Mal muchacho no era el amigo Baldomero; bastante buen trabajador; esquilador asiduo, conchabándose por día para trabajos de corral, cada vez que lo podía; experto en el manejo del lazo y jinete cual el mejor.

Hubiera podido, por cierto, tener muchos amigos, pues era de figura simpática, liberal y generoso; pero tenía la maldita costumbre de nunca dar a nadie el nombre o apellido que, por ley o casualidad, le hubiera caído en suerte, y hasta a los animales los designaba por apodos. Esto, por supuesto, lo hacía mirar de rabo de ojo por todos los compañeros: uno, porque ya sabía qué apodo le había metido, otro, porque, sospechando que no podría escapar, le tenía miedo. Con razón; pues, no tratándose de reyes, poco suelen los apodos alabar las cualidades, y más bien, al contrario, tratan de poner de relieve los defectos físicos o morales de la víctima.

Menos trabajo cuesta conocer de qué pierna cojea un hombre, que penetrar en su pensamiento, y fácilmente cree uno que, con señalar la tara que rebaja al prójimo, aumenta el peso de su propio valor; algo se consuela el pobre, el inferior, el ignorante, de su pobreza, de su inferioridad, de su ignorancia, con llamar al rico «Galgo bayo» si es un inglés flaco, o al patrón «el Zapallo» si es gordo, o «el Pelado» al que se ha vuelto calvo.

Pero para Baldomero, cualquiera servía de blanco, pobres y ricos; no perdía ocasión de pegarle a cada cual el mote que, según él, le podía convenir, y cuando, sentado en medio de los demás peones, exclamaba: «¡Ché! ¡Susto!, ¡mirá quién viene!»; y que, sin enojarse, conviniendo así, tácitamente, que su fealdad nativa merecía ser castigada con las bromas de Baldomero, Pedro, dándose vuelta para ver, contestaba con sencillez: «Nariz de porongo», todos sabían que en el palenque se apeaba el viejo Cipriano, dotado por la naturaleza, ayudada por el sol y copiosas libaciones, de voluminoso apéndice nasal.

A otro, que en vez de tener una nariz abultada, la tenía delgada y larga, Baldomero lo llamaba: «Picana», y por «Tres pelos» era conocido Epifanio, a quien nunca le había salido barba. Ireneo, que cuando se reía, abría un horno que daba miedo, se llamaba «Pichón de golondrina» y su hermano Lucio, que era bizco, no pudo evitar de ser bautizado «Lechuza».

«Toronja» sirvió para designar un desgraciado a quien la viruela había dejado completamente desfigurado, poniéndole la cara tan abotagada y plagada de costurones, que ni los ojos casi se le veían; varios «chuecos», como fácilmente se comprende, había en este surtido de jinetes natos; ni faltaban, entre tantos hombres de lazo, los «rengos», y sobraban los «mancos». Ya se sabía que «Una vela» era el tuerto Gregorio; que «Guaycurú» era Martín, con su tipo de indio mal desbastado; que «Pelo de invierno» designaba a José, por su costumbre de siempre llevar el poncho puesto.

«Rotoso» merecidamente se le había pegado a Hilario, por el desaseo en que se mantenía, y «el Delicado», al contrario, lo pintaba a Gervasio que siempre andaba bien empilchado, con ribetes de paquetería.

«Maíz frito» lo había llamado Baldomero a un compañero que siempre, por lo listo, parecía andar chisporroteando, y «Palomo» a un muchacho que se enamoraba de cuanta china lo rozaba: «Charabón» le decía a otro, por lo descuajaringado; y «Flauta», «Petizo», «Pata larga», «Bacaray» y mil otros, a todos, a cualquiera, a los del pago y a los forasteros; en voz baja, muchas veces, o por detrás del interesado, para que no supiera que ya le había cambiado el nombre, o en voz alta y en medio de las risas, por tal que del recién bautizado no se pudiera temer alguna peligrosa explosión de mal humor, muy natural, por lo demás, pues hieren los apodos.

En varias ocasiones lo pudo comprobar Baldomero. Había estado, una vez, a punto de casarse con una buena moza, hija de un hacendado regularmente acomodado, lo que, para él, hubiera sido, además de lo escogida que era la prenda, un fin feliz a su vida algo nómada de peón por día, y de acarreador de hacienda. Todo estaba arreglado; consentían los padres; la niña no pedía otra cosa; y quién sabe si ya no habrían cambiado, en la propicia penumbra tan paternalmente proporcionada al patio de la casa por el hermoso sauce que ahí estaba, uno que otro beso furtivo, para afianzar mejor las palabras dadas.

Pero Baldomero no había podido resistir el intenso placer de dar a la misma novia un apodo; ya que lo atormentaba esa manía, la hubiera podido dar siquiera el nombre de una flor, de lo que seguramente la niña no se hubiera resentido; no pudo. El apodo, para ser apodo, tiene que ser burlón, un poquito siquiera; y como la joven era de un morocho algo subido, y tenía ciertos airecitos amodorrados, hizo alusión a ella con los compañeros, llamándola «Gata negra». No le faltaban envidiosos al amigo Baldomero, y pronto supo la niña qué apodo le habían dado, y quién se lo había dado; y como no era de genio paciente, le hizo cerrar la puerta paterna.

Baldomero, no por esto se corrigió: necesitó otra lección. Un día que, en la pulpería, había mucha gente, vio a un gaucho forastero muy barbudo, que, a cada rato, escupía; y de modo que éste lo pudiera oír, dijo él a otro, a pesar de no poder tener porra el guanaco, por no tener cola:

-Mira el guanaco porrudo.

El gaucho lo miró bien y le dijo:

-Y usted, ¿cómo se llama?

-A mí -contestó Baldomero-, no me han dado todavía nombre; estoy orejano.

-Por bagual, será -dijo el otro.

Y como Baldomero hacía el gesto de sacar el cuchillo, el otro, rápido como relámpago, hizo relucir el suyo, y cortándolo en la oreja, le dijo:

-Pues ahora, quedaste patria.

Y le quedó desde entonces, al pobre Baldomero, a pesar de no usar señales los baguales, el doble apodo de «Bagual patria».


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