor Cuadros, pero todos silenciosos, ceñudos, con la cabeza inclinada, como si en la vecina alcoba hubiese un muerto al que velaban. Juanito husmeó en el ambiente algo terrible e inesperado, y se olvidó de todo, atento únicamente a conocer el misterio. Fue a preguntar, pero el señor Cuadros le atajó poniéndose en pie y avanzando con los brazos abiertos, con expresión paternal y desesperada.

—¡Ay, hijo mío! Estamos perdidos. Ese Morte es un pillo.

¡Eh! ¿Qué era aquello...? Pero la extrañeza del joven duró muy poco, pues el señor Cuadros hablaba con la verbosidad de la desesperación.

La cosa había ocurrido al anochecer. Primero la noticia circuló tímidamente por la Bolsa, pero poco después la sabía toda la ciudad. El célebre banquero don Ramón Morte había desaparecido, produciendo la consternación en centenares de familias. Unos decían que era un farsante que había huido para comerse en el extranjero los millones robados a sus clientes con la hipócrita comedia de su sencillez y su filantropía; otros aseguraban que era un desgraciado, un iluso, que, enloquecido por anteriores triunfos, se había empeñado en sostenerse a la baja, perdiendo su capital y el de sus admiradores, para huir al fin, pobre y avergonzado, sin que su deshonra le valiera nada. Lo cierto era que desde el anochecer, toda una procesión de clientes, anonadados unos y amenazantes otros, entraban en las oficinas del banquero, no encontrando otra cosa que las mesas abandonadas y algunos empleados quejumbrosos y todavía no convencidos de la ruina de su principal.

Juanito quedó clavado en el suelo por el asombro, con los ojos desmesuradamente abiertos, mirando a un lado y a otro, sin ver nada. Los demás seguían cabizbajos, oyendo por centésima vez la relación del señor Cuadros, que parecía enloquecido por la ruina.

—¡Sí, hijo mío! Yo también he estado allí. Aquello es una desolación. Estamos a fin de mes y hay que pagar en seguida. ¡Oh, ese hombre! ¡Ese pillo! ¡Da lástima ver tanto desesperado, tantos padres de familia dispuestos a matarse o a matar a ese granuja si le pillan! El muy ladrón debió saber antes que nadie lo de la baja, y... ¡échale un galgo! ¡Dios sabe dónde estará ahora!

Juanito fue a preguntar algo, con la timidez del que espera una terrible noticia, pero su principal siguió hablando.

—¿Y yo, Juanito mío? ¿Cómo me quedo yo...? Arruinado para siempre, perdido, y lo que es peor, deshonrado. No tengo la cabeza para cuentas, pero he calculado a la ligera lo que debo a los corredores, y ni con la tienda ni con mis fincas tendré para pagar la mitad. ¿Qué hago, Dios mío, qué hago...? Para comer tendré que pedir a algún compañero que me admita de dependiente; y esto, a la vejez, es para pegarse un tiro.

Y Cuadros tenía los ojos vidriosos, faltándole poco para romper a llorar. No era su próxima degradación lo que más lamentaba, sino la pérdida de los placeres con que le había tentado la riqueza improvisada.

—Pero ¿y yo?—dijo por fin Juanito—. ¿En qué situación quedo?

—¿Tú...? ¡Pareces tonto! La ruina es igual para todos. Únicamente tienes sobre mí la inmensa ventaja de ser joven y carecer de mujer e hijos.... ¡Ay, quién estuviera en tu piel!

—Pero yo—dijo el joven con la tenacidad del que se agarra a una esperanza—, yo no sólo jugaba a la Bolsa. Don Ramón tenía en su poder más de tres mil duros míos en títulos del Estado. ¿Qué se han hecho?

Cuadros lanzó una carcajada, que, en fuerza de querer ser irónica, resultaba espeluznante.

—Espera sentado tus tres mil duros—exclamó con brutalidad—; eso de los valores públicos es una mentira. Ahora se ha descubierto que el tal don Ramón no compraba papel, y cuando le daban una cantidad con tal destino la dedicaba a la Bolsa, cuidando de entregar los intereses al cliente, como si en realidad existiesen los títulos. ¿Quieres saber que hay de esos tres mil duros? Pues que los has perdido. ¿No me dijiste que tu novia le entregó ocho mil reales? Pues los has perdido también.... ¡Cristo! Hemos sido unos brutos, y ahora, en justo castigo, nos quedamos en la miseria, y muchas gracias si en alguna tienda nos quieren admitir de bestias de carga.

Y Cuadros, furioso, iba de un extremo a otro del salón manoteando, gozándose cruelmente en pintar a su discípulo toda la grandeza de su ruina. Juanito estaba inmóvil por el estupor. ¡Dios sabe lo que pasó en aquellos momentos ante sus ojos, fijos, sin luz y desmesuradamente abiertos como los de un ciego!

De pronto, doña Manuela abandonó su asiento al ver a su hijo vacilar, llevándose las manos al pecho y retroceder como si buscase apoyo.

Intentó cogerlo por los brazos; pero el pobre muchacho se estremeció, lanzando una mirada a su madre, que despertó en ella vergonzosas sospechas.

—No, no me toque usted, mamá: ¡lejos...! no necesito a nadie... estoy bien.

Y cayó como un fardo sobre el mismo sofá en el que por la tarde había visto la arrugada chaqueta como impasible acusadora del adulterio.

XII


Juanito se moría.

Toda la noche la pasó tendido en su cama como una masa inerte, con la pesada cabeza hundida en las sábanas, el rostro envejecido, la barba alborotada y los ojos cerrados.

El pecho elevábase acelerada y trabajosamente, como si dentro funcionara una válvula vieja, y en la alcoba sonaba sin interrupción un ronquido silbante, cual si a lo lejos estuviera una locomotora expeliendo el vapor de sus calderas. La familia pasó toda la noche junto a la cama del enfermo.

Doña Manuela, a pesar de su ánimo varonil, estaba aturdida por el asombro. Pero ¿cuándo se cansaría Dios de enviar desgracias sobre ella? Primero la ruina del protector que sostenía el prestigio de la casa y la de su hijo, con cuya fortuna contaba para casos extraordinarios, e inmediatamente aquella enfermedad extraña, rápida como el rayo, que mataba por anticipado al pobre joven, pues le tenía inmóvil e insensible como un cadáver, sin otra vida que aquella respiración angustiosa que parecía asfixiar a los demás.

La desgracia reanimaba el sentimiento maternal, dormido durante tantos años en el pecho de doña Manuela. Contemplaba a Juanito con igual expresión que cuando era hijo único y gozaba de todas sus caricias.

Con los ojos enrojecidos por un sordo lloriqueo, iba la madre de un punto a otro de la alcoba cumpliendo lo dispuesto por los médicos, preparando los sinapismos que aplicaba por debajo de las sábanas a las míseras piernas del enfermo.

Rafaelito habíase retirado a su cuarto en la madrugada, y las hermanas permanecían clavadas en sus sillas, bostezando de cansancio, con un gesto de extrañeza y de miedo, como si presintieran que la muerte rondaba por la puerta de la alcoba.

La madre indignábase al hablar de los médicos. ¡Vaya una gente ignorante! Todo lo echaban en palabrotas raras e ininteligibles. Lo único que había podido sacar en claro era que se trataba de una congestión cerebral de las peores, y que el enfermo, por haber pasado a la intemperie gran parte de la noche, se hallaba en... ¿cómo decían aquellos tipos...? ¡Ah, sí! en un medio patogénico que había preparado el efecto terrible de la mala noticia.

Y no cabía dudar que el pobrecito se moría. Ninguno de los médicos había dado a la madre la menor esperanza. A sus preguntas contestaban con palabras que nada prometían; pero apenas estaban fuera de la alcoba, meneaban la cabeza con triste expresión, como afirmando que nada les quedaba que hacer allí.

En medio de su dolor, la obsesionaba una idea cruel. Recordaba el terrible momento en que Juanito había caído inerte al conocer su ruina.

—No, no me toque usted, mamá....

En sus oídos sonaban estas palabras como si acabasen de ser pronunciadas, y veía aún el gesto de repugnancia con que las había acompañado.

¿Qué cambio tan rápido era aquél, desde la adoración idolátrica a una repulsión instintiva? ¿Sabría algo su hijo? Y la cruel sospecha de que Juanito pudiera conocer el secreto de aquel lujo que la familia había ostentado en medio de la ruina martirizaba a doña Manuela. Sólo la suposición de que sus sospechas pudieran resultar ciertas la hacía sentir intenso remordimiento. Por una preocupación extraña, doña Manuela creía preferible que Rafaelito y hasta sus mismas hijas tuviesen conocimiento de su deshonra, antes que aquel buenazo, vivo retrato de su padre, para el cual cualquier impresión extraordinaria era la muerte.

Quedábase unos instantes inmóvil ante el lecho, contemplando fijamente al enfermo, como si en su rostro enrojecido e inmóvil pudiera leer algo de lo que pensaba al rechazarla con tanta vehemencia. Entreabría los párpados del enfermo y se fijaba en el ojo amarillento, opaco, sin vida, no pudiendo encontrar en él un rastro del pensamiento que con tanto interés buscaba.

Así pasó toda la mañana. Las niñas se habían retirado a descansar, fatigadas por el estertor incesante y penoso que las crispaba los nervios.

Doña Manuela estaba inmóvil, pensando en la sima que se abría a sus pies y en la que iba a caer irremisiblemente, encontrando al final lo que tanto la asustaba: la miseria.

Bien adivinaba ella el concepto en que ahora la tenían las familias amigas. En otras circunstancias, una enfermedad hubiese atraído inmediatamente innumerables visitas; pero ahora todos debían saber lo de la ruina, y de la casa que se derrumba todos huyen.

Un asomo de cordura iniciábase en aquella mujer dominada por la vanidad y la soberbia. Se había arruinado, había caído hasta en la deshonra por hacer su papel en la comedia del mundo, y fuera de algunas satisfacciones de su orgullo, ¿qué había sacado? Su Rafaelito era un perdido: ahora lo comprendía; muy elegante, eso sí, pero inútil para librar a la familia de la miseria. Sus hijas eran unas señoritas que sólo habían aprendido a figurar como muñecas bien educadas en un salón, y aun esto sin poder evitar cierta cursilería que saltaba a la vista apenas salían de su esfera. Su Juanito, el paria de la casa, era el que valía algo, y ahora estaba allí, agitando su pecho para escapar del brazo de la muerte, cansado de sufrir desdenes y olvidos.

Ahora veía claro. ¡Cuan tonta había sido! Pero todos sus propósitos de enmienda desaparecieron por la tarde, cuando recibió la visita de su hermano.

Don Juan había jurado en todos los tonos no volver a poner los pies en la casa de su hermana; pero al saber el estado de su sobrino se apresuró a visitarlo. Amaba a Juanito. Su rompimiento con él fue un arrebato de su carácter atrabiliario; pero por no mostrarse débil, permaneció alejado, aunque sin dejar por esto de enterarse de la marcha de sus negocios. Entró en la alcoba del enfermo con el ademán soberbio, el cónico sombrero encasquetado y lanzando a su hermana una mirada de desprecio.

Hacía esfuerzos por aparentar rudeza y mal humor, como si se presentase arrastrado por el deber y no por el cariño; pero el cerdoso bigote le temblaba y los ojillos parpadeaban nerviosamente. El estertor fatigoso, la inmovilidad del enfermo, las sombras cadavéricas que se extendían sobre el rostro, marcando sus huecos con triste negrura y haciendo destacar fúnebremente el perfil de la nariz, acabaron con la serenidad del pobre viejo, arrancándole un grito que parecía salirle del alma:

—¡Juanito...! ¡Niño mío...! ¿No me oyes...? Soy el tío Juan....

Y se abalanzó al rostro del enfermo, besando la sudorosa frente. Pero la máscara barbuda y lívida que asomaba por el embozo de las sábanas permaneció inmóvil.

El viejo prorrumpió en sollozos.

—Se acabó.... Esto es cosa hecha. Ya me lo ha dicho uno de los médicos, pero necesitaba verlo para convencerme. Parece mentira.... ¡Un chico como un castillo acabar tan pronto...! ¡Ay, cómo me duele ese ronquido...! ¡Cristo! Parece que me rasgan algo aquí, dentro de los pulmones. ¡Señor! ¡Qué justicia! Los carcamales como yo, buenos y sanos, y ese chico que parecía comerse al mundo, camino del cementerio.

Hubo una larga pausa.

—Mujer, ya estarás contenta. Al fin has salido con la tuya. Te estorbaba el chico, por ser hijo de quien es.

—¡Yo!—gritó doña Manuela poniéndose en pie, con llamaradas en los ojos y la majestuosa nariz agitada por la indignación.

Aquel momento de silencio pareció una larga amenaza. El ronquido angustioso del enfermo seguía sonando, cada vez más desgarrador.

—Sí, mujer, tú. No te pongas tan soberbia, que no has de comerme. Tú sabes que nos conocemos, y a mí no me asustas. Tú... sólo tú eres la autora de esa muerte. ¿Crees que no estoy enterado de todo? El chico era dócil, modesto, había bebido en buenas fuentes, era de nuestra escuela, y toda su ilusión consistía en conquistarse una posición sin perder la honra. Te quería demasiada, hubiera dado su sangre por ti, y eso es lo que le ha perdido. Primero le hiciste firmar pagarés, contraer deudas, y luego, su imbécil principal y tú, con el hambre del dinero, lo habéis metido en esa ladronera que llaman Bolsa. Ha venido la ruina, y... ¡cataplum! ¡el chico a tierra...! ¿Quién tiene la culpa, mala madre? ¿Quién ha asesinado al muchacho, perra desvergonzada?

—¡Juan...! ¡Juan!—gritó doña Manuela avanzando un paso con ademán imponente, extendiendo las crispadas manos como si fuera a arañarle.

—¿Qué hay...? ¿Qué quieres...? No me causas miedo. Los que somos honrados decimos sin temor la verdad.... Ya veo que has llorado, pero a mí no me engañan tus lagrimitas. No lloras por tu hijo; lo que te entristece es la miseria que se aproxima, la ruina de tu buen amigo Cuadros.

Don Juan subrayó con tanta expresión estas palabras, que su hermana dio un paso atrás, palideciendo y bajando las amenazantes manos.

—Parece que me has entendido. ¿Creías que también ignoraba yo esto? Lo sé todo, hija mía, y digo que me avergüenzo de que lleves mi apellido. Troné contigo cuando siendo viuda tuviste «aquello» con el doctor Pajares. Entonces aún podías justificarte, pues al fin amabas algo a aquel perdis.... Pero lo que no tiene excusa es que te hayas vendido, que te hayas entregado como un pingajo de la calle. En mal camino estás, Manuela, y ya es tarde para retroceder. Hay alguien que te castiga, haciendo que la deshonra no pueda servirte de Dada. Has perdido tu respetabilidad de mujer y ahora te hallas en los mismos apuros de antes, pues ese imbécil de Cuadros es hombre al agua. Por cierto que, según me han dicho, nadie puede encontrarle. Habrá huido, como su maestro el farsante Morte, convencido de que lo que tiene no alcanza para pagar a la décima parte de sus acreedores. Llora, hija mía, llora; de nada te ha servido caer.

Y doña Manuela lloraba, efectivamente, sin saber con certeza si sus lágrimas las arrancaba el estado de su hijo, los insultos de su hermano o aquella última noticia de la desaparición de Cuadros.

El viejo continuaba hablando junto al lecho del enfermo, excitado por la indignación, con voz sorda unas veces y gritando otras, de modo que cubría aquel estertor angustioso.

—Te lo vuelvo a repetir. No cuentes conmigo para nada. Si antes no te quería porque eras una manirrota, menos te querré ahora que eres una... no lo quiero decir. El único que podía esperar algo de mí es ese pobrecito. Los cuatro cuartos que tengo eran para él; pero ahora... se acabó. Nada espero y en nada confío. Gastaré lo que me queda; procuraré darme buena vida, y si tengo que hacer por alguien, ya sé a quién me dirigiré.

Y volviéndose hacia el enfermo, díjole con expresión de ternura, como si pudiera oírle:

—¡Juanín...! ¡Hijo mío! Tu tío está aquí.... Márchate tranquilo, que alguien queda para proteger a los que te amaban y habían de formar tu familia.

—¿Qué es eso...? ¿Qué dices?

—Cállate; Juanín me entiende, a pesar de que parece muerto. No tardaré en reunirme con él... por eso no lloro... no vale la pena; es una separación de un par de años... un viaje. Pero cuando lo vea otra vez, tengo la certeza de que me abrazará agradecido y me llamará ¡tiíto!, como cuando era pequeño y pasaba los domingos jugando en los porches de mi casa.

Y don Juan, enternecido por los recuerdos, gimoteaba inclinado sobre aquella cabeza lívida, en cuya frente caían las lágrimas del viejo, mezclándose con el agónico sudor.

De pronto debió arrepentirse don Juan de su debilidad; recordó sin duda algún detalle irritante de la vida de su hermana aferrado tenazmente a su memoria, y recobró el gesto de rudeza, mirando fijamente a doña Manuela.

—Oye bien lo que te digo. Cuando éste salga de aquí, no nos veremos más. Él era lo único que me ligaba a vosotros, el que podía obligarme a venir a esta casa. Andas muy mal, Manuela. Crees que tu última locura la ignoran todos, y cuantos te conocen lo sospechan. ¡Quién sabe si este pobrecito también estaba enterado y se va al otro mundo avergonzado de su madre...!

—¡Juan...! ¡Cállate por Dios...! ¡Me matas...! Doña Manuela gritó horrorizada, cubriéndose el rostro con las manos. La sospecha que tanto la molestaba reaparecía en boca de su hermano. Y tan grande era su turbación, que hasta le pareció más ruidoso aquel estertor de agonía, como si el moribundo contestase afirmativamente con su fatigoso ronquido.

—Sí, Manuela. Adivino lo que piensas. Tu hijo se muere, sin que tengas la certeza de que marcha a un mundo mejor con su inocencia limpia de toda sospecha, creyendo en su madre como yo creí siempre en la nuestra. Ése será tu castigo; ése será tu remordimiento.... Vivirás intranquila. Hasta ahora, el pobre Juanito apenas si ha merecido tu atención; pero la muerte despertará en ti los instintos de madre, pensarás en él a todas horas, le verás en sueños, y la sospecha de que tu hijo pudo conocerte tal como eres amargará tu existencia.... ¡Ay, infeliz! Te compadezco, pienso con horror en las noches que pasarás cuando esta cama esté vacía y creas oír en las habitaciones los pasos de Juanito. ¡Cómo llorarás cuando la miseria te acose, y esos cachorros de Pajares, que para nada sirven, no te puedan dar el pan que Juanito se hubiera quitado de la boca para ti...!

Ahora sí que lloraba de veras doña Manuela. Pensaba en el remordimiento horrible que le predecía su hermano, y más aún en aquella miseria que tanto la asustaba.

Tan visible era su desesperación, que don Juan calló, compadecido de su hermana. Hubo un largo silencio. El viejo habíase sentado en una silla baja, apoyando su espalda en el lecho, y con la cabeza inclinada parecía sumido en dolorosa reflexión. Doña Manuela, lloriqueando, fijaba sus ojos con expresión interrogante en el implacable hermano, como si le pidiera misericordia.

Transcurrió más de una hora sin que el silencio de la alcoba se interrumpiera con otro ruido que el estertor angustioso y continuo del enfermo. Doña Manuela levantábase para pasar una mano por la frente sudorosa del enfermo, cada vez más fría, y volvía a ocupar su asiento, mirando a lo alto con una expresión desesperada. Al angustioso movimiento de los pulmones uníanse ahora nerviosos estremecimientos, cada uno de los cuales parecía repercutir en los dos hermanos.

Don Juan palidecía como si sufriera los movimientos dolorosos de aquel cuerpo inerte, y miraba a su hermana con la misma expresión que si fuese ella la que martirizara al enfermo.

Entraron en la alcoba Amparo y Conchita, y al ver a su tío, con el instinto de jóvenes precoces y conocedoras del mundo, se aproximaron a él, besándole en la frente. Esto causó cierta impresión en el viejo, y mientras las niñas, de pie junto a la cama, contemplaban con el ceño fruncido y los labios apretados la agonía del pobre enfermo, don Juan dijo a su hermana en voz muy baja y titubeando como si se arrepintiera de su debilidad:

—Óyeme, Manuela; por ti no haría nada... no lo mereces; pero a la vista de esas pobres chicas me siento débil y no quiero que mi conciencia cargue con un remordimiento. Son jóvenes, están mal educadas, la conducta de su madre no puede servirles de buen ejemplo, y acostumbradas al lujo, es fácil que, al verse en la miseria, se pierdan para siempre.... No intentes contestarme; no me convencerás. Conozco adonde se llega siguiendo ese camino en que os halláis.... Os protegeré, pero ya sabes quién soy yo. Quiero que viváis, pero sin desórdenes, como personas juiciosas y honradas. Que todo lo pasado sea como un sueño. No tengo ahora la cabeza para cuentas, pero creo que arreglando tus negocios todavía salvaré algún piquillo de tu embrollada fortuna, y con esto y lo que yo os daré podréis vivir como viven esas personas honradas y modestas a las que llamáis cursis despreciativamente.... Seréis cursis, ¿lo entendéis? Más os prefiero así que convertidas en señoras tramposas, que pierden hasta su honor por engañar al mundo. Y en cuanto a ese Rafaelito, o estudiará, haciéndose hombre de provecho, o lo arrojarás de tu casa.... Porque eso sí, hija mía: ¡yo no mantengo pigres!

Al anochecer murió Juanito. La válvula vieja y gastada que parecía mugir dentro de su pecho fue aminorando lentamente el fatigoso movimiento. Cesó el estertor, como si se cerraran los escapes de aquella locomotora que sonaba a lo lejos; y al quedar la alcoba envuelta en un silencio fúnebre estallaron sollozos y lamentos en toda la casa. Hasta Visanteta y la remilgada criadita lloriqueaban en la cocina al pensar que no verían más al señorito campechano que alternaba con ellas, complaciéndose en obedecer sus mandatos.

Entre cuatro grandes cirios, sobre un tapiz fúnebre y tendido en el acolchado fondo de una caja blanca y dorada como aquella que tanto le había seducido, pasó Juanito la noche, velado por su hermano y por Roberto, que de vez en cuando salían al balcón para fumar un cigarro.

A la mañana siguiente llegaron las visitas: el desfile de levitas negras y tupidos velos, el paso por aquella casa de los amigos y conocidos, todos con la enguantada mano tendida, un gesto de amargura en el rostro y la palabra de resignación guardada cuidadosamente para tales casos.

La única nota tierna de aquella ceremonia fría y rutinaria fue el llanto de dos mujeres enlutadas que entraron con timidez, apoyadas la una en la otra. Nadie las conocía, pero iban acompañadas por don Juan.

—¡No le veo... no le veo...!—gimoteaba tristemente la más vieja, moviendo sus grandes ojos mates y sin luz.

La más joven contemplaba fijamente, con estupor doloroso, la alborotada barba del cadáver.

—No, no te acerques, niña—dijo bondadosamente don Juan—. Sería una impresión demasiado fuerte.... Sé lo que deseas. Tendrás su cabello; ya arreglaré yo eso en el cementerio.

Y don Juan, empujando dulcemente a Tónica y Micaela, las sacó del salón, mostrando con ellas una solicitud paternal. Las gentes enlutadas que estaban en torno del muerto conocían la rudeza del viejo, y extrañaban su bondad. Las buenas burguesas se habían fijado en la dulce belleza de Tónica, y sin dejar de mover los labios como si rezasen, murmuraron bajo sus velos negros:

—Será su querida.

Sonaron en la plazuela el sordo rumor de muchos carruajes y los gritos de los cocheros. Después un coro de voces lúgubres entonaron la primera estrofa del De profundis.

Ya estaba allí la parroquia, ¡Abajo el muerto! Y en el salón sonaron los golpes del martillo sobre las tachuelas del féretro, que el eco repetía con extraña sonoridad. En la plazuela, los balcones estaban repletos de gente, como si esperase el paso de una procesión. En torno de la cruz de plata agolpábanse los negros bonetes, las rizadas sobrepellices y las lustrosas chisteras del acompañamiento. Allí estaba lo mejorcito de la Bolsa. «Alcistas», que respiraban satisfacción por la reciente victoria; los partidarios de la baja, mustios y desalentados, y los que ganaban siempre, los corredores y sus ayudantes, gente joven y amiga de Juanito, recordando con cierto enternecimiento las bromas que se permitían con aquel barbudo de corazón de niño.

En todo el camino, hasta la puerta de San Vicente, el fúnebre cortejo fue una sesión ambulante de la Bolsa. Aquellos señores, sin acordarse del motivo que les obligaba a andar por las calles en procesión, hablaban de los negocios, de la fuga de Morte, con gran estallido de fin de mes, y de la desesperada situación de los discípulos del famoso banquero.

El nombre de don Antonio Cuadros estaba en todas las bocas. Había huido el día anterior, con el convencimiento de que no podía pagar sus deudas, avergonzado sin duda de su ruina. Unos decían que había salido en el expreso para Francia; otros que estaría en Barcelona o en Cádiz, esperando ocasión para embarcarse en algún trasatlántico. En América está el porvenir de los desesperados y de la gente arruinada. Teresa debía saber dónde estaba su marido. La fuga era cosa convenida entre los dos: por eso se mostraba ella tan tranquila. Habíase quedado con su hijo en Las Tres Rosas, y a todos los que buscaban a don Antonio les contestaban lo mismo. Estaba fuera y no tardaría en volver para arreglar sus asuntos.

Era la fuga del banquero Morte copiada en miniatura. Además, se hablaba de que el señor Cuadros había comprometido en su ruina los ahorros de don Eugenio, confiados a su custodia, y todos se compadecían del pobre viejo.

Podían esperar sentados los acreedores de Cuadros a que éste volviese. Pero como entre ellos figuraban corredores de Bolsa, que se veían gravemente comprometidos de no proceder inmediatamente contra el deudor, en el cortejo fúnebre se hablaba de embargo, añadiendo que tal vez a aquellas horas estaría el Juzgado haciendo el inventario de la tienda.

Y era verdad. A las dos de la tarde entraban en Las Tres Rosas unos cuantos señores con papeles bajo el brazo, seguidos por un alguacil. En todo el Mercado, la aparición de los pajarracos de la ley produjo honda emoción. El comercio acreditado, sólido y a la antigua, que se cobijaba en obscuras tiendas, experimentaba esa inquietud que la justicia española despierta siempre en los hombres honrados, de tranquilas costumbres.

¡Qué aspecto el de Las Tres Rosas! Parecía la tienda un ser animado que acogía la desgracia con un gesto de resignado dolor. La puerta estaba sin adorno. Sólo algunas fajas y tiras de pañuelos obscuros pendían de los balcones, balanceándolas el aire como sogas de ahorcado. El escaparate tenía un aspecto de vetustez y abandono; el polvo de tres días sombreaba los vivos colores de las telas; y hasta el emblema de la casa, aquel maniquí vestido de labradora, parecía mirar al través de los cristales la extensa y alegre plaza con ojos de muerto. En las puertas de todas las tiendas aparecían las cabezas curiosas de los dependientes, con la misma expresión que si presenciasen el último acto de un drama. Los dueños, de pie en la entrada de sus establecimientos, volvían la espalda a Las Tres Rosas y fruncían el ceño, como si les doliese presenciar aquella catástrofe.

Apenas el Juzgado tomó asiento en la tienda, los pocos dependientes que aún quedaban en ella, como fieles guardianes de la ruina comercial, abalanzáronse a las puertas para cerrarlas, evitando de este modo la expectación molesta de los curiosos.

El escribano había subido al piso principal para hacer ante la esposa de Cuadros las notificaciones consiguientes antes de comenzar el embargo. Un hombre salió de la trastienda con paso acelerado, como si le persiguieran.

—¡Don Eugenio!—exclamaron los dependientes—. ¿Adonde va usted...?

—Dejadme, muchachos. Ya me ha dicho el señor de arriba que no me marche.... Pero primero me matan que me quedo. Yo no puedo seguir aquí... ésta no es mi casa.... ¡Dejadme pasar...! ¡Abrid la puerta...!

Y el pobre octogenario, con su arrugado rostro de una palidez de marfil, tembloroso y flácido, sin el bastón-muleta que le ayudaba ordinariamente en su marcha, los ojos inyectados de sangre y los ademanes descompuestos, parecía un pobre loco.

Pasó por entre los dependientes de la tienda y del Juzgado, atropellándolos con su débil cuerpo, que parecía fortalecido y vibrante por la indignación; y empujando con el pie una puerta entreabierta, salió de la tienda.

A aquella hora, la plaza del Mercado estaba bañada por el ardiente sol de una tarde de verano. Las moscas, revoloteando en la atmósfera de luz, brillaban como movibles chispas de oro; los tejados destacaban sus agudos contornos sobre el espacio azul y límpido. Frente al Principal, un grupo de soldados comía melones; en las puertas de las tiendas asomaban los dependientes curiosos; un corro de granujillas del Mercado jugaba a las chapas frente a los pórticos, y el resto de la plaza estaba solitario, con las aceras limpias de cestones y toldos, tostándose sus baldosas con aquella luz intensa y deslumbrante que lo caldeaba todo.

Don Eugenio andaba sin saber adonde dirigirse. Le temblaban las piernas, pasaban tenues nubecillas ante sus ojos y veía confusamente a los dueños de las tiendas, que le seguían con un gesto de compasión o le llamaban con amistosas señas.

—No, no iré... Yo no tengo derecho a entrar en vuestras casas. Sois los hijos, los sucesores de aquellos comerciantes de mi casta, viejos compañeros que antes morían que faltar a la honradez. No podría entrar en vuestras tiendas: soy el dueño de Las Tres Rosas, un quebrado, uno a quien embargan y que ningún comerciante honrado puede considerar como amigo.... ¡Ay, mi pobre tienda...! ¡Te has lucido, Eugenio! Sesenta años de honradez inquebrantable, llegar a una edad a que pocos llegan, y todo ¿para qué? Para ver desmoronarse en un día lo que tanto me costó de edificar.... Pero ¿en qué tiempos estamos? ¿Qué hombres son estos que se juegan el porvenir, la tranquilidad de la familia, que pierden la honra y huyen tan frescos? La maldita ambición de subir y el salirse de la esfera los pierde a todos.... Ésta no es mi época.... Soy un muerto que por milagro sobrevive.... Mis compañeros, mis amigos, hace ya muchos años que se pudren en la tierra.... Allí debía estar yo. Juanito, ese chico, es quien lo ha entendido.... ¡Claro! Aunque dócil, era también de los nuestros, y ha preferido irse. ¡Ay, Señor! ¿Para esto me habéis conservado la vida...? ¡Llevadme, llevadme pronto...!

Y agitado en su interior por estos pensamientos, avanzaba penosamente, trazando zigzags como si estuviera ebrio, cada vez más pálido y extendiendo sus brazos al pedir mentalmente que lo arrancasen del mundo.

Había llegado frente a San Juan, y su mirada, cada vez más indecisa y obscura, se fijó en la célebre veleta, en el pajarraco que doraba el sol, dándole el brillo de un ave del Paraíso.

—Aquí fue.... Como un perro me dejaron los míos.... He trabajado mucho, ¿y qué? Pobre y hambriento me abandonaron, y después de setenta años me encuentro igual en el mismo sitio. ¡Hermoso porvenir...! Sea usted honrado, trabaje usted mucho, para verse arruinado, sin otro recurso que pedir limosna en la puerta de San Juan a los hijos de mis amigos.... ¡Ay, mi pobre tienda...! Ha naufragado el barco, y el capitán debe morir. ¿Dónde está la veleta...? ¿Se la han llevado...? ¡Qué aprisa anochece...! ¡Cómo me rueda la cabeza...! ¡Viejo, que te caes...! ¡Señor...! ¡Señor...! ¡Así!

La caída fue instantánea.

Primero se doblaron sus rodillas, quedando de hinojos en aquel lugar donde su padre le había abandonado setenta años antes; después cayó de bruces en la acera.

Los que en tropel salieron de todas las tiendas aún pudieron presenciar la agonía del último veterano del Mercado.

Valencia, 1894.

FIN