- I -

Aún no se habrían extinguido las últimas chispas de la hoguera, y apenas asomaban los primeros rayos del sol sobre la cúspide de las montañas vecinas, cuando las campanas del lugar comenzaron a tocar al alba. Sin duda el sacristán había pasado la noche con sus convecinos bailando al fulgor de la hoguera; pues de otro modo, según pública fama, no hubiera sido capaz de tomar la delantera al sol para abandonar el lecho.

Comenzaba yo, entre sueños, a reparar en la tan, para mí, inusitada música, y tal vez hubiera conseguido no salir con ella del plácido letargo que me dominaba, cuando la tos, las pisadas y los gritos de mi tío que entraba en la alcoba con el objeto de despertarme, ahuyentaron completamente el sueño que, por ser el de la aurora, es el que más me gusta.

-Arriba, perezoso, que ya es hora! -oí gritar entre garrotazos sacudidos sobre los muebles, y taconazos y patadas en el suelo.

-¡Pero, señor, si está amaneciendo! -contesté balbuciente y restregándome los ojos.

-Eso es: será mejor levantarse al medio día como hacéis en la ciudad... ¡Fuera pereza! -añadió con una risotada, tirando de un manotazo la ropa que me cubría, a los pies de la cama-. Alza esos huesos y disponte a celebrar a San Juan como es debido.

Estas últimas palabras me hicieron recordar que era el día de mi tío, y que por ello había llegado yo la víspera a su casa. Felicitéle cordialmente, y no pude menos de admirar aquella humanidad robusta y, a pesar de los sesenta años que contaba de fecha, fresca y rebosando en vida.

Estaba ya afeitado y vestido con la ropa de los domingos, traje que sin ser de rigorosa elegancia, ni mucho menos, tampoco bajaba hasta el vulgar de los campesinos: ancho, fino y cómodo, como pertenecía a un señor bien acomodado de aldea; categoría en que figura mi tío con tanto derecho como el mejor caballero de la provincia.

Cuando me hube vestido, me cogió por un brazo y se empeñó en que le acompañara a dar una vuelta por el barrio, mientras era hora de almorzar. Dispúseme a complacerle, y salimos del cuarto. La gran sala que atravesamos tenía abiertas de par en par las tres puertas de su inmenso balcón; el sol entraba ya por ella, iluminando todo el larguísimo y espacioso carrejo que terminaba en la escalera; se oía el cuchareteo y hervor de la cocina que empezaba a animarse por la solemnidad del día, y se respiraba en toda la casa un ambiente especial, una atmósfera pura y embalsamada, que sólo se respira en el campo de la Montaña en las madrugadas de verano, al secar el sol el fresco rocío sobre las flores de las praderas.

Al llegar a la puerta de la escalera encontramos a mi tía, digna compañera de su marido, como él robusta y fresca, descubiertos sus blancos y rollizos brazos hasta cerca de los codos, y llevando un gran jarro de leche, espumosa y tibia aún, en cada mano. Sonrióse gozosa y expansiva con nosotros, saludóme cariñosa, y, velis nolis, me hizo probar la leche que ella misma acababa de ordeñar.

Al bajar la escalera espantamos con nuestra presencia el averío que en el ancho portal se desayunaba con el maíz que para eso había desparramado mi tía sobre las losas.

En el corral saltaban los terneros alrededor de sus madres, saliendo al campo a solazarse algunas horas bajo la vigilancia de un guardián; el mastín gruñía atado aún a la cadena, pero alegre y bullicioso al vernos... todo, en una palabra, cuanto nos rodeaba, parecía disfrutar de la belleza del día que empezaba, y de la inefable satisfacción que experimentaba aquella familia modesta en el sexagésimo aniversario de mi tío, festividad doblemente solemne, por cuanto San Juan era, a la vez que de mi tío, el patrono del lugar.

Siguiéndole yo siempre, salimos por la ancha portalada característica de todas las casas solariegas de la Montaña; entramos en una verde y entoldada calleja, y al llegar a la Iglesia que estaba cerca, nos sentamos en un rústico banco detrás de ella y bajo una viejísima y copuda cajiga.

A pocos pasos, enfrente de nosotros, estaba la taberna; y en su portal, dos reses desolladas, colgadas de una gruesa viga, eran el centro alrededor del cual giraba entonces el pueblo entero, en busca de un pedazo de carne, sabroso regalo con que se celebraba entre aquella gente la fiesta del patrono.

Mi tío se entretenía en contarme la vida y milagros de cada aldeano que pasaba por delante de nosotros, saludándonos humildísimamente, provisto ya de su miserable tajada, objeto de sus ahorros de un mes.

-¿Ves ese -me decía-, que se tambalea sobre las piernas y lleva la cara metida hasta las narices en un sombrero viejo, mal calzado y peor vestido? Pues es un hombre muy honrado; tiene siete hijos, y el mayor, con quien gastó la mitad de su pobreza para librarle de la cárcel en que te metieron por haber dado una paliza a su vecino, después de casado le puso pleito y le embargó la pobre choza que le quedaba, porque no le devolvió una corta suma el mismo día en que venció el plazo del préstamo... Hoy se habría muerto de hambre y de pena si yo no le hubiera dado el dinero para salir de su apuro.-Ese otro jaquetón, tan planchado y que parece un señor, es un trapisondista capaz de pegársela al lucero del alba.-Repara bien en esa mujer que nos ha saludado con voz melosa y sin levantar los ojos del suelo; pues es una bribonaza, chismosa, enredadora y capaz de beberse a toda su casta: apostaría una oreja a que lleva la botella del aguardiente debajo del delantal.-¡Éste sí que es todo un hombre de bien y hacendoso! Sin tener un carro de tierra suyo, se arregla tan bien con la que lleva a renta, que nunca le falta media onza de repuesto al pico del arca: es el mejor de mis colonos. -Algo más que este otro perdido: tres años hace que no me paga un cuarto. Murmúrase si lo gasta con una vecina... porque también por acá hay sus gatuperios como en la ciudad... ¡Mira! la muy pingona ya se va detrás de él. -Este es el señor alcalde, labrador acomodado; pero no me puede ver, aunque me saluda muy fino. ¡Como no le dejo pasar ciertas cosas en el ayuntamiento!... Siete pleitos he tenido con él, y le he ganado cinco.-Observa a ese que se arrima a la pared para no caerse; va hecho un cuero de vino: es vecino mío y le da siempre en la borrachera por pegar fuego a mi casa. Cuatro veces le he cogido con el tizón en la mano; en una de ellas estaba ya ardiendo la leñera. No le he echado a presidio, porque me da lástima de su pobre familia.-Ahí tienes dos novios convidándose a castañas... Buena pareja ¿eh?: hoy va la tercera amonestación a misa mayor, y mañana se casan... -Mira el mastín de la cabaña; ¡gran perro!: media nalga arrancó a un muchacho que le quiso montar el otro día. Ahora va a la carnicería a ver si pesca algo que valga la pena; ¡como hay dos reses hoy!... Todos los domingos del año se mata una sola, pero en días señalados se consumen dos... Si fuera aguardiente... ¡Eso sí que tiene consumo en el lugar!...

De esta manera siguió el buen señor hablándome largo rato de todo cuanto veía y recordaba, sin tregua entre uno y otro asunto, y sin dar tiempo a que le replicara yo una sola palabra.

Hago, pues, omisión de todas sus observaciones, en la inteligencia de que el lector no encontrará tanto interés en ellas como mi tío, para quien, como buen aldeano, eran la salsa favorita.

Aproximándose la hora del desayuno, dispusímonos a volver a casa; mas antes quiso mi tío darse una vuelta por la Iglesia, por si sus hijas habían vestido ya al santo.

Conviene advertir que mi tío era mayordomo de San Juan, honra que venía, ab initio, vinculada en la familia; y corría de su cuenta alumbrarle todo el año, y vestirle, y adornarle en su festividad, y buscar y pagar predicador para este día.

Mas todo esto se hacía con su cuenta y razón; no se crea que a este santo se le servía gratis et amore, sólo por su bienaventuranza. San Juan era uno de los propietarios del lugar, registrado en los libros del ayuntamiento como otro vecino cualquiera. Tenía dos prados de regadío, bastante buenos, que arrendados a un colono producían una renta anual de doscientos reales, renta que cobraba su mayordomo, llevando en un libro especial una cuenta corriente con el santo.

Pero en obsequio al administrador, debe quedar consignado: 1.º, que los dos prados del beatífico propietario, eran de una manda hecha por la piedad de un abuelo de mi tío; y 2.º, que éste, en honor del santo, gastaba todos los años, sobre los doscientos reales que producían las fincas, otros cuatrocientos de su bolsillo, en lo cual se creía, y con razón, muy honrado. Y se comprende muy bien. San Juan no era para la casa de este buen señor solamente su patrono y el del lugar, ni uno de tantos bienaventurados cuya imagen se veneraba en la Iglesia parroquial del pueblo: era, además, un protector especial, un huésped constante de mis parientes.

Los paños, los candeleros, las velas del altar del santo, se encontraban en aquella casa como la ropa y el calzado de la familia, y hasta en las listas de la colada se leía siempre, junto al renglón, por ejemplo, de los calzoncillos de mi tío, otro de los paños de San Juan. Cuidábase su imagen, quitábasele a menudo el polvo, se restauraba la pintura donde quiera que se descascaraba un poco; pintábanse cada dos años y se doraban las andas en que se le sacaba en procesión, y se esmeraban mis primas en renovarle los ramilletes de flores que le rodeaban en la urna, con la frecuencia necesaria, y en engalanarle para las grandes solemnidades; era el santo, en fin, como de la casa, valiéndome de una frase de mi tía.

Y hechas estas advertencias, volvamos al asunto principal.

Entramos en la iglesia. En el centro de ella, y colocado ya en las pintorescas andas, sobre una mesa, estaba San Juan con el corderito a los pies, y en la diestra la cruz con el Agnus Dei qui tollis pecata mundi, escrito sobre la flámula ceñida a ella. Sin estos atributos, confieso que me hubiera sido imposible conocer lo que aquel aparato representaba. Tales primores habían hecho mis primas con la imagen.

Hallábase ésta bajo dos arcos cruzados, en el sentido de las diagonales de las andas, revestidos de pañuelos de seda de sobresalientes colores, y caían sobre la cabeza del Bautista multitud de relicarios, campanillas, acericos y escapularios; y no pareciéndoles, sin duda, bastante a mis primas la piel con que el escultor cubrió la desnudez de la imagen, habíanle colgado sobre los hombros un rico chal de Manila, que le llegaba hasta los pies, y colocado en la mano con que señalaba el corderito, un pompón encarnado y verde, procedente de un chacó de realistas, cuerpo a que, en sus mocedades, había tenido mi tío la honra de pertenecer.

Mirábame éste y miraba al santo, y tornaba a mirarme después con cierta expresión de complacencia, mientras yo contenía a duras penas la risa que me excitaba el fatalísimo gusto de mis primas, que habían hecho, con fervorosa y cándida intención, un ídolo chino de una de las imágenes más poéticas y sencillas de nuestro culto.

Felicité, no obstante, a mi tío por su celo y esplendidez, y después de dar él algunas órdenes al sacristán relativas a la procesión, salimos de la Iglesia y nos volvimos a casa.


- II -

Esperábamos ya alrededor de la mesa mi tía, mis dos primitas, que, en el vigor de la robustez y de la juventud, hubieran podido marear a un estoico con algo menos de rubor y con un poco más de coquetería, y el predicador que debía hacer el panegírico del santo aquel día. Era un franciscano exclaustrado, párroco de uno de los pueblos inmediatos, y orador de tanta fama en la comarca como pulmones.

Mi tío se honraba todos los años dándole de comer y de almorzar el día de San Juan, y sus hijas le planchaban y rizaban la sobrepelliz que se vestía para predicar.

Pusiéronse encendidas como dos pimientos mis primitas al tener que contestar a mi saludo, tendióme una gruesa, morena y áspera mano el exclaustrado, abrazando en seguida a mi tío; y todos, en grata compañía, nos sentamos a la mesa.

Sirviéronnos, primeramente, chocolate al exclaustrado y a mí, pues la familia se despachó a su gusto con sendas cazuelas de sopas de leche. Y dije «primeramente», porque el reverendo, después que con el último sorbo estrepitoso, infinito, sublime, tirado al pocillo, apuró

«cuanto en el hondo canjilón había»,

acometió a las sopas de leche, haciendo en ellas él sólo tanto estrago como toda la familia junta. Después de la leche nos sirvieron vino blanco con bizcochos, prototipo en las aldeas de digestivos y confortantes, y cuyas virtudes se tienen en tanto, que lo mismo se administra este agasajo a un moribundo que en una boda. Por ello tuve, a mi pesar, que echarme al cuerpo mi ración correspondiente; pues desairarla era, a lo que vi, la mayor ofensa que podía hacerse a la rumbosa prodigalidad de mis tíos.

Concluido el almuerzo, llegó la hora de ir a misa; y al acercarnos a la Iglesia, fuimos acometidos por una comparsa de danzantes, bajo cuyos arcos tuvimos que pasar más de dos veces; honor tributado exclusivamente a las notabilidades del pueblo, o mejor dicho, a todas las personas que podían dar algunas monedas de gratificación, en cambio de tan señalado festejo.

Antes de la misa se llevó en solemne procesión al santo alrededor de la Iglesia, teniendo mi tío el honor, en compañía del alcalde y dos regidores, de cargar con las andas. Dos mocetones, armados de escopetas, abrían la marcha haciendo fuego, y un ciego gaitero acompañaba con su ronco instrumento al señor cura en sus cánticos, a los que contestaba todo el pueblo, de vez en cuando, con un fervoroso «ora pro nobis.»

Empezada la misa, no cesaron los tiros en el portal de la Iglesia, y la gaita siguió tocando en el coro, acompañando a los cantores entre los cuales estaba mi tío que era una especialidad para echar la epístola. Tocó su turno al predicador, cuyo sermón era el gran acontecimiento del día. No diré que con muy brillantes formas, pero con un pulmón admirable, con palabras sencillas y con una doctrina pura y llena de paz y de consuelo, infundió tal entusiasmo en su auditorio, que, convertido cada oyente en un héroe, hubiera seguido al franciscano... hasta la hoguera, jurando a Jesucristo y a San Juan. Líbreme Dios de no admirar tanto fervor. ¡Ojalá tuviera cada aldea y en cada semana, por lo menos, un orador de aquel género, que conservara viva y consoladora en el pecho de los pobres aldeanos la fe de sus mayores! Con ella únicamente son posibles la paz y la ventura entre tantas privaciones y miserias. Los derechos políticos, la civilización autonómica, nunca producirán entre ellos más que envidias y escisiones, hambre y desperación. Ser pobre y honrado es la mayor de las virtudes; y el pueblo, para ser virtuoso, necesita, antes que derechos y títulos pomposos que le ensoberbezcan, pan que le alimente y fe que le resigne al trabajo.

La misa fue, pues, de lo más solemne que era posible en semejantes circunstancias; tan solemne, que duró dos horas. Mi cabeza, mi cuerpo entero, lo recordará toda la vida.

Al llegar a casa, y después de felicitar sinceramente al exclaustrado por su discurso, lo cual no dejó de envanecerle un poquillo por la razón de gastar yo bigote y perilla y ser de la ciudad, nos sentamos alrededor de la mesa que ya estaba preparada, y empezó la comida, previo benedicite del franciscano.

Nada de notable había en ella, lector, en cuanto a la calidad, que merezca participársete; pero preciso es que sepas que en cuanto a la cantidad... ¡aquello tenía que ver! La sopera, llena hasta los bordes, era poco menor que un barreño; las fuentes del potaje podían servir de barcas en caudaloso río; el primer principio se componía de más de media arroba de carne guisada; y cuando llegó el gallo en pepitoria, héroe del banquete, acompañábanle, para hacerle honor, cuatro capones. De ellos se nos sirvieron a los tres hombres a capón por barba, y se repartió el cuarto entre las tres mujeres. Y lo de menos hubiera sido para mí semejante alarde de prodigalidad, y hasta el acostumbrarme a ver sin admiración cómo mi tío y el predicador engullían cuanto les ponían por delante; pero lo terrible fue que me obligó a hacer lo mismo que ellos la implacable oficiosidad de mi cara tía. Cedí con la sopa a los reiteradísimos «ponte más, no lo desaires» con que me acosaba la buena señora; y al tratar resueltamente de negarme a repetir de los potajes, tal fue la insistencia de la familia entera, y tanto me solfearon que despreciaba su pobreza, que por no sufrir tan inclemente machaqueo me resolví, con la resignación de un mártir, a jugar la salud en aquel lance; pero me fue imposible transigir con el capón: materialmente estaba ya lleno, rebosando mi estómago. Para colmo de mi angustia, llegó el arroz con leche, plantándoseme delante un plato sopero encogollado «para mí solo.»-«Y en acabándole, aquí tienes más» -añadió mi tía con una sonrisa muy cariñosa, pero que me hizo temblar, horrorizado, al ver la enorme fuente que señalaba con el dedo, colocada en el centro de la mesa.-Afortunadamente, con la idea, nada más, de echarme al coleto tanto engrudo, entráronme unos sudores, fríos como los de la muerte, levantéme tambaleándome, llegué al corral... Y despojado el estómago del peso que le oprimía, volví a la mesa, pero sin el consuelo de hacer comprender a aquella buena gente la impertinencia de sus mal entendidos obsequios. Mi tía, especialmente, achacaba el suceso, en tono de resentimiento, a que no me gustaban los guisos que ella misma había hecho. Luego vi que era imposible persuadir a aquellas benditas almas de que puede un hombre hartarse una vez de sopa de fideos, de gallo en pepitoria y de arroz con leche.

Concluyó por fin el banquete con vino blanco y bizcochos, y mientras el fraile y mis tíos se fueron a dormir la siesta y mis primas a vestirse para ir a vísperas, yo me largué al campo a tomar el aire, que buena falta me hacía.

Dos horas después volvimos a la iglesia; sacaron otra vez al santo en procesión, rezóse el rosario y nos fuimos a la romería, que se desparramaba en una pradera inmediata a la iglesia. Hiciéronme ver uno por uno todos los bailes; éste porque era de guitarra, el otro porque era de pandereta, y por ser de gaita el de más allá. Compramos avellanas, peras, cerezas y rosquillas en todos los puestos de la romería; convidámonos recíprocamente la familia, el exclaustrado y yo; vi un desafío a los bolos entre mozos del lugar y otros tantos forasteros; oí los «¡vivas!» que nos echaron dos danzantes, encaramándose unos sobre otros hasta formar lo que ellos llaman castillo, y los que también hubo para las demás personas que les habían dado dinero; y volvimos a casa al anochecer, despidiendo al predicador después de haber tomado chocolate y agua de limón todos juntos, como si no hubiéramos comido al medio día.

Una hora más tarde me llamaron a cenar. ¡Otra vez capón, otra vez pepitoria y otra vez arroz con leche! Aquel cuadro me espantó. Fingíme muy malo, y creo que lo estaba, dado que de susto también se enferme un hombre, y me largué a la cama, donde tampoco fui feliz, porque, apenas me hube dormido, comencé a soñar que comía capón, pepitoria y arroz con leche. Desperté, volví a dormir, y torné a despertar y a dormir otra vez y otras ciento, y siempre veía el repleto cucharón de mi tía persiguiéndome y llenando los claros que yo iba haciendo en los platos que me servían sin cesar. En esta lucha cruel me cogió el alba. Salté de la cama, vestíme; y, desayunándome de prisa, corrí a despedirme de la familia que había madrugado más que yo. Agradecí a mis buenos parientes, con toda mi alma, la sinceridad con que me brindaban su casa y su cariñosa asistencia por algunos días más; sentí de veras que perentorias ocupaciones me impidieran complacerlos, pues cariño hacia ellos me sobraba; disculpéme lo mejor que supe, monté a caballo; y llenos los bolsillos, la maleta y las pistoleras de fruta y de rosquillas que me hicieron tomar a última hora, partí hacia la ciudad, prometiéndome a mí mismo solemnemente, y lo he cumplido, que si alguna vez volviera al campo había de ser en días hábiles y normales, y en manera alguna en los que, como el de San Juan citado, se llaman, con sobrada razón, en mi tierra, de arroz y gallo muerto.